A pocas jornadas de celebrarse el Día Mundial de la Filosofía (jueves 20 de noviembre) acaba de publicarse el libro Defensa de la enseñanza de la Filosofía: trayectorias en Iberoamérica (Universidad Pedagógica Nacional / Editorial Aula de Humanidades), en el que tengo el honor de contribuir con el capítulo dedicado a la situación de la enseñanza de la filosofía en España. Creo que se puede descargar ya el libro (en otro caso me aseguran que se podrá hacer en unos días).
Filosofía para cavernícolas
domingo, 16 de noviembre de 2025
miércoles, 12 de noviembre de 2025
Cultura general
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Desde adolescente tuve la extrema
necesidad de «tener una cultura». No ya por afán de destacar (que también), sino por la necesidad
de organizar ese tsunami de realidad que le viene a uno encima cuando sale de
la «caverna» de la infancia. Conocer la historia de nuestra especie, estudiar
las civilizaciones que nos precedieron, viajar por los mapas del atlas, leer a
los clásicos, entender lo que la ciencia dice del mundo, pelearse con los
libros de filosofía … Todo ello era un modo de defenderse de una existencia que
descubrías por vez primera como abrumadoramente incierta, dolorosa, compleja y
absurda. A más conocimiento – pensaba – menos incertidumbre, más prudencia para
afrontar las cosas, más capacidad para dotar de sentido a la vida, y más
caminos para ser bueno y feliz…
Pienso en todo esto cuando hablo con mis
alumnos y alumnas del último curso de Bachillerato, o con otros que ya han
comenzado en la universidad, y compruebo que muchos son incapaces de orientarse
históricamente, que la mayoría apenas conoce ni de nombre a los clásicos, que
de las ciencias solo parecen tener un conocimiento técnico o práctico (lo
necesario para aprobar exámenes), y que lo que para nosotros eran referentes
mínimos de una – hoy extinguida – «cultura general» (pintores,
músicos, pensadores, famosas obras de arte, lugares emblemáticos, épocas
decisivas…) son hoy para ellos signos indescifrables y carentes de interés. Tal
es así, que tengo la sensación de comenzar algunas clases como tras un
cataclismo, como si hubieran ardido de nuevo las grandes bibliotecas antiguas y
empezáramos a reconstruir la civilización otra vez…
Quizá lo único que pasa es que me estoy
haciendo viejo – pienso con alivio –, y que hay ahí un universo nuevo y fresco
de poderosos referentes culturales que yo soy ya incapaz de reconocer. Ojalá
sea así, me digo, y mis alumnos puedan usarlos para orientarse en este
torbellino de realidades múltiples, líquidas y desinformadas que nos circunda.
Pero mucho me temo que no; que los referentes que pueda proporcionar la cultura
contemporánea no son suficientes. La profunda desorientación vital y moral de
nuestros jóvenes (y no solo de ellos) no se resuelve con psicólogos, tendencias
efímeras y canciones pop, sino con competencias intelectuales y contenidos
culturales profundos y potentes. Sin ellos es imposible organizar y evaluar la
información, construir la propia identidad, dirigir la voluntad o gestionar las
emociones; sin ideas o referentes en común es inviable convivir
civilizadamente, dialogar seriamente sobre nada, formar una familia o
transformar el entorno. Mal que bien – y de manera elitista –, la educación se
ha encargado en los últimos siglos de transmitir esa «cultura general» a parte de la población. Pero hoy ni
sabe cómo enseñar esos referentes a la mayoría, ni
encuentra otros nuevos sobre los que construir una educación verdaderamente
innovadora. Los educadores seguimos empezando desde cero cada día, frente a la
mirada inquieta y perdida de adolescentes que aún no saben que no saben por
dónde empezar a agarrar el mundo.
miércoles, 5 de noviembre de 2025
Cómo salir, con IA, de la caverna de Platón
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Vivimos tiempos tan prodigiosamente repetitivos que hay cosas que parecen nuevas. Entre ellas la capacidad para generar fácil y rápidamente imágenes falsas e hiperrealistas (videos ficticios de personas reales, hologramas sonoros de artistas muertos, mundos virtuales alucinantes…). Lo que antes era potestad mágica de brujos y artistas, y de quienes podían pagarles, ahora está al alcance de cualquiera que se maneje con la IA y con unos pocos programas de ordenador. Y lo grande es que todo esto no deja de ser un gran progreso. No solo porque contribuya a democratizar (y desacralizar) el juego de fantasmas y fantasías con que se nos presenta y representa el mundo, sino también porque los grotescos efectos de esa manipulación masiva de imágenes nos empujan a liberarnos (al fin) de esa falaz idea de que las ideas han de sostenerse, precisamente, en imágenes, esto es, en la experiencia sensible de la realidad.
La tesis de que no debemos fiarnos de los hechos, y de que lo que vemos es mera apariencia, es tan antigua como la civilización. Los viejos textos sapienciales de China o la India, o los diálogos platónicos en Occidente, especulaban ya, de forma exquisita, sobre la imposibilidad de que las imágenes (percibidas o representadas frente a nosotros) fueran algo más que una apariencia engañosa de las cosas, un mero «parecernos» a nosotros lo que son. Incluso la ciencia, habitualmente entregada a la fe infantil en las sensaciones, parece entender hace mucho que ver no es conocer y que lo más importante se conoce sin abrir los ojos; esto es: que los datos son poco más que elaboraciones teóricas y que, en última instancia, bajo el velo de Maya de nuestras visiones no hay otra cosa que números, fórmulas, información e ideas (invisibles pero pensables, que es lo que importa).
La IA y la loca iconosfera que nos circunda (y nos habita) nos ha robado, ¡aleluya!, la fe en las imágenes, demostrándonos lo que ya sabían los más sabios (y los más astutos): que lo que vemos y nos hacen ver ha sido siempre, todo ello, una barroca construcción cultural – una ilustración de las palabras sagradas e instituidas –, y que ante ese altar envolvente e íntimo de las imágenes hemos de desarrollar el mismo talento crítico y analítico que frente al discurso de las palabras. Dicho de otro modo: que, con más o menos conciencia o buenas intenciones, sofistas y artistas (héroes todos de nuestro tiempo) son lo mismo, y que hay que desconfiar radical e igualmente de ellos, si es que queremos acabar de empezar a salir de una vez de esta vieja y oscura caverna.
miércoles, 29 de octubre de 2025
El acoso como institución escolar
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza
El acoso escolar no es un fenómeno nuevo
ni aislado. Mucho antes de que existieran Internet y TikTok, a los chicos y
chicas se les acosaba brutalmente en la escuela y en la calle. Es más: a
algunos de esos niños y niñas a los que nos entretenía torturar (por ser
mariquitas, feos, gordos, empollones, tartamudos, extranjeros, pobres, debiluchos,
demasiado sensibles o excesivamente independientes) les continuaban
martirizando luego en el colegio mayor, durante el servicio militar, en el
trabajo o en las verbenas del pueblo.
Porque el acoso escolar no es más que una
forma particular de ese viejo y feroz mecanismo de cohesión social consistente
en linchar al que es distinto o no agacha lo suficiente la cabeza. Sacrificar
al otro, al diferente, al monstruo, a la bruja, al hereje sirve para
homogenizar y disciplinar al grupo, eliminando diferencias perturbadoras y
mostrando lo que le pasa al que no es – o no se somete – como los demás. Al
fin, nada nos une visceralmente más que fustigar, odiar y apalear juntos; eso y
el pánico atroz a convertirnos en la próxima víctima.
¿Tendría que estar la escuela libre de
este poderoso sistema de control social? Depende. Si la entendemos como mero
instrumento de reproducción del «statu quo», la respuesta es rotundamente
negativa, y la escuela ha de concebirse, ella misma, como un enorme mecanismo
de acoso escolar en que los maestros ningunean la voluntad de los niños a golpe
de disciplina cuartelera, humillando públicamente a los que no se ajustan a los
estándares académicos o sociales, mientras que los matones de clase hacen lo
propio con las normas mafiosas y no escritas que sostienen la estructura
social.
¿Puede la escuela ser algo distinto a una
institución diseñada para el acoso? Desde luego. Si en lugar de un instrumento
de reproducción de los valores imperantes (básicamente, los de la vida
entendida como un juego cruel de ganadores y perdedores para el que hay que
endurecerse y aprender a pelear, vencer y humillar a los demás) se convierte en
un medio de transformación colectiva que cambia la disciplina ciega, la
intimidación, la competitividad y la evaluación obsesiva, por el espíritu
crítico, la autonomía, la cooperación y la responsabilidad personal. En otro
caso, darán igual las charlas, los talleres, los protocolos y los psicólogos;
el acoso escolar seguirá siendo una manera más de imbuir en niños y niñas que
la vida es una jungla en la que hay que aprender a pisar para no ser pisados,
marginar para no ser marginado y hundir a otros en la miseria para triunfar y
ser el tipo poderoso que deberíamos aspirar a ser. Piensen en cómo funciona el
mundo, y en la pléyade de tiburones, piratas y matones que lo dirigen, y se
harán una idea cabal de la bestia acosadora y omnipresente que tenemos delante.
miércoles, 22 de octubre de 2025
La moral del corrupto
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza.
Lo primero para entender el fenómeno de
la corrupción es dejar de relacionarlo con un supuesto estado de relajación o
debilidad moral. El «corrupto» es moralmente activo: se inspira en valores y
actúa, además, con no poco valor o coraje ético, en cuanto se arriesga a perder
su libertad y posición social por fidelidad a sus principios y objetivos. ¿Cabe
una conducta formalmente más virtuosa que esa?
Los valores del «corrupto» no son tampoco
los valores de una secta malévola que conspirara contra la sociedad, sino los
valores transmitidos por prácticas sociales, por personajes que lideran el
mundo y por gran parte de las representaciones, símbolos o imágenes que
consumimos cada día. Son los valores del éxito entendido como acumulación de
poder y riqueza; es el valor del bien privado (sea el propio, el de la familia,
el del partido, el de la empresa) sobre el bien común; es el valor de la
competencia y la lucha feroz frente a otros; es el valor de la astucia y el
oportunismo sin escrúpulos como medios para conseguir lo que te propones… Que
todos estos valores, exhibidos por líderes, empresarios o artistas que la gente
admira, sean contrarios a los que declama la retórica política (la igualdad, el
servicio a la sociedad, la cooperación, la honestidad, etc.) no es culpa de los
«corruptos». Y qué ellos se aprovechen de esta enorme hipocresía (para mejor
lograr y legitimar sus objetivos) no es tampoco inmoral, sino algo plenamente
consecuente con sus valores.
Una vez admitido que lo que llamamos
«corrupción» política es un hecho moral, y suponiendo que realmente queramos
erradicarla (no solo en los políticos sino en el resto de la ciudadanía), lo
único que cabría hacer es combatirla con una moral mejor. Ahora bien:
¿realmente la hay? ¿Son objetivamente mejores los ideales del humanismo
ilustrado que los del mercado global? ¿Por qué deberíamos anteponer la
cooperación a la competencia? ¿Es verdaderamente mejor ser honestos que ser
astutos y mentir y actuar según convenga? ¿Por qué es preferible «servir a los
demás» que «servirse de ellos»?
Leí hace poco a un filósofo defender que
el problema de los «corruptos» era su incapacidad para entender el altruismo
como un rasgo específicamente humano, y al que, por eso mismo, debemos
reverencia moral. ¿Pero por qué no entender también al capitalismo, o a la
capacidad para engañar, explotar o dominar sistemáticamente a otros, como
rasgos específicamente humanos y (por ello) moralmente admirables?...
Desengáñense: no hay otro camino que el de ser honestos (al menos, con nosotros
mismos) y buscar argumentos que demuestren que, pese a todo, es mejor no ser un
corrupto que serlo. Hagan la prueba. No es en absoluto fácil.
miércoles, 15 de octubre de 2025
Extremadura, propiedad privada
Si pone usted sus ojos soñadores sobre
cualquier rincón del mapa extremeño verá, perfectamente localizados, viejos
castillos medievales, románticos monasterios en ruinas, espectaculares
dólmenes, enigmáticas pinturas rupestres, castros misteriosos, lujosas villas
romanas, árboles singulares y parajes naturales de recóndita y secreta belleza.
La única pega es que, a menos que le vaya saltarse vallas, incumplir leyes y
huir de toros y mastines, difícilmente podrá visitar la mayoría de esos
monumentos.
Porque en esta santa región todo, casi
absolutamente todo, es propiedad privada y, salvo raras excepciones limitadas a
los monumentos más conocidos, es prácticamente imposible visitar lo que
prometen los mapas (y hasta los propios folletos turísticos) sin toparse con la
puerta de una finca cerrada a cal y canto, o sin que el propio camino se
difumine o cierre invadido por la maleza, el surco del tractor o un vallado no
previsto. ¡Dudo que haya región de España donde se consuma más alambre de púas
que aquí!
Y no se trata de desalambrar y repartir
la tierra, por Dios, y menos ahora que vuelve la moda, entre las grandes
fortunas, de comprarse un latifundio en Extremadura (cosas del «país comunista» en el que,
según algunos, vivimos). Se trata de que si tienes la suerte (o incluso el
mérito, si tal cosa existe) de poseer un castillo del siglo XV o una finca con
restos históricos, compartas ese bien permitiendo visitas limitadas, a cambio,
por ejemplo, de que se te ayude a conservarlo o, simplemente, del honor de ofrendar
a tus conciudadanos un bien patrimonial.
Sobra decir que muchos de esos bienes, y
los correspondientes accesos, tendrían que ser de titularidad pública. La
propiedad privada no debe ser (ni de hecho es) irrestricta. Además, y salvo en
edificios históricos a restaurar, adquirir y mantener esos bienes no tendría
por qué representar una inversión desproporcionada. Aunque con cualquiera de
los dólmenes, castros o ruinas romanas que tenemos tirados por ahí montarían,
en otros países, un complejo turístico, aquí no haría falta tanto. Bastaría con
negociar un acceso y un régimen de visitas con los propietarios, disponer una
estructura básica y fácil de mantener (sistemas de vigilancia a distancia,
paneles con información digital) y organizar grupos de voluntarios y guías
locales (hay gente encantada de mostrar a los visitantes el patrimonio cultural
de su comarca). Es lo que toca si, además de permitir el acceso de todos a lo
que deberían ser bienes comunes, queremos que Extremadura sea un destino
turístico de primer orden
Mientras, no estaría mal mantener libres
y utilizables los caminos públicos, las cañadas, los cordeles, las servidumbres
de paso o los accesos a las riberas de los ríos (algo a veces imposible);
limitar o prohibir la caza en los parques naturales y, por supuesto, en los
nacionales como Monfragüe (aventurarse en ellos cuando se abre la veda o se
realizan batidas es jugarse literalmente la vida); y transmitir a las nuevas
generaciones la belleza y la riqueza cultural que guardan todos esos lugares
mágicos… ¡pudiéndoles llevar a ellos! Es lo menos que se despacha en una región
que pretenda ser algo más que una finca para disfrute de unos pocos
privilegiados.
miércoles, 8 de octubre de 2025
El político
Toda sociedad necesita referentes
personales: valores encarnados en personas más o menos reales que simbolicen
los valores que la comunidad comparte. En las sociedades guerreras es el héroe aristocrático,
en las teocracias son los santos y profetas, y en las tiranías la figura
paternal del rey o el «amado líder» … ¿Pero y en las democracias? ¿Cuál o cuáles son los referentes
humanos en una sociedad democrática?
A diferencia de las viejas aristocracias,
las teocracias o los regímenes totalitarios, las sociedades libres y plurales
generan (como debe ser) una ingente cantidad de referentes morales:
deportistas, millonarios, famosos, artistas, comunicadores, filántropos,
hombres de ciencia, intelectuales, filósofos… Pero, pese a esa gran variedad,
ninguno de estos tipos encarna por sí mismo los ideales democráticos. Repárese en que ni la competición deportiva,
ni el mercado, ni el arte, ni la fama o la ciencia dependen para su
desenvolvimiento de reglas o valores democráticos. Tampoco el intelectual o el
filósofo representa un modelo del todo adecuado. Es cierto que la filosofía es
una actividad enraizada con la democracia (no solo por su origen histórico,
sino por su naturaleza apegada al diálogo, la crítica o la reflexión sobre
valores), pero el compromiso con la verdad del filósofo es incompatible con una
concepción democrática de la justicia fundada, en último término, en la opinión
y la fuerza («tal cosa es justa –
se establece democráticamente – porque, tengamos o no razón, somos más los que
opinamos así»).
¿Quién ha de ser, entonces, el principal referente
moral de una sociedad democrática? La respuesta es esta: el político. O mejor,
cierto tipo de político. Aquel que, justamente, no se comporta más que como
político (no como competidor “sportivo” por el poder, no como aspirante a
millonario, no como esclavo del foco mediático, no como simple tecnócrata…). Si
hubiera que ser más preciso, diríamos que el ideal de
político democrático es el de aquel que se asemeja al filósofo sin serlo del
todo (esto es: sin anteponer el compromiso con la verdad universal al
interés y la opinión de la mayoría). Su carácter habría de ejemplificar, pues,
las virtudes del filósofo (la modestia socrática, el diálogo crítico, la
prudencia en el uso de los medios, cierta firmeza en la consideración de los
fines, la visión holística de las cosas, el interés por lo humano, la
reflexión, la autocrítica, etc.), pero puestas al servicio de las opiniones y
la conciliación de intereses de una comunidad concreta. Tal vez Fernández Vara
fuera, con sus aciertos y errores, una buena aproximación a este modelo
político.
Lo que está claro es que sin una
personificación adecuada de las virtudes filosófico-políticas que distinguen a
la democracia de la tiranía, nuestras comunidades quedan a merced del mar de
fondo que son las luchas entre clanes, la polarización cainita y,
consecuentemente, la entrega final a un autócrata que imponga la paz y el
orden; aunque sea a costa de aplastar a otros o de sacrificar una libertad que
empiece a ser entendida más como fuente de problemas que como un principio
político irrenunciable.
miércoles, 1 de octubre de 2025
¿Inmortalidad para qué?
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El deseo de inmortalidad es un universal de la cultura. No solo embriaga a la élite actual de tiranos y multimillonarios. Antes de ellos fue la obsesión de reyes y faraones. Y, antes aún, tema imperecedero de mitos y leyendas – la primera obra literaria conocida, la epopeya de Gilgamesh, trata justamente de la búsqueda de la eterna juventud –. Un poco más tarde, religiones como el cristianismo democratizaron la esperanza de inmortalidad entre sus fieles. Y mucho después – hoy mismo –, secularizada en forma de culto a la salud y a la lozanía juvenil, se extiende entre pobres y ricos con enorme contento de clínicas, gimnasios, terapeutas, nutricionistas, esteticistas, influencers, gurús del transhumanismo y mercachifles varios. La inmortalidad prometida por la criogénesis, la parabiosis, los tratamientos palingenésicos, las inyecciones de telómeros, los trasplantes sucesivos, los clones y otros delirios neoalquímicos representa hoy el viejo sueño del rey Gilgamesh revestido de tecnología e historias marcianas.
Y no es que la inmortalidad (o, mejor, la longevidad) esté mal en sí. ¡Quién la pillara! El problema está en qué hacer con ella. Decía Borges que los inmortales, en su desolada e infinita existencia, estaban fatalmente condenados a tomar todas las decisiones posibles (incluyendo las peores). ¿Pero por cuál de ellas empezar? ¿Cómo darle sentido a una vida mucho más larga que la presente? ¿Estaríamos trescientos años tomando cañas o viendo series – o, si prefieren la versión VIP, navegando en yate y celebrando orgías –?
Los optimistas pensamos que vivir puede ser algo bueno y que, en ese caso, merecería la pena hacerlo casi para siempre, pero no tenemos claro qué es una vida buena. ¿Es una vida dedicada a procurarse placer constantemente? ¡Agota solo imaginarlo! ¿Es una vida consciente de la finitud de la muerte, como rezan los ateos más sombríos? Pero que la vida acabe en nada no parece para nada bueno. ¿Entonces?... Podríamos recurrir al tópico de que la vida buena es la vida con sentido, es decir, la vida proyectada hacia un fin más valioso que ella misma. Esto también vale para la vida de talla pequeña que vestimos ahora (aunque en esta, por la brevedad del pase, es más fácil disimular la falta de orientación).
¿Y cuál podría ser el fin que diera sentido a la vida? – nos preguntamos todos –. Decía Platón que el secreto de la inmortalidad estaba en una cierta forma de «procreación», no en la belleza de los cuerpos o en la nobleza de las almas (ni los hijos ni la fama nos aseguran una auténtica inmortalidad), sino en el amor a la verdad. Solo quien conoce ama, decía también el sabio Paracelso; y solo quien ama se hace uno con lo amado. Quien ama la verdad se descubre, pues, tan eterno y pleno como ella. Los adultos disfrazados de jóvenes que dominan el mundo no comprenden todavía esto; su deseo de inmortalidad revestida de eterna juventud está lejos de la plenitud del sabio y, por ello, más cerca de un eterno y tedioso retorno de lo mismo que de una verdadera longevidad. ¿Tendrán tiempo de darse cuenta?
miércoles, 24 de septiembre de 2025
Risa y civilización
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Siempre he admirado el sentido del humor ácido y a menudo autocrítico de los norteamericanos (especialmente, como me recuerda un amigo, ese que se ha dado en llamar humor judío). La primera vez que vi la comedia «One, Two, Three» de Willy Wilder, comprendí por qué los americanos le ganaron la guerra fría a los rusos. La película, estrenada en 1961, y titulada «Uno, dos, tres» en España, era una sátira en la que se caricaturizaba con el mismo humor vitriólico a soviéticos y norteamericanos. Solo quien es realmente superior – pensé – puede reírse así de sí mismo y pese a ello (o precisamente por ello) ganar la batalla ideológica. Casualmente, durante ese mismo año de 1961 los rusos levantaron el muro de Berlín, señal inequívoca de que habían perdido estrepitosamente la guerra, la cultural y todas las demás: eran incapaces de reírse de sí mismos y daban por eso mucha más risa.
Observo ahora las patéticas maniobras de Donald Trump para acabar con los «late shows» televisivos en los que se ríen de él y tengo la intuición de que los Estados Unidos están verdaderamente en las últimas, y que el movimiento MAGA no va realmente de hacerlos grandes de nuevo, sino de encerrarlos en una enorme mentira que los anestesie frente a un proceso irreversible de envilecimiento moral y empequeñecimiento político.
El humor sin restricciones es la prueba de fuego del clímax civilizatorio de un pueblo. Reírse sin complejos de uno mismo, tanto o más que del prójimo, es también un síntoma claro de madurez humana. En ambos casos la burla significa que se tiene la seguridad y la lucidez suficiente como para perderle el miedo y el respeto tanto a los demás como a todas las ridiculeces que uno mismo cree ser, sin que tal cosa conduzca al odio, el victimismo o la violencia, sino a la infinita y profunda compasión que – después de la carcajada – nos inspira el conocimiento profundo de lo que somos.
Por eso, que Trump – ese siniestro bufón
de sí mismo armado hasta los dientes – sea incapaz de soportar a quienes se
ríen de él o de aguantar una reunión sin que se le adule con el simulado
respeto que prestamos a los locos, no es más que una muestra evidente de la
extrema debilidad del personaje y, con ella, de la decadencia de todo lo que
este representa. Porque la risa y la sátira sin límite marcan el clímax de una
civilización, pero también el principio de su caída. El gran ciclo de la
comedia americana que culmina en los sesenta y prosigue de forma más
histriónica y vulgar en la era dorada de los «late shows» televisivos se acaba
en los USA de Trump (tal como se acabó la Atenas de Aristófanes o el Siglo de
Oro español). Y todo hace temer que tras el fin de esa eclosión de luz y
libertad vuelva – siempre vuelve – el fanatismo, la guerra y la lenta agonía de
una civilización destinada a disolverse como tantas otras. Es lo que ocurre
cuando la burla, irreverente y herética por definición, desata la tormenta del
resentimiento en todos aquellos (líderes o liderados) que, incapaces o
marginados del ejercicio trascendental de la risa, necesitan volcar su
humillación sobre los «chistosos de la clase», chivos expiatorios de todos los
que guardamos un prudente silencio de muerte ante los tiranos que andan tomando
y rondando el poder.
miércoles, 17 de septiembre de 2025
La política apoliticidad del deporte
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El boicot a la Vuelta Ciclista ha
acrecentado el clamor de muchos ciudadanos por despolitizarlo todo, no solo el
deporte, sino el arte, los medios, la judicatura, las discusiones familiares y,
si mi apuran, hasta a los mismos políticos (tal vez sustituyéndolos por
inteligencias artificiales, como recientemente en Albania). En el fondo anda
esa vieja e insensata creencia que considera a la política como el veneno que
contamina la convivencia, en lugar de lo que la hace realmente posible.
Decía Aristóteles que el ser humano es,
por definición, un animal político, esto es: un ser que necesita vivir en
sociedad y, por ello, arbitrar normas y valores para articular la vida en
común. Y es curioso – y sospechoso – que la política tenga tan mala prensa hoy,
justo cuando más presente está en una de sus formas (la de dejar que sean las
normas del mercado y la guerra las que nos gobiernen a todos) y más necesaria
resulte en otras; por ejemplo, en la de establecer un sistema firme y justo de
normas internacionales que permitan pasar de la selva global a un mundo –
permítanme el neoplasmo – políticamente civilizado.
El deporte representa hoy esta misma
paradoja de simular apoliticidad cuando más político es. Y no me refiero
únicamente al deporte de masas, ese que, desde las olimpiadas de la antigua
Grecia hasta hoy ha sido siempre un instrumento de propaganda política y un
chute de opio con que entretener al pueblo, sino al propio ejercicio privado
del deporte, convertido hoy en un rito religioso en honor de los valores del
nihilismo contemporáneo (la salud, la belleza física, el éxito individual…).
Precisamente porque el deporte, aunque
sea una actividad netamente política, simula no serlo, es por lo que resulta
una herramienta ideal para aleccionar (transmitiendo valores y pautas de
conducta como si fueran naturales e inobjetables) o para proporcionar un lavado
de cara moral a regímenes que quieren capitalizar el prestigio de los ideales
occidentales (el deporte moderno es un producto occidental) mientras mantienen
políticas completamente opuestas a dichos valores.
En contra de este «sportwashing» o lavado
de cara ha reaccionado buena parte de la ciudadanía con el boicot a la Vuelta
Ciclista a España, aunque la protesta no ha resultado del todo justa. ¿Por qué
solo el equipo israelí y no los sufragados por teocracias árabes como Emiratos
o Baréin? ¿Y por qué solo la Vuelta y no los grandes acontecimientos
futbolísticos o la Fórmula 1, todos ellos contaminados por el dinero de estos
estados deseosos de ganar legitimidad a la par que aplastan cualquier asomo de
democracia, entierran en vida a sus mujeres y se ríen de los derechos humanos.
En cualquier caso, la estrategia del
boicot parece justificada en el ámbito deportivo. A diferencia del arte o la
filosofía, actividades en las que la provocación y el diálogo crítico son
elementos consustanciales (y en las que, por ello, no debería haber veto
alguno), el espectáculo deportivo es un evento netamente propagandístico, en el
que no cabe discutir sobre el valor de lo que se exhibe y en el que, por eso,
resulta oportuno boicotear aquello que no concuerda con los ideales que
queremos transmitir. Otra cosa sería que nos dejáramos definitivamente de
hipocresía y celebráramos los valores políticos realmente imperantes (la
competencia feroz, el engaño, la desigualdad rampante, el ejercicio libre de la
fuerza…), en cuyo caso los equipos y deportistas que representan a Israel,
Rusia, China, Irán, los países árabes o los USA de Trump, serían completamente
bienvenidos.
miércoles, 10 de septiembre de 2025
Los filósofos y Gaza
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
No es difícil encontrar filósofos defensores
y detractores, en uno u otro momento, de toda clase de ideas y posiciones
políticas. Es lo propio de ese diálogo continuo en que consiste la filosofía.
Sin embargo, bajo esta dialéctica incesante late una pregunta igualmente
filosófica, y en muchos sentidos decisiva: ¿existe algo que podamos entender todos
como radicalmente injusto? Algunos pensadores del siglo pasado apuntaron al
Holocausto nazi como un hecho moral singular, ante el que todos debíamos emitir
un juicio único y contundente. Pero tal vez esto fuera una exageración…
Pensemos en lo que ocurre ahora en Gaza.
¿Podría pensarse en la masacre de la población gazatí (por parte del Estado
heredero moral de Holocausto) como una acción universalmente injusta? Desde
luego, no lo es para Hamás, que la provocó para demandar atención y
desprestigiar al enemigo, ni para el gobierno de Netanyahu, que la utiliza para
acabar del todo con el nacionalismo palestino. ¿Pero y para los filósofos, o
para cualquier persona que no tenga intereses directos en el conflicto?
Una primera perspectiva podría fundarse
en el análisis de medios y fines. Los medios pueden ser racionales, pero los
fines no (y a viceversa). Curiosamente, Hamás y el gobierno hebreo emplean
actualmente los mismos medios (masacrar a la población civil, fundamentalmente
la palestina) para lograr un fin similar (suprimir a los enemigos y recuperar
la tierra sagrada de sus antepasados). ¿Pero es este fin racional? Si no lo es,
difícilmente podremos justificar los medios. Y si supusiéramos otros fines más
razonables (como la seguridad del Estado judío, o la construcción de dos
Estados – o uno plurinacional—), serían los medios actualmente empleados los
que serían discutibles (¿Será Israel un país más seguro tras haber matado
indiscriminadamente a miles de sus vecinos? ¿Estará más cerca la convivencia
política tras multiplicar el odio mutuo al infinito?).
Otra perspectiva posible tiene que ver no
con medios o fines, sino con principios. Una ética de principios podría decir
cosas como: “hagan lo que hagan otros, y sean cuáles sean nuestras circunstancias
o intereses particulares, no se mata a niños a sangre fría, no se deja morir a
enfermos sin necesidad, no se dispara a los hambrientos, no se bombardean
escuelas y hospitales repletos de gente, no se utiliza a civiles como escudos
humanos…”. Pero este planteamiento ético parece totalmente extemporáneo hoy. Si
algo hemos aprendido de la masacre (o, para algunos, el genocidio) de Gaza, es
que hemos retrocedido definitivamente a un mundo sin normas ni principios – ni
siquiera retóricos o simbólicos – distintos a los de la fuerza bruta.
Ahora bien, donde no hay predisposición a
considerar principios ni reflexión sobre los fines, no hay objetivamente nada
sobre lo que filosofar, y el diálogo se detiene frente al antagonista perfecto
del universal ético: la realidad desvelada como una simple y absurda pesadilla.
Me temo que en esas estamos.
miércoles, 3 de septiembre de 2025
Porque lo digo yo
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
No hay mayor exhibición de poder que
crear la realidad a golpe de palabras. Es lo que hacen dioses, literatos,
filósofos o… políticos. En el caso de los más tiranuelos (o en trance de
deificación) las palabras pueden ser especialmente inverosímiles (piensen en
las barbaridades y mentiras descaradas de Trump e imitadores). Pero no pasa
nada, pues los objetivos de la mentira mayestática son acrecentar el propio
poder («mi palabra es la ley», cantaba Vicente
Fernández) y promover la conformidad o fe ciega de
súbditos y creyentes («Credo quia
absurdum», decían los
teólogos más fideístas).
En un artículo reciente, el filósofo
Daniel Innerarity reflexionaba en cómo este uso político de la mentira conculca
la idea de que vivamos en la era de la «posverdad»: sin una
firme creencia en la verdad – dice – no cabría el respeto supersticioso por el
que se la salta con total impunidad (ni otros fenómenos concomitantes como el
de la polarización política). Yo añadiría que más que una negación de la
verdad, lo que prolifera en nuestra (nada original) época es la subordinación
de la verdad al poder: la verdad existe, pero se mide por su utilidad para
lograr conformidad, apoyos, victorias bélicas o logros personales.
Para combatir o equilibrar este
pragmatismo (que, llevado al extremo, amenaza a toda democracia que se precie)
se suele invocar a la educación, al diálogo y a la educación en el diálogo. Son
ideas razonables, pues un verdadero diálogo (y una verdadera educación) antepondrá
siempre la verdad al poder o, si quieren, no aceptará más poder que el de la
verdad (en tanto y cuanto se manifieste así para quienes participan de él).
Ahora bien, que la idea sea razonable no quiere decir que sea fácil de poner en
práctica.
Por lo mismo que el diálogo desmonta toda
exhibición o voluntad de poder, no puede darse allí donde se imponen el poder o
el deseo de este. Por ello es difícil que el diálogo crezca en entornos
públicos (parlamentos, redes sociales…) en los que la prioridad es la pura
confrontación por el poder (incluyendo el poder personal), o en otros que
parecen haberse contagiado de esta concepción pragmática de la verdad.
¿Qué hacer entonces? Para promover un
diálogo honesto que priorice la verdad sobre el poder hay que cultivar
primeramente ciertas virtudes públicas, como la humildad (el diálogo no es una
confrontación de egos…), la cooperación (… ni un torneo retórico), el rechazo a
toda violencia (… ni una negociación), el pluralismo (… ni un monólogo
camuflado), la empatía (…ni un diálogo de sordos) o una cierta «generosidad hermenéutica» (… ni el gozoso linchamiento del argumento del otro convertido en
hombre de paja). Pero además de estas virtudes, hay que exigir también un
mínimo de rigor epistémico, y esto nos devuelve al principio. El «es así “porque” lo
percibo, siento o digo yo» (en lugar del «es así “como” lo percibo, siento o digo yo
antes de que contrastemos datos y razones») no es solo una exhibición de poder
que impide toda dialéctica, sino, peor aún, una exhibición de casi la peor
mentira democrática que podamos concebir: aquella que pretende hacer pasar por
diálogo libre lo que no es sino una alienante exhibición de poder
individual – a imagen y semejanza del que teatraliza el tirano para demostrar
que lo es –.
martes, 2 de septiembre de 2025
Qué hubiera sido de mi vida si...
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Siendo niño, solía leer una revista del corazón
que andada a menudo por casa. Era cutre y sensacionalista a más no poder, pero
tenía una sección que me llamaba mucho la atención. Se llamaba «Qué hubiera sido de mi vida si…» y en ella los lectores imaginaban cómo hubiera cambiado su
existencia si hubieran tomado decisiones distintas a las que en su momento
tomaron. Aunque en la revista se insistía en la importancia de las decisiones
personales, a mí me daba por pensar en aquellas circunstancias sobre las que no
tenemos ningún control (si es que en las «decisiones» tenemos
alguno). ¿Qué hubiera sido de mi vida si… hubiera nacido en otro lugar, si mis
padres fueran más ricos, si fuera más alto y guapo?
Hace más de cincuenta años, el filósofo
John Rawls utilizó el término «velo de
ignorancia» para nombrar la
hipótesis que, según él, deberíamos asumir antes de juzgar si algo es
políticamente aceptable. La hipótesis consiste en imaginar que no sabes qué
lugar te va a tocar ocupar en una sociedad dada (si vas a ser varón o mujer,
sano o discapacitado, rico o pobre…), ¿qué principios, leyes o medidas a
implantar te parecerían entonces justas o injustas? La propuesta es que, antes
de promover o apoyar una ley, imagines cómo sería tu vida bajo ella en el caso
de que hubieras nacido pobre, o mujer, o en una familia o región más deprimida
que otras…
De todo esto me acuerdo cuando oigo lo
que oigo sobre los inmigrantes. Fíjense que la mayoría de los argumentos o
creencias sobre la inmigración se responden de manera simple y contrastando
datos: ¿Traen los inmigrantes más delincuencia? Según los datos de jueces y
policías, no. ¿Nos quitan el trabajo a los nativos? Según empresarios, gobierno
y sindicatos, no (es más: trabajan en lo que no quieren hacer los de aquí).
¿Copan el acceso a los servicios sociales? No: son trabajadores jóvenes y, por
ello, los que más contribuyen y menos necesitan de esos servicios. ¿Suplantan a
la población autóctona? No: más bien son la minoría que la sirve y cuida a muy
bajo coste. ¿Atentan contra nuestra cultura o identidad? No: nuestra cultura
tradicional está siendo transformada – como ha pasado siempre – por culturas
más ricas y fuertes, como ahora la anglosajona, y no o muy superficialmente por
las de los inmigrantes (la mayoría de los cuales, que son latinoamericanos,
tienen la misma que nosotros) …
Pero más allá de estos datos, hay una
cuestión que, para planteársela e intentar responder a ella, es imprescindible
un cierto ejercicio de empatía e imaginación: «¿qué hubiera sido de nuestra vida si fuéramos pobres en un país
pobre y supiéramos que unos kilómetros más allá hay trabajos diez veces mejor
pagados, médicos asequibles, viviendas dignas y parques y escuelas para
nuestros hijos…? ¿No haríamos todo lo posible para escapar de la miseria y
jugarnos la vida en la primera patera que pudiésemos pagar? ¿No haríamos lo
mismo que los inmigrantes ilegales si la inmigración legal fuera poco menos que
imposible?». Piénsenlo. Yo
creo que sí. Ya lo hicieron, de hecho, nuestros padres y abuelos cuando
tuvieron que irse, con papeles o sin ellos, a cualquier rincón del mundo a
buscarse el sustento. Y eso, aunque al otro lado de la frontera hubiera gente
que, como ocurre ahora, los despreciara y estigmatizara azuzados por demagogos
sin escrúpulos.
viernes, 22 de agosto de 2025
La educación ecosocial desde una perspectiva ética y crítica
La educación ambiental o, como se dice ahora con más ambición, "ecosocial", es fundamental para entablar una relación más conveniente, justa y sabia con la naturaleza y, a la vez, con el resto de los seres que vivimos de ella y con ella. Siempre que esta educación, como toda educación en valores (¿Cuál no lo es?) se imparta desde una perspectiva crítica, es decir: ética. Sobre todo esto, la Fundación Manuel Mindán nos publica un artículo en el nuevo número de su boletín anual. Para leer todos los artículos pulsar aquí.





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