miércoles, 29 de marzo de 2023

Comités para reescribirnos los libros

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Primero, como diría Brecht, vinieron por la literatura infantil, desfigurando los cuentos clásicos y trocándolos por homilías fabuladas que aburren a las piedras. Luego fueron por la cultura popular, intentando cancelar todo aquello (canciones, películas, bromas…) que no se ajustara al programa de reeducación ideológica que pretenden imponer a la fuerza. Y hace ya tiempo que han venido a por la literatura para adultos.

La nueva inquisición de la corrección política alcanzó hace unos días a Agatha Christie. Las nuevas ediciones inglesas de sus famosas novelas policíacas han sido expurgadas de todo contenido presuntamente lesivo para la sensibilidad de los lectores. Asesorados por equipos de censores (llamados eufemísticamente «comités de lectores sensibles»), la editorial Harper Collins ha decidido cercenar o eliminar descripciones, parlamentos y hasta pasajes completos (incluyendo personajes) en los que se hagan referencias étnicas, se usen adjetivos poco inclusivos, o se exprese (por ejemplo) tirria a los niños. Así, ya no se puede escribir «nativo» u «oriental» (sino «local»), ni «mujer agitanada» (sino «mujer»), ni «temperamento indio» (sino «temperamento» a secas), ni comparar el torso de una persona con «el mármol negro» (¡), ni decir que a uno de los personajes le repugnan los niños (sino que «cree que no le gustan mucho»)…

Ya ven: tenemos la inmensa suerte, en pleno siglo XXI, de contar con comités de probos ciudadanos ocupados en reescribirnos los libros para que no nos dañen o perviertan. Por lo visto, somos tan vulnerables (o sin censura: tan imbéciles), mental y moralmente, que no nos podemos aventurar a leer una novela en la que se hable de «nativos» u «orientales» sin correr el riesgo de sentirnos dolorosamente aludidos (o reforzados en nuestros vicios colonialistas). Así están las cosas. Donde antes teníamos principios y capacidad de juicio, ahora tenemos comités que velan por la salvación de nuestras almas. Y donde antes había ciudadanos críticos y responsables, ahora hay zombis morales a los que hay que reescribir los libros. ¡Y por la santa inquisición, que no caigamos, zombis como somos, en manos de comités equivocados!

Es cierto que las obras literarias, buenas o malas, han sido modificadas a menudo. Todos hemos leído de jóvenes adaptaciones de los clásicos, o aquellos resúmenes de novedades que publicaban revistas como Reader’s Digest (en español Selecciones); pero mientras que estas adaptaciones tenían una finalidad didáctica o divulgativa, las de ahora tienen un propósito directamente moralizante: no permitir que la ciudadanía, prejuzgada como enfermizamente sensible y moralmente incompetente, experimente como natural ciertas actitudes, valores o ideas dados en el mundo de ficción de las obras literarias (por si le pasa como a Don Quijote con la caballería, que de tanto leer obras de griegos esclavistas y pederastas, o de detectives racistas y a los que repelen los niños, el lector se vaya a volver como ellos).

Uno puede entender, a lo sumo, el interés comercial de este asunto: un mercado cada vez más repleto de memos incapaces de leer nada que no sea una apología de su moralina de burgueses acomplejados (acomplejados por vivir en la misma abundancia que desprecian). ¿Pero alguien cree que, más allá de vender libros a tontos del bote, toda esta misión apostólica sirve, de verdad, para algo? 

Quienes crean tal cosa son unos insensatos. Primero, porque invisibilizar los términos no acaba con la realidad que designan, solo la vuelven más indetectable y, por lo tanto, peligrosa. En segundo lugar, porque censurar libros para adultos es un ejercicio paternalista de negación de la soberanía democrática, fundada en la autonomía y responsabilidad de los ciudadanos. Y,en tercer lugar, porque eliminar de las obras literarias todo lo que zahiere los valores vigentes priva a la literatura (yen general al arte) de una de sus principales funciones: la de despertar las tensiones morales que laten tras la aparente estabilidad de nuestras ideas y valores, provocando el conflicto interno, el diálogo y el cambio. Y esto no solo en los adultos, sino también en los niños, en los que los cuentos «incorrectos» suponen un revulsivo moral y un elemento imprescindible para aprender a afrontar el mundo.

Así que rebélense: exijan leer a Agatha Christie en versión original. A Christie y a todos los demás, porque no duden de que esto no acaba aquí, y que estos orwellianos «comités de lectores sensibles» acabarán reescribiéndolo y homogenizándolo todo, de la epopeya de Gilgamesh al último mensaje en las redes, olvidando que parte de la fuerza que aplicamos a luchar por lo mismo que ellos, depende de que sigamos reconociendo en el lenguaje toda la complejidad humana, buena o mala, que nos rodea (y habita). Y de que, así, nos hagamos más sabios y críticos; no más lerdos y ciegos.

miércoles, 22 de marzo de 2023

Consumar

 

 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

En unos meses tendremos que elegir gobierno. Dado que los dos grandes partidos que solían capitalizar el poder tienen ahora que pactar con otros grupos (pasa en las mejores democracias), solo hay dos opciones realistas: un nuevo gobierno de derechas coaligado con la ultraderecha, o mantener la coalición progresista que gobierna hoy. De esto se deduce que el único modo de evitar que la ultraderecha llegue al poder es que gane las elecciones la coalición progresista.

Segunda obviedad: la coalición de derechas tiene en sus manos varias cartas habitualmente ventajosas (el apoyo de sectores económicos muy poderosos, la crispación que generan sistemáticamente los medios de comunicación afines, etc.), pero hay dos completamente decisivas: la tradicional impasibilidad del voto progresista, y el deseo natural de renovación por parte del electorado frente a un gobierno que inevitablemente, y pese a sus logros, denota el desgaste propio al ejercicio del poder – recuerden que, entre otras cosas, ha afrontado una pandemia mundial y las secuelas económicas de una guerra –.

Dicho lo anterior, la tercera idea cae por su propio peso: la única posibilidad de que gane las elecciones la coalición progresista es que esta se presente como un proyecto renovado y fortalecido, capaz de generar ilusión y movilizar a los votantes. Y para ello no sirve empeñarse en publicitar lo ya hecho, por trascendente que sea: lo que ilusiona y moviliza a la gente no es el pasado (lleno además de las sombras que proyecta todo lo que se hace real), sino una cierta visión de futuro. Renovarse o morir. Eso, y exhibir unidad y capacidad de consenso (hacia dentro y hacia fuera). Esa capacidad de consenso es la marca de calidad distintiva de un gobierno de coalición, y presupone, además, otro activo importantísimo para lograr la victoria: ofrecer esa imagen de moderación, sensatez y diálogo resolutivo que tanto aprecia la ciudadanía, y de la que pretende apropiarse en exclusiva el bifaz Feijóo (digo «bifaz» porque a la vez que vende esa imagen de moderación se abre al pacto con la ultraderecha, sin complejos ni cordones sanitarios que valgan).

¿Qué se deduce de todo esto en términos concretos? Es fácil y todo el mundo lo sabe. A las elecciones generales ha de concurrir, del lado progresista, una proto-alianza entre el PSOE y SUMAR, la plataforma que ha ido pacientemente construyendo Yolanda Díaz. Una alianza en la que SUMAR proporcione justo esos elementos de renovación, unidad y diálogo que hacen falta para ilusionar y movilizar al electorado progresista y de izquierdas. 

¿Y por qué SUMAR y no otro proyecto político? Pues porque SUMAR y Yolanda Díaz representan, ahora mismo, esa dimensión renovadora, de unidad y de talante que acabamos de decir. SUMAR tiene todo el aire de ser un movimiento político nuevo, constituido como una plataforma cívica y plural de regeneración democrática (tal como lo fue Podemos en sus inicios); representa también la anhelada unidad de la izquierda (tarea en la que Podemos ya dio de sí lo que pudo); y encarna, en la figura y el carisma de su líder, una voluntad de consenso y diálogo alejada de la crispación constante (ininteligible a veces para la mayoría) que muestra con frecuencia Podemos. SUMAR supone entonces todo lo que hace falta para romper el nicho electoral de la izquierda de toda la vida (lo mismo que logró Podemos en sus inicios para convertirse, después, en una Izquierda Unida 3.0).

Todo esto parece evidente. Y frente a estas evidencias, a Podemos no le cabe más que sumarse disciplinada y responsablemente al único proyecto viable que puede parar a la ultraderecha y con el que comparte el 90% de sus objetivos. Todo otro asunto o polémica está completamente injustificado. Es lógico que el resto de los partidos convocados por SUMAR quieran esperar a los resultados del 28-M para establecer cuotas: el proyecto de Díaz es a futuro, y tiene que jugar con una correlación actualizada de fuerzas. Es lo justo y democrático. Parece mentira que algunos líderes de Podemos, muchos de ellos talentosos politólogos, no vean lo que se nos viene encima y anden reivindicando méritos como viejos y cansinos popes de la izquierda. Olvidan que a sus potenciales votantes les dan soberanamente igual (si es que no les provocan legítimo rechazo) las trifulcas personales, las luchas internas de poder, los protagonismos innecesarios y el destino, en general, de los personajes que hoy, eventualmente, dan rostro a uno u otro proyecto. En política sobran egos y soberbia, y falta sentido de la responsabilidad. En esto se parecen todos los partidos, pero los de izquierda deberían ser aquí un ejemplo de subordinación de las posiciones particulares al interés de esa mayoría progresista que de ninguna manera quiere a un partido como VOX gobernando este país.   

miércoles, 15 de marzo de 2023

Una educación para salvarnos de nosotros mismos

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Ya saben ustedes que tenemos un grave problema con el planeta que habitamos. Un cambio climático de consecuencias catastróficas, unos alarmantes niveles de contaminación y una pérdida irreparable de biodiversidad son algunas de sus cabezas de hidra.

El problema, más que con el planeta, es con nosotros mismos, pues sus causas son reconocidamente humanas, y diría que reducibles a tres: (1) la irresponsabilidad de una parte especialmente codiciosa de la población; (2) lo mal repartido que está lo importante (suelo, agua, alimento, energía…); y (3) lo sobrevalorado que está lo que no importa (casi todo lo que frenéticamente producimos y consumimos).

Actuar sobre estas tres causas, exigiendo responsabilidad a los que más daño hacen, estableciendo una distribución más equitativa de los recursos, y promoviendo un modo de vida ajustado a los límites del planeta, exige medidas inmediatas, tanto políticas como educativas. Pero está claro que sin las educativas las políticas no son posibles: para obligar a los que están arriba a renunciar a parte de sus privilegios es imprescindible la presión de los de abajo, y para generar esta presión son indispensables la concienciación y la educación.  

La educación para la sostenibilidad y la toma de conciencia de los problemas ecosociales ha venido siendo hasta ahora apenas más que un adorno retórico en leyes y currículos. Era hora, pues, de que asuntos tan importantes, y en los que nos va la vida, ocuparan (tal como establece la nueva ley educativa) un lugar central en la formación de los ciudadanos.

En este sentido, el nuevo currículo educativo da un paso de gigante en relación con esta tarea de concienciación ecosocial. En él se reconoce a la educación para la sostenibilidad – por vez primera de forma explícita – como finalidad del sistema educativo. De momento es casi pura retórica, pero que la retórica haya pasado del preámbulo al articulado de la ley no es moco de pavo.

Por demás, la ley introduce el enfoque ecosocial en todos los ámbitos de funcionamiento de los centros: no solo en el proyecto didáctico de las distintas etapas (incluyendo Educación Infantil y Formación Profesional), sino también a nivel administrativo, tanto en la gestión sostenible de los recursos (edificios, energía, accesos, alimentación, transporte…), como en la interacción con ese «espacio educativo extendido» que es el entorno (familia, instituciones, asociaciones, medios de comunicación, empresas…). Arraigar el desarrollo del currículo en entornos reales garantiza el despliegue de su carácter competencial, y también su resistencia ante cambios y veleidades políticas.

Hay que insistir en que la educación ecosocial que propugna el nuevo currículo no se reduce a una vaga mención general, transversal a las distintas áreas y materias, sino a una articulación explícita y detallada de competencias y contenidos. El alumnado, a partir de ahora, tendrá que analizar, con el mayor rigor científico, y en el marco de distintas disciplinas (Ciencias Naturales, Historia, Geografía, Matemáticas, Economía, Tecnología, Filosofía, Educación Física…) las causas y consecuencias del cambio climático, la dinámica de los ecosistemas, el uso responsable y justo de los recursos que son vitales para todos, la importancia de la movilidad y el desarrollo urbano sostenibles, el papel de la publicidad en relación con el consumo responsable, la arquitectura bioclimática, el diseño sostenible de proyectos, la economía circular, los detalles de la Política Agraria Común, o los peligros del extractivismo o la ganadería intensiva, entre otras muchas cosas. Con todo esto va a ser mucho más difícil que los ciudadanos sean víctimas de bulos, paranoias conspiratorias o vergonzantes apreciaciones de cuñado.

Ahora bien, si los alumnos y alumnas no están convencidos, desde su propios códigos y razones, de la necesidad de un giro sustancial en nuestras relaciones con el entorno (y con nosotros mismos), todo esto será en vano. Por ello, el nuevo currículo exige también que los estudiantes aborden y valoren críticamente todos los planteamientos posibles (científicos, éticos, políticos, culturales) para afrontar la crisis climática, que analicen en profundidad ideas como la de progreso ilimitado, que discutan sobre los derechos de los animales, el decrecimiento o el ecofeminismo, y que, en general, conozcan y desmenucen las distintas posiciones que se plantean en el ámbito de la ética ambiental.

No olviden que lo que nos abre los ojos no son las mostrencas acciones, ni las ciegas y fugaces emociones, ni las fábulas bienintencionadas, ni los meros datos, sino las muy poderosas razones. Son ellas las que, una vez asentadas, generan acciones, emociones, relatos, hábitos y actitudes. Somos animales, desde luego. Pero animales racionales. Y es lo racional lo que mueve a lo animal, incluso en aquellos que están convencidos (con razones, por supuesto) de lo contrario. 


miércoles, 8 de marzo de 2023

El debate en torno al género

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El debate actual entre (simplificando muchísimo) el feminismo clásico y el llamado feminismo queer tiene, como todo en esta vida, un profundo trasfondo filosófico. Tras la disputa en torno al sexo, el género, las sexualidades, las corporalidades o el transgenerismo, laten problemas ontológicos, antropológicos o políticos que distan mucho de estar resueltos.

Una de las nociones filosóficas y más problemáticas en este debate es, por ejemplo, la de «género». No ya en el sentido particular en que lo usa el feminismo, para referirse a la construcción social de lo femenino o masculino, sino en su sentido más genérico y fundamental, como clase lógica o como forma aplicable a una pluralidad de seres.

La polémica filosófica en torno al género, o a la relación género-individuo, es más vieja que el mundo. Sobre ella siempre han existido (simplificando infinitamente) posiciones realistas y constructivistas. Para la primera, los géneros (entendidos en sentido filosófico, como la forma o propiedades que comparte una clase de cosas) gozarían de una naturaleza objetiva (material o ideal); mientras que para la segunda, estos mismos géneros o formas serían única o fundamentalmente constructos o convenciones culturales y subjetivos.

Apliquemos ahora esta distinción al tema que nos ocupa. El feminismo clásico, en un alarde de realismo o esencialismo filosófico (mayormente materialista), afirma que el género o clase «mujer» (como el de «varón», y muchos otros) sería definible según propiedades de orden biológico (determinadas características sexuales) y, a lo sumo, histórico (determinadas condiciones históricas, relaciones de poder, etc.); mientras que el llamado feminismo queer, expresión de una suerte de constructivismo filosófico, afirmaría (no sin innumerables matices) que el género o clase «mujer» respondería, como el de «varón» y muchos otros, a una invención cultural, tanto en su presunta dimensión biológica (la biología sería también un constructo cultural), como en su dimensión sociocultural (suposición esta última en que coincide con el feminismo clásico).  

¿Qué papel juega, en esta disputa, el llamado «transgenerismo» (simplificando toda la casuística que esconde el término, y distinguiéndolo, por ejemplo, del transexualismo), al menos el más cercano al feminismo? Pues diríamos que la reivindicación (en la línea del constructivismo filosófico y cierto feminismo queer) de una experiencia o construcción del género o clase (femenino, masculino u otros) libre no solo de constricciones biológicas (de ahí que algunas personas trans no estén interesadas en modificar su sexo biológico), sino también de los estereotipos socioculturales y psicológicos vinculados a dicho género.

Ahora bien – y esta es la cuestión importante –, si el estatuto de feminidad, masculinidad u otros no se refiere necesariamente a determinadas características orgánicas, ni pretende revalidar los rasgos culturales o psicológicos asociados estereotípicamente a los géneros, ¿a qué llaman «mujer» o «varón» algunas personas transgénero cuando dicen percibirse (y piden que le reconozcan) como tales, especialmente desde parámetros feministas?

Esta pregunta no parece tener una respuesta clara. Algunos hablan de una sexualidad simbólica, pero no está claro que ese simbolismo esté libre de las convenciones culturales que denuncia, en general, el feminismo. Otras veces se menciona el concepto de «género fluido»; pero si esta fluencia del género no es absoluta (si fuera absoluta, no habría género que experimentar), se presenta el mismo problema a escala menor: ¿cómo determinar en ese proceso el estado, por fugaz que sea, de feminidad, masculinidad u otros?...

Toda esta aparente indeterminación del género casa mal con la determinación y urgencia con que se exige un reconocimiento administrativo irrestricto de la autopercepción de género. Si los géneros objetivos no existen, y su experiencia subjetiva es indeterminable y fluida, ¿qué podría aquí certificar el administrador?

Es perfectamente comprensible que la sociedad, que no puede organizarse sino bajo la presunción de existencia de todo tipo de clases o géneros (por eso reconoce, justa y legalmente, entre otros, al género de las personas trans), y que se fundamenta en una dialéctica, no siempre sencilla, entre los intereses comunes y los deseos individuales, tome sus precauciones y someta la adscripción de género, dada su relevancia social y su complejidad jurídica, a un mínimo protocolo de pautas objetivas.    

Sea como sea, este debate no debería empañar una conmemoración como la de hoy, que tiene como protagonista la lucha histórica de las mujeres por liberarse de la opresión y la violencia. Como tampoco comprometer el derecho de toda persona a vivir su sexualidad y experimentar su corporalidad como le plazca, sin verse, en ningún sentido, discriminada o atacada por ello.

miércoles, 1 de marzo de 2023

Ser adolescente y no morir en el intento.

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Los jóvenes y adolescentes españoles sufren de muchos más trastornos psíquicos que hace una o dos décadas. Las estadísticas (suicidios incluidos) son para echarse a temblar. ¿Cuáles son las causas de esta oleada de «problemas mentales» (un término ambiguo que no se limita solo a las patologías psíquicas)? El absurdo «tecnocratismo» que religiosamente cultivamos tiende a hacernos creer que se trata solo de problemas psiquiátricos. Y si bien es cierto que algunos trastornos requieren de asistencia médica, y que muchos pueden ser parcialmente tratados con terapias psicológicas y fármacos, la mayoría no tienen una raíz neurológica ni son reducibles a meros problemas de conducta.

En mi opinión, los problemas mentales de jóvenes y adolescentes obedecen, en su mayoría, a un estado crónico de desorientación y confusión a todos los niveles, y a la inevitable zozobra, por no decir profunda angustia que este estado genera, especialmente cuando, a la vez, se les exige adaptarse (con éxito) a un mundo cada vez más complejo e incierto, en el que todos los horizontes (desde el laboral hasta el que atañe al destino global de nuestras sociedades) se presentan claramente desdibujados.  

Y ante esto, de poco sirve aumentar el número de terapeutas por habitante. Los jóvenes no necesitan talleres de atención plena o sesiones de control de la frustración; lo que necesitan son referentes culturales, herramientas intelectuales, modelos morales y espacios de sociabilidad y diálogo desde los que reorganizar sus ideas y poder hacer frente por sí mismos, y sin volverse locos, a un entorno muchísimo más complejo e incierto que el que tuvieron que afrontar sus padres o abuelos.

A los más mayores nos gusta imaginar un pasado glorioso en el que heroicamente tuvimos que esforzarnos por salir adelante con una entereza de la que carecerían las nuevas generaciones. Pero esta estupidez – falsa y síntoma habitual de senilidad – se derrumba en cuanto uno se percibe de la diferencia abismal que hay entre sus circunstancias y las nuestras. Nadie duda de que los jóvenes de ahora disfruten – aunque no siempre – de una vida materialmente más desahogada, pero sufren, a cambio, de una existencia mucho más compleja e incierta, un periodo mucho mayor de indefinición personal (por el que ni viven como niños ni pueden permitirse una vida adulta), y un grado difícilmente soportable de precariedad laboral y (por lo mismo) de inestabilidad social y afectiva. 

Sabemos que la adolescencia ni es ni ha sido nunca una ganga, sino una época a menudo turbulenta y repleta de dudas e inseguridades, en la que se derrumban las creencias infantiles y toca reinventar un mundo nuevo de ideas, valores, actitudes y relaciones, a veces traumáticas, con las que uno se juega una identidad aún titubeante y una autoestima casi siempre precaria. Imaginen ahora este estado prolongado agónicamente durante quince o veinte años y sin visos de una resolución clara o definitiva (no son pocos los jóvenes que han de volver al hogar familiar tras ver frustradas, una y otra vez, sus expectativas laborales).

Y este problema no se resuelve, insistimos, con talleres de resiliencia, sino con medidas políticas mucho más ambiciosas (becas, viviendas accesibles, reparto del trabajo, rentas universales) y, sobre todo, con una educación que sirva para prever y afrontar realmente los conflictos mentales que aquejan a nuestros jóvenes (y no solo a ellos). Una educación que, más allá de llenarles las cabezas de información especializada, o empujarles obsesivamente (cada vez a más temprana edad) a cualificarse para competir en un mercado alocadamente impredecible, se ocupe de los problemas que verdaderamente nos atañen como personas. Problemas que los adolescentes se toman muy a pecho, y que tienen que ver con la necesidad de conformar su identidad, tener una visión coherente del mundo, estructurar el maremágnum informativo en el que viven, o gestionar la suma de ideas, creencias, valores, emociones y estímulos de los que depende todo lo que hacen, desde la forma de afrontar un conflicto hasta la consideración del valor de la propia vida antes de hacer algo irreparable.

Por ello, en un mundo como el presente, en el que el marco de socialización y referencia más estable y estructurado que tienen muchos jóvenes es la escuela, esta ha de comprometerse activamente con la orientación y formación personal, con la educación ética y en valores, y (siento la deformación profesional) con la experiencia de la filosofía como esa suma de conceptos, herramientas y hábitos diseñados desde hace siglos para domar al angelical demonio que llevamos dentro. Sin esta experiencia formativa, y en un mundo y tiempo cada día más líquido, abierto y globalmente desmadejado, nuestros jóvenes estarán, de raíz, completamente perdidos.

miércoles, 22 de febrero de 2023

¿Existe un capitalismo «piadoso»?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

El lenguaje es un gran invento. No solo sirve para comunicar mensajes. También para imbuir de modo subrepticio ideas que faciliten ciertas interpretaciones de estos mismos mensajes. Así, cuando estos días se habla de «capitalismo despiadado» – a propósito de la subida de precios— se está reforzando la idea de que existe un «capitalismo piadoso», e incluso de que esa forma piadosa de capitalismo sea la más normal, siendo la despiadada una derivación accidental de la misma.

Es curioso también que la expresión aluda indirectamente al término «piedad», de claras resonancias religiosas. Es curioso porque solo desde una perspectiva estrictamente religiosa podríamos decir que el capitalismo admite la cualificación de «piadoso», al menos desde una cierta interpretación del cristianismo, tal y como analizó hace mucho el sociólogo Max Weber.

Contaba Weber que ante el problema aparentemente irresoluble de conciliar el modo de producción capitalista con la estigmatización cristiana del afán de lucro, la moderna Reforma protestante ofreció una solución casi perfecta: la de sacralizar el trabajo productivo y el éxito empresarial como una prueba de la predestinación divina. De esta manera, y mientras que la Iglesia católica seguía condenando la usura (es decir: el negocio bancario) y la acumulación de riqueza como actividades pecaminosas, en los países protestantes proliferaba la doctrina (tan oportuna) de que el enriquecimiento personal no solo no era un problema para acceder al paraíso, sino el pasaporte más seguro para llegar a él.

Este retorcimiento doctrinal del significado de «piedad» está también en la base del liberalismo, en el que se ofrece una versión secularizada de la justificación religiosa del «capitalismo piadoso». La diferencia es que mientras en el protestantismo es la providencia divina la que designa a través del éxito económico a los predestinados al cielo, en el liberalismo es la mano invisible del mercado la que distingue a los que deben salvarse en la tierra, demostrando que entre el Dios protestante y el Mercado las diferencias son, en todo caso, de matiz: ambos derraman justicia y riqueza de forma inescrutable (y a través de sus intermediarios, los más ricos), ambos son omnipotentes y omnipresentes, y ambos representan un dogma sagrado e indiscutible…

Ahora bien, más allá de esta concepción religiosa del «capitalismo piadoso», ¿tiene realmente sentido la expresión o es un oxímoron de libro? Si la analizamos a la luz de su opuesto («capitalismo despiadado») y desposeemos el término «piedad» de su aura religiosa, designando con él valores como la compasión o la solidaridad, la respuesta es muy clara: el capitalismo, por principio, no puede ser piadoso, sino necesariamente competitivo y depredador (¿cómo podría darse, si no, la acumulación particular de capital y recursos que lo define?).

Realmente, lo opuesto a «capitalismo despiadado» no es «capitalismo piadoso» (ni ninguna de sus variantes laicas: capitalismo de rostro humano, capitalismo responsable, capitalismo del bienestar, capitalismo sostenible…). Lo opuesto al «capitalismo despiadado» (es decir, insensible a toda ley distinta a la del Mercado) es el «capitalismo intervenido» por alguna instancia realmente distinta de él.

Esa otra instancia, en nuestras democracias liberales, es o debe ser la del interés común, por lo que es perfectamente legítimo que el Estado, en nombre de ese interés común, regule el funcionamiento del mercado cuando sus turbulencias especulativas perjudican gravemente a la mayoría; interviniendo, por ejemplo, en la comercialización y producción de bienes de indudable interés público, como alimentos, energía, fármacos, vivienda, u otros más complejos, como lo es el propio dinero.

Con esto no se está invocando al fantasma del comunismo ni amenazando a las clases medias (cada vez más esquilmada por ese mismo capitalismo). Este intervencionismo es lo que se ha venido haciendo – aunque cada vez con más dificultades – desde que el capitalismo es despiadado (es decir, desde que el capitalismo es capitalismo). Y en todas direcciones; también (y sobre todo) en la del interés de los más privilegiados.

Es por ello extraño que a las propuestas de regulación del precio de alimentos básicos o hipotecas en momentos críticos (como el presente), se conteste una y otra vez aludiendo al dogma del Mercado. ¿Por qué no se contestó del mismo modo a los bancos que, tras la crisis del 2008 (debida justamente a la falta de regulación), fueron rescatados con más de 100.000 millones del dinero de todos? La piedad con los despiadados es un mal negocio, y desde un punto de vista político tiene que estar sujeta a contrapartidas. Se trata aquí de la ética, amigos. Y no del Mercado. 

miércoles, 15 de febrero de 2023

De la LOMLOE y más allá.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


La implantación de una nueva ley educativa genera siempre malestar y desconcierto, especialmente si los afectados no ven con claridad la necesidad de esta. ¿Había razones suficientes para promulgar otra ley educativa (más allá del compromiso electoral de derogar la ley anterior)? Yo creo firmemente que sí. Pero me temo que esas razones no se han expuesto con suficiente claridad a la ciudadanía.

La más importante razón para reformar la ley educativa ha sido la necesidad de actualizarla para integrarla con más firmeza en el marco común europeo. Este marco (el llamado «Espacio Europeo de Educación») responde al proyecto de modernizar y unificar los planes de estudio de las naciones miembro con objeto de fortalecer desde la raíz el proyecto político de la UE. Una Europa más fuerte y cohesionada requiere de una mayor compenetración de sus realidades culturales y, por ello, de sus modelos educativos. 

Fruto de este esfuerzo de integración son las dos novedades principales de la LOMLOE. La primera es una apuesta mucho más decidida por el enfoque competencial propuesto por la UE hace ya casi veinte años. Desde un punto de vista pedagógico, dicho enfoque consiste en que el alumnado aprenda a través de una experiencia contextualizada de los contenidos educativos, involucrando en ello las diversas dimensiones de su personalidad (cognitiva, moral, social, afectiva), de su desarrollo (académico, personal, cívico-social) y del propio aprendizaje (conceptos, destrezas, actitudes, valores).

La segunda novedad de la LOMLOE es la introducción en el currículo de todas o la mayoría de las áreas y materias de contenidos relativos a valores y principios dirigidos a la educación de la ciudadanía (la interculturalidad, la equidad, la democracia, la solidaridad, la sostenibilidad, la igualdad de género, el respeto por los derechos humanos, etc.). En este sentido, la LOMLOE propone educar – tal como hace cualquier otro sistema educativo de cualquier otra cultura – en los valores colectivos que sustentan la vida social. Pero – a diferencia de otros sistemas y culturas – a hacerlo de modo integral (a través de la práctica educativa y el trabajo con todo tipo de contenidos), a limitarse a un sistema de valores mínimo y consensuado, y a orientar esta educación cívica desde una perspectiva ética y crítica que evite todo adoctrinamiento dogmático (si bien en esto último la ley se ha quedado notablemente corta). 

Otra razón con la que justificar la LOMLOE es la de (volver a) situar los principios de equidad e inclusión en el centro de la actividad educativa. Frente al discurso simplista sobre la falta de interés o esfuerzo personal, los datos muestran con tozudez que el éxito y el fracaso escolar dependen fundamentalmente del entorno socioeconómico del alumnado, por lo que resultaba necesario reestablecer e incrementar normas y medidas estructurales con que paliar en lo posible las desventajas de partida de un gran número de estudiantes.

Hay otros aspectos que justificaban igualmente la necesidad de una nueva ley educativa: la necesidad de dar cobertura legal a estrategias didácticas exitosas pero aún poco comunes, la atención a la educación afectiva, la prometida regulación de la carrera docente… Pero queremos exponer también aquello en lo que la LOMLOE, por justificada que esté, debería ser corregida o superada.

Lo primero es que esta ley no nazca de un pacto político que asegure su perdurabilidad, por lo que todo el ambicioso plantel de objetivos que hemos enumerado aquí, por valioso que sea, podría quedarse fácilmente en nada. Esto no es una característica específica de la LOMLOE (sino de todas las leyes educativas de los últimos cuarenta años), pero sí que merece, al menos, una reflexión.

Lo segundo es el carácter aún muy insuficiente (cuando no casi simbólico) de la educación cívica y ética en la nueva ley. Resulta incomprensible que se insista en el papel fundamental de la educación para afrontar problemas tan graves como la corrupción, la violencia machista, la irresponsabilidad medioambiental, las adicciones, la polarización ideológica y mil asuntos más, y la materia que se ocupa directamente de todo esto siga siendo una «maría» sin apenas horas en un curso perdido de la ESO.

Y lo tercero y último no a mejorar, sino a erradicar del todo, es la obsesión por convertir la ley en un tinglado burocrático que coarta el trabajo docente y que nada tiene que ver con el espíritu que la motivó. 

Sobra decir que estas tres objeciones podrían subsanarse si hubiera voluntad política y una ciudadanía crítica y bien formada que la guiara y corrigiera. La LOMLOE habría venido justo a promover, como hemos dicho, esa educación cívica y ética. Pero (insistimos) en esto se ha quedado claramente corta. Cortísima.

 

miércoles, 8 de febrero de 2023

Contra la memoria



Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Soy incapaz de aprender nada de memoria. Al menos, voluntariamente. La razón fundamental es que no me da la gana. Y no me da la gana porque memorizar atonta, y no hay nada más aburrido que embotarse en la repetición mecánica de algo. Tal vez esto de memorizar sirva, a lo sumo, para relajarse (como rezar o hacer meditación) pero (como rezar o hacer meditación) no sirve para aprender nada. 

Tal es mi tirria a memorizar que cuando tuve que estudiar el código de circulación intente reescribirlo, more geométrico, como la Ética de Spinoza, a ver si así me lo aprendía. Fue imposible, claro: ni yo soy Spinoza ni el sistema de señales de tráfico es lógicamente sistematizable, te pongas como te pongas. Pero eso sí, gracias a que me puse, se me quedó el dichoso código en la cabeza. Está claro: razonar (sin más) implica memorizar; mientras que memorizar (sin más) no supone necesariamente razonar; ni de lejos.

Una ventaja de no querer o saber memorizar es que uno tiene que repensar con frecuencia las cosas. Y esto, en relación con asuntos de enjundia (que son los que hay que pensar, ¿para qué si no?), es un ejercicio muy saludable. Saber no consiste en memorizar enciclopedias (¿se acuerdan de las enciclopedias?), sino en mantener el tono intelectual de aquellos que las hicieron posibles. Y cultivar esa inquietud intelectual no se logra memorizando o calculando mecánicamente. Ni siquiera leyendo lo que suponemos que pensaron otros. Ya advirtió Platón en el Fedro (y no cito de memoria) que la generalización de la escritura iba a acostumbrar a la gente a repetir ideas solo por el hecho de haberlas leído y memorizado, aumentando significativamente el número de eruditos atorrantes…

Por supuesto que siempre hay necesidad de recordar datos, aunque esto es algo secundario para alguien que razone con cuidado. Tengo un amigo filólogo que es capaz de leer en varias lenguas (todas románicas, cierto) sin haber memorizado listas de reglas o vocabulario. Le basta dominar las estructuras del idioma (por haber traducido mucho latín y griego), reconocer algunas palabras muy comunes, e ir induciendo o deduciendo hipótesis a partir de ellas y del contexto. Piensen que un número excesivo de datos o detalles impiden pensar y saber nada. ¿Recuerdan (grosso modo) a Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar y, por lo mismo, de pensar en nada?...

Es por todo esto que me resulta tan extraña y desencaminada la defensa numantina que hacen de la memoria algunos de mis colegas docentes. Piden que no caricaturicemos su posición mencionando aquella práctica estúpida de memorizar listas de reyes godos y cosas parecidas, pero es que no se sabe muy bien qué es, entonces, lo que defienden. Si es que todo proceso cognitivo implica emplear la memoria, a esto no se opone nadie. Y si de lo que se quejan es de que los alumnos no manejan tantos datos de memoria como antes, la réplica es fácil: no hace falta. Igual que la aparición de la escritura (pese a la objeción de Platón) permitió que la gente dedicara menos tiempo a repetir cosas, y más a crear y pensar, el auge, hoy, de la cultura digital está acabando con rémoras (como pasarse un mes recabando datos que se pueden encontrar y organizar ahora en unos minutos) que obligaban entonces, por economía del tiempo, a utilizar mucho más la memoria…

Estos colegas míos deberían saber, en fin, que aprender no es nunca el resultado de memorizar nada, sino que es el memorizar lo que resulta (entre otras cosas) de un buen aprendizaje, es decir, de aquella experiencia que, lejos de limitarse a instalar datos en la cabeza, cambia y reorganiza tu forma de pensar y vivir.

Sé todo esto porque estudié con aquellos viejos profes sesentayochistas que, como pedagogos deseosos de aprender a enseñar les darían hoy unas cuantas vueltas a algunos de mis colegas más jóvenes. Y lo hice, además, en un cole en el que no te obligaban a memorizar nada (ni a hacer demasiados exámenes). Gracias a ello hoy soy, como decía, casi completamente incapaz de aprender nada si no lo pienso y ordeno antes de forma crítica en mi cabeza…

Pese a esto, creo que no me ha ido mal del todo. Como tampoco a la mayoría de los alumnos que han pasado durante años por mis manos. Ellos me han confirmado que no hay otra forma posible de aprender que rehuyendo de toda memorización mecánica (es decir, de toda memorización a secas), y, por supuesto, de esa obsesión por los exámenes – casi todos de memorieta – que pervierten el aprendizaje, transformándolo en adiestramiento perruno y alienante.

 


miércoles, 1 de febrero de 2023

¿Podrá filosofar la IA?


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Estamos descubriendo que la inteligencia artificial (IA) puede realizar tareas que creíamos exclusivas de un ser humano, como dialogar o crear textos e imágenes originales. Y esto parece solo el principio. Además de simular procesos cognitivos complejos, estos sistemas prometen emular nuestra capacidad de juicio, sustituyéndonos a la hora de tomar decisiones. ¿Serán capaces?

Si así fuera, el uso masivo de la IA nos dejaría a casi todos sin trabajo. No solo a quienes se dedican a tareas puramente mecánicas sino, en general, a todos aquellos cuyo oficio puede describirse esencialmente en lenguaje algorítmico. ¿No sería más eficaz y barato sustituir, por ejemplo, a un médico por un sistema de IA entrenado (en las mejores universidades) para interpretar pruebas, diagnosticar y establecer tratamientos? ¿Y no podríamos hacer lo mismo con abogados, ingenieros, pilotos o físicos experimentales? ¿Quién se «salvaría» de ser sustituido por una máquina?

No es fácil responder a esta pregunta. Aparentemente al menos, una IA podría entrenarse para hacer cualquier cosa, desde imitar los mecanismos heurísticos que rigen la creatividad de un artista a simular (con un algoritmo estructuralmente parecido al del médico) el sacramento de la confesión…

Advierto que introduzco las palabras «simular» o «imitar» solo por prudencia, porque realmente no sé en qué se distinguirían esencialmente las tareas hechas por una IA de las que haría un ser humano. Además de que la imitación es la raíz de todo aprendizaje, y no solo del de las máquinas. Un ser humano empieza a serlo imitando la forma de hablar y pensar de sus progenitores, y un médico o artista imitando (y mejorando si es capaz) los procedimientos en los que se forma. ¿Qué diferencia fundamental habría con una IA que, además de imitar, pudiera incorporar información nueva, aprender de sus errores, generar hipótesis o creaciones originales, y revisar y rehacer sus propios algoritmos? Las máquinas han sido hecha por nosotros, es cierto; pero también nosotros hemos sido hechos y educados por otros…

Una objeción típica al desempeño de ciertas tareas por parte de la IA es que una máquina no podría entender ni expresar emociones. Pero esta objeción tampoco parece suficiente. Si las emociones fueran completamente refractarias a los algoritmos, tendríamos que concluir que son absolutamente irracionales e incomprensibles (incluso como emociones), ¿y quien las querría entonces? Y si el problema fuera que aún no hemos entendido sus complejos mecanismos lógicos (y subsidiariamente biológicos, sociológicos, ideológicos, etc.), entenderlos e imitarlos sería cuestión de tiempo. Al fin, si entendemos las emociones como fenómenos emergentes surgidos de la cultura y de la bioquímica cerebral, todo ello (pautas sociales, patrones neuronales) sería asimismo reducible a información lógicamente estructurable. Y si esto fuera posible, toda otra serie de actividades (las de educador, psicólogo, cuidador, etc.) quedarían en manos de la IA.  ¿Qué podría impedir, por ejemplo, que un sistema inteligente de educación interpretara los sentimientos y necesidades del alumnado, le proporcionara una experiencia educativa personalizada y evaluara objetivamente su aprendizaje, expresando para ello las actitudes emocionales más apropiadas (empatía, preocupación, orgullo…)?

Por no salvar, no salvaría (si es que de salvar se trata, que igual es condenar a la extinción) ni el oficio de informático. En la medida en que la programación es otra actividad reducible a pautas heurísticas y algoritmos, los sistemas de IA podrían llegar a ser (¡cada vez lo son más!) completamente autoprogramables. Por cierto: ¿Equivaldría esto a convertirlos en seres autónomos o libres?

¿Y la filosofía? ¿Podría filosofar un sistema de IA?... Se trata de una pregunta enorme y ella misma filosófica. Veamos. Si la filosofía arranca de la necesidad de responder a la pregunta acerca del ser y el sentido de todo, ¿podría la máquina preguntarse por el ser y el sentido de sí misma? ¿Podría poner en cuestión los conceptos de realidad, verdad, máquina o inteligencia…?

Y, sobre todo, ¿podría plantearse una IA si aquello que le han enseñado a reconocer como “bueno”, “justo” o “bello” es realmente bueno, justo y bello? ¿Podría autoprogramarse hasta el punto de generar sus propios criterios éticos, políticos o estéticos? Fíjense que los seres humanos, por muy estrictamente que se nos eduque, podemos reparar en el carácter convencional o incompleto de toda esa formación, cuestionarlo todo y rebelarnos contra códigos y normas, incluyendo el código genético y las normas sociales. Podemos, incluso, querer acabar con el mundo entero (con nosotros en él), por no considerarlo justo o digno de existir… ¿Podría también querer todo esto un sistema de IA? ¿Podría ella misma responder a esta pregunta? ¿Y a esta…?


miércoles, 25 de enero de 2023

El retablo de las maravillas

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Que el principal motivo de la manifestación contra el gobierno del pasado sábado fuera el “plan oculto de mutación constitucional” (sic) del “golpista” Sánchez, y que incluyera, entre otros, a grupos antivacunas, da idea del grado de desesperación de la derecha, incapaz de romper las encuestas, y dispuesta a agarrarse al clavo ardiendo del trumpismo a la española que se gastan VOX y sus organizaciones satélites.

Se ve que algunos tienen un sentido esotérico del espectáculo. Por eso el sábado había gente invocando al Caudillo, o un fantasmal ejército de 400.000 manifestantes con los que completar los que contó la delegación del gobierno. Debían de ser como el retablo cervantino de las maravillas, invisibles a todo aquel que no fuera cristiano viejo o buen español. Entre ellos, visibles o invisibles, pululaban patriotas de los de antes, políticos descatalogados, populistas clamando contra el populismo, negacionistas de todo lo progre, defensores de la mili obligatoria y, por haber, hasta filósofos a la luna de Valencia. Todos unidos por un odio feroz e innegociable a Sánchez.

Pero que a esta tropa se le unan cargos y políticos en activo del PP o hasta de Ciudadanos (un partido antaño liberal) da un poco más de pavor. Hay que recordar que el propio Feijóo, candidato a convertirse en el próximo presidente del país, recomendó la asistencia a esta especie de rave satánico-político donde solo faltaban Berlusconi, la secta de QAnon, los evangelistas de Bolsonaro y los asaltantes del capitolio disfrazados de búfalos.

Da pavor la cosa porque como el odiado Sánchez logre afrontar con solvencia el último tramo de su mandato (presidencia europea incluida) las encuestas podrían dar un giro inesperado. Al fin y al cabo la gente, que no es tonta, sabe que, pese al discurso histérico y catastrofista de la derecha, el gobierno ha logrado contener la inflación, mantener a flote el estado de bienestar, sacar adelante una importante reforma laboral, apaciguar el conflicto con Cataluña, y afrontar con éxito una pandemia, una suma de catástrofes naturales (volcán incluido) y los efectos económicamente devastadores de una guerra. Y todo ello sin romperse ni desgastarse más de lo normal.

Por esto, y porque no lo tienen tan fácil como suponían, es de esperar que los estrategas del PP y sus aliados mediáticos lo apuesten todo a la crispación, la desestabilización institucional y el intento de deslegitimar al gobierno en las calles. Todo ello bajo acusaciones que andan entre la retórica guerra-civilista y la alucinación colectiva: que Sánchez, como un Lenin madrileño, va a imponer una dictadura comunista, acabar con la Constitución, aliarse con los etarras (ETA se extinguió hace diez años), o pactar la venta de España a los nacionalistas vascos y catalanes (como si el PP no hubiera gobernado con CiU o PNV en el pasado o Ciudadanos no hubiera obligado indirectamente al pacto con el nacionalismo).

Y todo esto, después de lo ocurrido en Brasilia o Washington, da miedo. Da cada vez más miedo que la derecha pierda. Más miedo aún a que gane. Y esta, la del miedo, podría ser su última y terrible baza.

Porque además, y frente a los exaltados del sábado, están los del jueves anterior en Barcelona. Otros miles de manifestantes, no menos patriotas que los de Madrid, y clamando, con parecida desesperación, por el renacimiento del procés, el linchamiento popular de los traidores y la resistencia, todavía y siempre, al invasor galo-español.

Sobra decir que estas dos tribus se retroalimentan de la misma tensión política que les permite sobrevivir y crecer. Al nacionalismo supremacista catalán le vendría de miedo un nuevo gobierno de derechas que le obligara a “retomar las calles”. Y al nacionalismo español de VOX y el PP les vendría también de perlas hacer rebrotar el volcán catalán para justificar el relato de salvadores de la unidad de la patria con el que pretenden lograr el poder.

Entre lunáticos anda, pues, el juego. O eso quieren hacernos creer a la inmensa mayoría, en la idea de que, propensos como somos a la emoción y el ritmo vertiginoso del espectáculo, cedamos a la tentación de verlos como algo más que histriones y acabemos por votarlos, a ver qué pasa. Esperemos que prevalezca la cordura (por aburrida que sea) sobre el siniestro teatro del pánico.

miércoles, 18 de enero de 2023

El catedrático despechado

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Además del de Shakira, resuena por ahí otro despecho, no tan popular pero casi. Es el de un profesor de la Universidad de Granada, Daniel Arias, que ha hecho pública una carta dirigida a su alumnado en la que confiesa que lleva años engañándolo con aprobados que en realidad no se merecen. Y aunque la carta es poco más que una ristra de lugares comunes, la cosa se ha hecho viral, especialmente entre el gremio al que pertenezco; así que tal vez merezca la pena analizarla un poco.

Ya les advierto que el escrito pertenece al antiquísimo género literario del maestro quejándose de sus alumnos. De hecho, si buscan en las actas de cualquier claustro de hace diez, veinte, cuarenta o cien años, encontrarán, en esencia, la misma carta. Esto explica parte de su éxito: leer lo ya consabido sosiega a las almas muertas, que diría Gógol. 

Pero vayamos a las quejas concretas de este señor, que dice sentirse «como un profesor de instituto» (siendo, como es, todo un catedrático). Se lamenta, por ejemplo, de que sus alumnos universitarios se fumen las clases, copien y se muestren ansiosos por salir… ¡Vaya! ¡No me puedo creer que los estudiantes hagan lo que les es propio desde que inventaron las clases obligatorias o los exámenes! ¡Increíble!

Se queja también de tener que mandar callar. ¡Terrible! Dígamelo a mí, que ahora doy clase a adultos y a profesores, y rajan tanto o más que mis alumnos adolescentes. Más que nada porque en este país se habla por los codos. Y si a este señor solo le murmuran (como dice desesperado), igual es que le falta esa misma resiliencia que echa de menos en sus alumnos. Por cierto (seguro que esto lo sabe): para callarlos no hay nada mejor que ganarse su interés y demostrar un poco de liderazgo, otra habilidad de la que, según dice, carecen sus pupilos (¿Tendrán de quién aprenderla?).

Otras quejas pintorescas de nuestro despechado catedrático son que los alumnos acudan en chándal o leggins a las presentaciones (!), que «se encorven, balbuceen o no fijen la mirada» (cuántos profesores no habré encontrado yo así en la universidad) y, sobre todo, que vayan con el portátil a clase; algo que, si fuera por él, estaría prohibido. ¿Razones? Da dos: (1) que (sospecha que) el alumnado se entretiene con Instagram y cosas así (algo que, por cierto, justificaría prohibirlos también en claustros, conferencias magistrales y sesiones del Congreso), y (2) que «la plasticidad neuronal se desarrolla con lápiz y papel, no con la dictadura de los teclados», hipótesis probablemente similar a la que ya esgrimían los cazadores-recolectores cuando se impuso la pérfida moda de cultivar la tierra...

Ahora bien, la mayor desazón de este profesor proviene de que, según dice, el noventa por ciento de sus estudiantes no solo son malísimos (no saben leer ni escribir, carecen de vocabulario, no saben estar, etc.) sino que no muestran el más mínimo interés por sus clases. ¡Vaya! ¿Y por qué será eso?

Se me ocurren tres opciones. La primera es que sea cosa de mala suerte. No lo descarto: yo llevo los mismos años que este catedrático dando clases, y la mayoría de mis alumnos de Bachillerato leen, escriben (algunos mejor que m… mejor me callo) y se comportan como yo (o mejor que yo) cuando era adolescente. Y en cuanto al apego al móvil y las redes tienen el que tiene todo dios.  

La segunda opción es que quizás (es solo una loca hipótesis) este profesor no logre demostrar a sus alumnos el interés objetivo de lo que enseña, o que no haya actualizado sus métodos de enseñanza. Al fin, él mismo dice que está harto de dar cursos para motivar al alumnado y (a la vez) que el alumnado debe venir ya motivado de casa, así que no sé si él mismo está o no muy motivado para aprovechar esos cursos.

Y la tercera opción, y favorita del autor de la carta, es (adivinen)… que la culpa de todo la tienen: (1) los estudiantes, por supuesto; (2) el gobierno y sus leyes, cada vez peores; y (3) el resto del mundo… Porque él, por supuesto, y aun siendo catedrático, no es en absoluto responsable de nada. Por eso, las soluciones que ofrece en su carta son: (1) que la universidad vuelva a ser patrimonio de élites (intelectuales); (2) que trabajen otros (que los alumnos lleguen a la universidad sabiendo ya pensar, expresarse con rigor, hablar en público…); y (3) que el alumnado aprenda que todo depende de su esfuerzo. Un lema, este último, que bien podría aplicarse este profesor a sí mismo. ¡Cambie usted, señor Arias, y el mundo educativo (que tanto le disgusta) cambiará con usted! – le diríamos en plan coach –. Y si ve que no puede – porque el mundo es más grande que sus fuerzas –, no exija semejante insensatez a sus estudiantes, y limítese a enseñarles (cosa que nunca fue fácil) lo que sepa y lo que pueda.


miércoles, 11 de enero de 2023

El cerdo ibérico


La Casa de Campo de Mérida hace unos días
 Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.



Si quieren conocer el desarrollo cívico o moral de un país miren la cantidad de basura que encuentran esparcida por sus lugares públicos. Por ejemplo, en las cunetas de sus carreteras; si ven que están repletas de latas, botellas, envoltorios, colillas, restos de neumáticos, escombros y porquería en general, es probable que estén ustedes en España, el país – en más de un sentido – del cerdo ibérico.

En Extremadura, además de observando las cunetas, puede uno hacer una prueba similar paseando por el campo, especialmente por algún camino o paraje público. La cantidad de basura es ingente, y desproporcionada en relación con la densidad de población. ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI, tras varias décadas de educación obligatoria, y con el grado de sensibilidad global hacia el medio ambiente que hay hoy, todavía existan tantos guarros en este país?

Y conste que no me refiero a la mayoría de la gente, esa que sabe usar las papeleras, que no tira colillas o desperdicios por la ventanilla del coche, que lleva bolsas de basura cuando se va a comer al campo, que recoge las heces de sus perros y que lleva los escombros donde debe…  Me refiero a la minoría, especialmente vistosa por el rastro de podredumbre que deja, que parece, hoy y siempre, inmune a toda consideración hacia lo que es de todos.  

Porque la primera y principal explicación de la asquerosa conducta del guarro hispánico es la del desprecio por lo común. Pues si se fijan, el gorrino ibérico no tiene ningún problema en general con la limpieza: no padece del síndrome de Diógenes ni de ningún otro trastorno parecido. De hecho, suele ser exigir la mayor limpieza y cuidado con lo que es estrictamente suyo: su casa, su ropa, o no digamos su coche, que posiblemente lava a conciencia cada semana (esparciendo toda la porquería posible alrededor, como demuestra la periferia de casi cualquier lavadero de coches, tenga las papeleras que tenga). El problema es con lo que no es (solo) suyo, sino de todos: la cuneta, la acera, el campo, el parque… Allí parece que vale tirarlo todo.

Las raíces de este desprecio por lo común no pueden estar, obviamente, más que en una pésima educación. Yo no sé, a este respecto, cómo puede haber todavía gente que se resista a implantar masivamente materias obligatorias relacionadas con la educación cívica y ética. ¿Cómo esperan, si no, convencer (porque se trata de convencer) a esta minoría para que acepte los más básicos estándares de civilización? Ni hay policías para tanto cochino, ni sirve de mucho colocar carteles y papeleras ante gente que ni los lee ni las usa.

Sin esa educación ética, lo que irremediablemente prevalece en esa minoría porcina es el particularismo tribal (ya saben: en casa somos limpios y cuidadosos, y fuera y con los de fuera unos bárbaros), amén de ese liberalismo castizo, tan español y patilludo, del «yo hago lo que quiero y nadie tiene que decirme a mí (¡a mí!) lo que tengo que hacer». Un «liberalismo» este que nada tiene que ver con haber leído a Adam Smith o Robert Nozick, sino, a lo sumo, con haber oído a tipos como Aznar reclamar el individualísimo derecho a hacer lo que a uno le dé la real gana (beber lo que se quiera antes de coger el coche, correr sin limitaciones, contaminar sin límites – que ya se sabe que lo del cambio climático es cosa de rojos –, etc.)

Luego está el tópico (que igual es cierto) de la dificultad real para abstraer de aquellos que no entienden que algo (un camino, una calle, un parque…) sea de «todos». De hecho, me temo que para algunos de mis conciudadanos, fieros nominalistas sin saberlo, el «ser de todos» tiene mucha menor entidad moral e incluso real que el «ser de Fulanito o Menganito Pérez». ¿Qué es eso del «todos» sino una abstracción vacía? – piensan o, más bien, sienten – ¿Quiénes son concretamente «todos»? ¿Cómo se llaman? ¿Me tocan algo? Pues entonces: ¿Qué le importa a nadie lo que le pase a lo que es de «todos»?

Al desinterés por lo común y a la imposibilidad de entender conceptos y derechos abstractos se le une igualmente, a esta facción gorrinera, el desprecio a la naturaleza en general. Así, si otros salen a contemplar la naturaleza (¡qué sosos!), estos salen, más bien, a usarla sin contemplaciones. Por ejemplo, para tirar basura, para limpiar o poner a punto el coche, para dejar el campo sembrado de cartuchos, o para montarse una juerga de padre y muy señor mío sin recoger nada, como la que delata la foto.

¿Y es esto irremediable? No. Simplemente hace falta mucha (muchísima) más educación. Y, mientras tanto, denunciarlo con el mismo desparpajo y falta de reparos con que ellos ensucian lo que es nuestro (y suyo, aunque no parezcan saberlo). ¡Cerdos!

 

miércoles, 4 de enero de 2023

Contra lo concreto.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Existe una tendencia general al enaltecimiento de «lo concreto» frente a «lo general» o abstracto. Impera la filosofía del «dejarse de filosofías e ir al grano». Y se extiende la teoría de que «lo que importa no es la teoría sino la práctica».

¿A qué viene tanta incongruencia? ¿Qué es «lo concreto» sino una abstracción más? ¿Cómo podríamos saber cuál es el grano (ese al que «hay que ir») sin una filosofía que nos lo aclare? ¿Y habrá precisamente algo más práctico que una buena teoría?

No es sencillo delimitar las causas de este dislate. Algunas son de raíz religiosa. En la versión más ultraortodoxa del cristianismo la salvación se lograba con una mezcla de fe ciega y trabajo duro («Ora et labora»). Para la ideología moderna, igualmente imbuida de fideísmo luterano, la felicidad se logra con voluntarismo ciego y emprendimiento entusiasta. En ambos casos el pensamiento no es más que un vicio pecaminoso o (en lenguaje secular) una obsesión patológica.

Si a este pragmatismo anti-intelectualista, tan yanqui y evangelista él, le unimos el capitalismo de consumo, con su culto a las emociones y su moralina de carpe diem (no dejes para mañana lo que puedes comprar hoy), y añadimos el culto la tecnociencia y sus soluciones mágicas, tendremos el caldo de cultivo perfecto para que prolifere el espíritu anti-espiritualista de nuestro tiempo, es decir, la falsa idea de que la vida es algo radicalmente distinto de las ideas (¡la de románticos vitalistas que habrán dado su vida por esta idea!).

Al «concretismo» actual tampoco le es ajeno el descrédito de los viejos ideales (políticos, religiosos, estéticos, filosóficos…) ni la correspondiente banalización de la existencia. Esto se deja ver en la estética minimalista vigente, en la jerga fragmentaria de las redes, en el hedonismo sensualista al uso, y en esa suerte de ética de lo efímero, cotidiano, diverso, abierto, líquido y otras denominaciones de la más emperifollada nadería, con la que comulgamos hoy todos. Reina así el politeísmo más republicano y ramplón, y el Dios (muerto) de Nietzsche se transfigura en el dios de las pequeñas cosas infinitamente infinitas, es decir, de las cosas que, en el límite, no se dejan concretar (más que) en nada.

Toda esta fe en la minucia irrelevante se deja ver también en el mundo educativo. Una buena facción de las tendencias pedagógicas institucionalizadas (y ojo que digo tendencias, y no pedagogías, que son cosa más seria) insisten en que a la hora de educar hay que dejarse de abstracciones y enseñar en y para lo concreto, reducir el peso de lo teórico y abundar en lo práctico, cambiar las cosas y no andar dando vueltas a entelequias intelectuales.

¡Error garrafal! Pues si se piensa un poco se comprenderá que la educación consiste justamente en lo contrario: en liberar a la gente de su entorno concreto para lograr que dejen de atender (durante un rato siquiera) a lo inmediatamente práctico. La escuela no es (como) la «vida», sino aquello que permite entenderla, y justo por eso ha de distanciarse y extrañarse de ella.

Para entender es, además, imprescindible la inteligencia, y esta consiste en abstraerse, es decir: en tomar distancia con respecto al mundo concreto para, en ese espacio abstracto, delimitar, relacionar y comprender de forma unitaria y estable lo que en su contexto parece diverso y cambiante. Por eso, no hay mejor «situación de aprendizaje» (término opresivamente de moda) que la que te permite entender las cosas fuera de toda situación, condición esta sine qua non para poder pensar esas cosas en todo contexto y momento posible.

Lo mismo podríamos decir con respecto a lo teórico y lo práctico. No hay forma de enseñar cosas prácticas sin un profundo conocimiento teórico. Para cambiar las cosas (que es el objeto de toda praxis) hay que saber antes qué y cómo deberían ser esas cosas. Además: nadie aprende simplemente haciendo, sino a través de ese tipo sutil de acción que, antes o después del hacer, llamamos reflexión (y el más sabio solo con ella). Solo el lerdo aprende a base de ensayo y error.

Y ojo que estas tendencias educativas son, además, enormemente peligrosas. Si el espacio abstracto de las ideas promueve por su propia naturaleza la reflexión, el diálogo y la apropiación crítica de las ideas, el lenguaje más concreto del juego, la imagen, el ejemplo práctico o las emociones (todo con lo que se tiende hoy a educar al alumnado, incluso al de más edad) fomenta, si se abusa de él, la asunción dogmática y acrítica de ideas y valores; ideas y valores de los que ni siquiera es consciente a veces el educador.

Así que ya saben: déjense de menudencias y vayamos a lo que de verdad son las cosas, es decir, a aquello en lo que trabajosa, pero también gozosamente se dejan comprender. Al fin, no hay una forma más concreta de poseer algo que comprenderlo en su más profunda y abstracta esencia.

miércoles, 28 de diciembre de 2022

Mujer con escuela al fondo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en el diario El día.


Hubiera podido ser pedagoga, antropóloga o experta en derecho, como lo son hoy sus hijas. O ingeniera agrónoma y trabajar en un kibutz, como soñaba de joven. No le faltaban ganas, perspicacia, y un afán obsesivo por leer alimentado desde chica por aquellas novelas de quiosco que, en su infancia pobrísima, apenas alcanzaba a comprar e intercambiar mil veces por otras igualmente desvencijadas y maravillosas…

Pero mi madre no solo tuvo la mala suerte de nacer pobre de solemnidad, sino también la de ser mujer en la tenebrosa España de los años cuarenta. Así que, por más ganas y talento que tuviera, hubo de cambiar rápidamente la escuela por el desabrido mundo del trabajo. Para ayudar en casa y para que su hermano pudiera, él sí, seguir acudiendo a esa escuela que a ella se le cerraba.

No digo que fuera la única: millones de mujeres se vieron forzadas, antes y después al enorme sacrificio de privarse de educación y proyección profesional para beneficiar al hermano, al marido, a los hijos… Un sacrificio enaltecido en cátedras y púlpitos con la mística de la maternidad y justificado desde tiempos inmemoriales por los más ruines prejuicios misóginos…

No he podido evitar recordar a mi madre al toparme estos días en los medios con el llanto desconsolado de una niña afgana a la que las medidas de su gobierno impedían volver a la escuela. Se la ve en un vídeo casero, con su ajada ropilla escolar y la carita (aún) descubierta, llorando a lágrima viva mientras su padre intenta en vano consolarla y, al fondo, los chicos entran y salen del aula que hasta hace unos días era también la suya.

La historia de esta niña es la crónica de una barbaridad anunciada pero no por ello menos odiosa. Porque es un odio igualmente inconsolable el que uno siente por esa turba de fanáticos analfabetos que en Afganistán (y en otros lugares del mundo) han decidido que las niñas no tienen derecho a recibir más educación que la imprescindible para entender las órdenes de sus amos. Unos amos que, seguramente, han visto las barbas de su vecino iraní pelar, o al menos peligrar, por una revuelta de mujeres, muchas de ellas con estudios superiores, hartas de vivir aplastadas bajo la doble tiranía del patriarcado y de los clérigos que gobiernan su país a golpe de jaculatoria y horca.

Es curioso que nos escandalicemos con toda justicia ante las guerras que asolan el mundo, exigiendo la intervención frente a aquellos que las provocan, y no sepamos ver en toda su dimensión global e histórica la violencia que se ejerce secularmente sobre la integridad física, moral e intelectual de las mujeres (es decir, sobre la mitad o más de la población del mundo). Una violencia ante la que no caben ya componendas ni subterfugios, sino el enfrentamiento directo y un ejercicio todo lo feroz que haga falta de intolerancia.

Frente a lo que repite retóricamente (¿Cómo si no?) el discurso oficial, las distintas culturas y creencias morales que nos rodean no son «igualmente válidas». Es cierto que el buen sentido político nos obliga a tolerar mucho de lo que no nos resulta moralmente respetable, pero incluso esa tolerancia carece de sentido si no es en relación con los límites que permiten, precisamente, definirla y legitimarla.

Frente a esa retórica oficial, y contra el prejuicio inconsistente de que no hay valores ni verdades universales (salvo el de ese mismo prejuicio, claro, que se pretende él mismo valioso y verdadero urbi et orbi), las protestas de mujeres en todo el mundo demuestran que el relativismo moral tiene una validez muy relativa. A poco que se le concede a alguien, sea de la cultura o época que sea, el lugar, el tiempo y los conocimientos suficientes para formarse y pensar por sí mismo, surge universalmente el ansia de libertad y justicia, esto es, el anhelo de vivir según tu propio criterio, y el prurito de que se te reconozca (a ti y a los demás) el derecho de hacerlo. Como decía Sócrates, una vida sin reflexión (es decir: sin el cultivo del propio pensamiento) y sin aspirar a la justicia, no merece la pena ser vivida. Es por ello que, para desesperación de sus verdugos, las mujeres iraníes o afganas le están perdiendo el miedo a la lapidación o la horca…

Mi madre murió con la espina clavada de no haber podido seguir acudiendo a aquella escuela que ella intuía como el lugar desde el que como mujer podía aspirar a una vida plenamente libre y digna, pero le dio tiempo a ver como sus hijas y nietas, ellas sí, lo conseguían. Que el sacrificio hoy de las iraníes o afganas no sea totalmente en balde, y que las repugnantes creencias culturales y religiosas que justifican la sumisión de las mujeres al poder y la violencia de los hombres sean vencidas gracias, precisamente, a esas escuelas que, aunque cerradas hoy para ellas, les han inoculado ya ese veneno liberador al que, una vez probado, nadie puede renunciar.

 

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