miércoles, 24 de abril de 2024

¿Y si no quiero vivir de forma saludable?

 

C. Monet leyendo y fumando en pipa (Renoir 1872)

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Gran Bretaña es el primer país que, más allá de informar de lo malo (para la salud) que es fumar, prohibirá completa y gradualmente la venta de tabaco a partir de 2027. A las escasas protestas frente a esta medida (probablemente celebrada por mafias y traficantes) el gobierno británico replica que, dado que los fumadores no son dueños de su voluntad, lo mejor es que el Estado les impida hacer lo que no son capaces de evitar por sí solos.

El argumento es terrible. Implica que los ciudadanos son incapaces de decidir libremente sobre su salud y que, por ello, hay que protegerlos de sí mismos privándoles de esa misma libertad. Es el mismo razonamiento que se hace con los niños y los locos, pero aplicado a toda la ciudadanía (a los fumadores y a los que podrían elegir serlo). A este paternalismo humillante se añade el dogma moral que antepone la salud a cualquier otro valor, como el placer o la libertad misma. Que un individuo elija correr el riesgo de vivir menos por mor de vivir como él entiende que es mejor es un anatema. Y de nada sirve que se fume solo, sin perjudicar a nadie, o que se pague una fortuna en impuestos (el 80% o 90% del precio de cada cigarrillo) para costear futuros y probables gastos sanitarios; da igual: el gobierno nos obliga a morir puros, sin vicios y sanos como robles. 

Y cuidado que si tragamos con esto no habrá nada que objetar a futuras prohibiciones en nombre de nuestra salud o seguridad. ¿Cuál será la próxima: la del alcohol, el juego, la promiscuidad sexual… todos ellos vicios adictivos (de buenos que son a quienes le gustan) y poco «saludables»?

Yo, si fuera uno de estos nuevos monjes inquisidores, muchos de ellos expertos en salud (pero ignorantes en ética), iría pensando en envolver con advertencias y fotos dantescas – destinadas a asustarnos como a niños – no solo los paquetes de tabaco, sino también los botellines, los décimos de lotería o los condones. Y ya puestos, también los móviles, los coches, los contratos de trabajo, los televisores, las tarjetas de crédito o las crampones de alpinista… ¿O es que Internet, los accidentes de tráfico, el estrés laboral, la teletienda o los deportes de riesgo no son también adictivos y/o peligrosos para nuestra salud?

Kant, el filósofo cuyo tricentenario celebramos este año, pensaba que la peor y más peligrosa adicción era dejar – por cobardía, gregarismo y pereza – que otros pensaran y decidieran por nosotros. Claro que Kant – uno de los padres de la ética y la idea moderna de libertad – era un pertinaz fumador de pipa. ¿Qué iba a saber él de lo que de verdad conviene a las personas?

miércoles, 17 de abril de 2024

El arma poética

 

Una versión de este artículo fue publicada por el autor en El Periódico Extremadura. 


La poesía siempre ha sido tremendamente útil. No sé si como arma cargada de futuro, que decía Celaya, o como instrumento para cargar de futuro a las armas, como se muestra en la antología de poemas que, según el diario hebreo Haaretz, han publicado las Fuerzas Armadas israelíes para motivar a la tropa, insuflándoles poéticamente deseos de venganza y justicia bíblica.

¿Es censurable que se utilice la poesía para legitimar la guerra o el fanatismo religioso? Antes de responder a la ligera conviene recordar que la poesía occidental se gestó en torno a las gestas bélicas de aqueos y troyanos; y que el fragor de las batallas, muchas religiosas, o la glorificación de guerreros y mártires, han sido tema universal de versos, pinturas, sinfonías u obras teatrales.

De hecho, podríamos decir que el orbe estético en general – y no solo la poesía – nace, crece y se desarrolla como instrumento de dominación al servicio de los protagonistas y beneficiarios de las guerras (sacerdotes, reyes, oligarcas…). Al fin, el arte ha sido casi siempre un rito político o litúrgico, un oficio cortesano, un negociado de la Iglesia o el Estado al servicio de la ideología dominante (o de una entretenida y catártica inversión ficticia de la misma para recreo programado de quienes la sufren). 

¿Y hoy? ¿Sigue siendo la poesía un arma de alienación masiva? Ni lo duden. Y no solo por el caso comentado del ejército israelí, que no es excepcional: no hay cuerpo armado que no tenga sus himnos y rimas enervantes para mejor matar y morir; y cuenta Ernst Jünger que durante la I y II Guerra Mundial todos los soldados alemanes llevaban en el macuto una antología de Hölderlin... Al fin, la ficción estética sigue siendo el modo más seductor para convencer y conformar -- y también, que duda cabe, para «liberar» de ese modo vicario y ficticio que tanto gusta a los poderosos y a los que no tenemos fe suficiente en el mundo terrenal --.

Cierto que la verdadera poesía, la que conserva su función política y social, ya no suele construirse con hexámetros o endecasílabos, sino con las imágenes, ritmos, recursos y efectos del universo audiovisual. Pero es lo mismo: sea en la voz del rapsoda, grabada en tinta o proyectada en una pantalla en forma de serie, videoclip, perorata de influencer u homilía de estrella mediática, el efecto conformador es fundamentalmente idéntico.

Y desengañémonos: no hay una poesía – ni un arte – efectivamente inconformista, ni dentro ni fuera de los medios. «Fuera», porque allí nada existe; tampoco esa poesía libresca y onanista, marca de prestigio para los vástagos sensibles de la burguesía, y que ya nadie lee. Y «dentro», porque, como decíamos, todo estética de la subversión es mera subversión estética, destinada, como todo en arte, a producir ilusiones, incluyendo aquella por la que los más entusiastas creemos romper el espejo de la cuarta pared y remover durante más de un imaginario instante los cimientos ocultos del escenario.

miércoles, 10 de abril de 2024

¡Hay que usar el coche!

Una versión de este artículo fue originalmente publicada por el autor en El Periódico Extremadura.


 Ten
ía programada desde hacía meses una visita a Granada. No por placer, aunque la ciudad bien lo merece, sino para participar en un curso. Como la institución que me invitaba me rogó que no fuera en coche, y uno anda concienciado con lo del cambio climático, me empeñe en ir en tren, así que compré los billetes con toda la antelación posible (que no es mucha) y me resigné a pasarme el día en un vagón (el viaje desde Mérida dura unas siete horas, casi el doble que en automóvil) …

El camino a través de Tierra de barros y la Campiña no estuvo mal. Las ventanas, pese a la suciedad, dejaban ver un paisaje rutilante y florido, y el tren, aun vetusto y ruidoso, corría sobre los rieles. Hasta que tuvo que pararse de golpe en la estación de El Pedroso. Según se nos dijo, el mercancías que venía en sentido contrario apenas podía avanzar debido a que la lluvia había mojado los raíles y las ruedas resbalaban (¡), hasta el punto de que el maquinista tenía que bajarse a echar tierra para facilitar el agarre (sic). Suena a película cómica de principios del siglo pasado, pero era la cruda realidad: ochenta minutos de retraso, cinco horas para llegar a Sevilla en un tren, además, sin cafetería ni máquina dispensadora (que, como es habitual, no funcionaba). 

Por descontado, al llegar a Sevilla el tren que, según mi billete, habría de llevarme a Granada se había esfumado sin esperarme. Reclamé en una atestada oficina y la única solución que me dieron era trasladarme a Málaga y desde allí llegar, con dos horas más de retraso, a Granada. No sé cómo describir el desopilante diálogo con el empleado que me atendió: él asegurándome complacido que la compañía me aseguraba llegar sí o sí a Granada, y yo repitiéndole ojiplático que mi objetivo no era llegar algún día a Granada (cosa que, creo que ya he dicho, la ciudad bien merece) sino solo estar allí antes de que desesperasen o muriesen las personas que me esperaban. Sin nada que echarme al coleto tuve que correr, pues, para coger el tren a Málaga, engullir allí un sándwich plastificado y esperar para tomar el tren definitivo a la ciudad de la Alhambra; tren que llegó, por cierto, con otros cuarenta minutos de retraso, algo habitual, según me decían con la paciencia metida en el alma algunos de los pasajeros que lo tomaban a diario…

No sé qué les ha parecido la odisea, pero si Ulises hubiera tenido que volver de Troya con RENFE dudo que hubiera llegado a Ítaca todavía. ¡Qué les voy a decir que no sepan! Si persisten como yo en usar el tren para, por ejemplo, ir a la capital del reino, verán que el más rápido y madrugador te deja allí al mediodía, lo que impide casi cualquier actividad laboral; y eso en el caso, no del todo corriente, de que no pase nada por el camino. Les confirmaría que, para más inri, la política de abonos a viajeros frecuentes excluye a los extremeños que viajamos en trenes a larga distancia, pero la página web de RENFE está, como tantas veces, «temporalmente no disponible», incluso en las propias estaciones (en la de Mérida ya he intentado en dos ocasiones, tras la cola de costumbre, y sin éxito alguno – «el sistema no funciona» –, que atiendan mi reclamación).

¿No es terrible que un servicio tan representativo de la solvencia de un país como es su red nacional de ferrocarriles funcione tan increíble y rematadamente mal, sin que a nadie parezca importarle un higo? ¿Cómo es que no se habla de algo tan esencial para la vida cotidiana de tanta gente, para la supervivencia de comarcas enteras o para afrontar la crisis climática? Hoy mismo se anunciaba que la llegada del AVE a Extremadura se retrasa por vigésimo quinta vez (no es broma, porque ya no da ni risa), ahora a 2032. ¿Qué interés, lobby o extraña conspiración diabólica hay contra este y otros servicios públicos en este país en general, y en esta región en particular?  

No es extraño que seamos la Comunidad con más usuarios de BlaBlaCar. No porque seamos más extrovertidos y nos encante compartir coche con extraños, sino porque no tenemos más narices que hacerlo. Nuestra región sigue comparativamente tan mal comunicada y aislada como hace siglos. No hay ni trenes, ni buses ni mucho menos aviones para llegar a una hora decente casi a ningún lugar. Intentar trabajar fuera sin abandonar la región es un suplicio. Y venir aquí a hacerlo puntualmente es para pensárselo.

Así que sí, por más que nos pese los extremeños tenemos que coger el coche para todo y contribuir, sin quererlo, al incremento de las emisiones de CO2. Situación de la que no nos librará ningún portento (y gigantesco negocio) tecnológico, como el coche eléctrico (caro, insostenible, y necesitado de una infraestructura que ni existe ni se la espera), sino una apuesta sólida y bien planificada por el transporte público. ¡A ver si logramos que la mejor infraestructura de comunicaciones de Extremadura no sea, definitiva y vergonzosamente… el BlaBlaCar!

 

miércoles, 3 de abril de 2024

Profesores que cuentan

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
 

Si me pidieran que diseñara una prueba definitiva para certificar la competencia de un profesor o profesora, creo que sería esta: le pondría delante de un grupo de alumnos de la ESO, todos con el móvil en la mano, y le pediría que les contara una historia. Nada más que eso: una historia cualquiera relacionada con su área de conocimientos. Si lograra que los alumnos se olvidaran del móvil y se metieran en la narración, escuchando y participando de ella, estaría contratado. No haría falta más. La competencia científica se le supondría (nadie puede contar una buena historia sin saber de lo que habla), y todo lo demás, si hiciera falta, se aprendería después

¿Les parece una prueba imposible? Pues no lo es en absoluto. No hay público más dispuesto a dejarse seducir por una buena historia que un niño o adolescente. Es lo que buscan también en las demonizadas pantallas: historias; historias cortas como las de Tik-Tok y largas, como en los juegos de rol, o como las de esos videos en los que un youtuber cuenta su vida o narra durante horas lo que sucede en un juego tal como si un poeta épico narrara una batalla. Como todo el mundo, los chicos saben casi sin saberlo que el más insignificante concepto vale más que mil imágenes, y solo acuden a estas (¡y bien mezcladas con palabras!) cuando no otean nada digno de narrar o de ser oído en el horizonte...

Viene todo esto a cuento de algún estudio reciente que confirma que contar cuentos, historias o teorías de manera ordenada y bajo una lógica o estructura narrativa es una forma de enseñar y aprender tan eficaz o más que las metodologías más manipulativas o «prácticas» (iba a decir más «activas», pero dudo que haya nada más activo que recrear o interpretar mundos e ideas en la mente). Sé que esto es como descubrir América y la pólvora juntas, pero no está mal insistir: los cuentos e historias despiertan la atención y el interés, ayudan a comprender asuntos complejos, fijan contenidos en la memoria (los trucos nemotécnicos suelen ser de naturaleza narrativa) e integran la comprensión de ideas o prácticas con el aprendizaje de actitudes, valores y aptitudes estéticas.

Al fin, el ser humano es el animal que cuenta cuentos. En eso consiste toda nuestra cultura, y también nuestra manera específica de ser. Tenemos un yo narrativo: somos la historia que nos contamos acerca de quienes somos; la primera persona del relato con que damos cuenta de nuestra vida, hilvanando memoria y proyectos de la forma más coherente posible. Por ello, la falta de dominio del lenguaje, el no saber expresarse ordena y coherentemente, o la dificultad para comprender y narrar historias, no solo son incapacitantes para un aspirante a maestro, sino para cualquier ser humano. Sin ese dominio del lenguaje, de la narración y el diálogo interno, no hay dominio de sí, ni vida interior que valga para certificar que somos seres humanos, y no loros o aplicaciones de IA.

Otro asunto bien conocido es el del poder motivador de los cuentos e historias. Y no me refiero única ni fundamentalmente al ámbito educativo. Los cuentos han servido siempre para cohesionar sociedades y existencias. La gente hace lo que hace, vive, muere o vota en función de la suma de «cuentos» (míticos, religiosos, políticos, científicos, filosóficos…) que pululan y combaten en su cabeza; por eso hay que cuidarse de promover el espíritu crítico en relación con ellos (cosa muy distinta de censurarlos, como hacen esa suerte de antimaestros que son el inquisidor o el comisario político). Y para promover ese espíritu está el complemento perfecto de la historia narrada: el diálogo vivo con el que exprimimos, deconstruimos y nos apropiamos críticamente de su contenido ideológico…

Por cierto, las requetemal entendidas «situaciones de aprendizaje», una herramienta didáctica especialmente destacada por la nueva ley educativa, tratan justamente de esto: de generar estructuras narrativas y dramatúrgicas (con sus retos, escenarios, roles, actividades enlazadas, desenlaces y ejercicios de reflexión) en las que introducir al alumnado para que aprenda de un modo más natural, pleno, profundo y crítico lo que se le quiere enseñar. Tampoco esto es nuevo, claro. Todo buen docente ha sabido siempre que la mejor manera de enseñar algo es echándole cuento y teatro, planteando problemas, inventando situaciones hipotéticas, envolviendo a los alumnos en la metáfora, juego, historia y diálogo que mejor y más conscientemente los comprometa con lo que han de aprender. Es probable que solo así, entramándolo como un capítulo más de la historia y la obra dramática que somos, pueda ser el aprendizaje un verdadero acontecimiento con sentido y una aventura realmente transformadora.

 

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