Una versión de este artículo fue originalmente publicada por el autor en El Periódico Extremadura.
Tenía programada desde hacía meses una
visita a Granada. No por placer, aunque la ciudad bien lo merece, sino para
participar en un curso. Como la institución que me invitaba me rogó que no
fuera en coche, y uno anda concienciado con lo del cambio climático, me empeñe
en ir en tren, así que compré los billetes con toda la antelación posible (que
no es mucha) y me resigné a pasarme el día en un vagón (el viaje desde Mérida
dura unas siete horas, casi el doble que en automóvil) …
El camino a través de Tierra de barros y
la Campiña no estuvo mal. Las ventanas, pese a la suciedad, dejaban ver un
paisaje rutilante y florido, y el tren, aun vetusto y ruidoso, corría sobre los
rieles. Hasta que tuvo que pararse de golpe en la estación de El Pedroso. Según
se nos dijo, el mercancías que venía en sentido contrario apenas podía avanzar
debido a que la lluvia había mojado los raíles y las ruedas resbalaban (¡),
hasta el punto de que el maquinista tenía que bajarse a echar tierra para
facilitar el agarre (sic). Suena a película cómica de principios del siglo
pasado, pero era la cruda realidad: ochenta minutos de retraso, cinco horas
para llegar a Sevilla en un tren, además, sin cafetería ni máquina dispensadora
(que, como es habitual, no funcionaba).
Por descontado, al llegar a Sevilla el
tren que, según mi billete, habría de llevarme a Granada se había esfumado sin
esperarme. Reclamé en una atestada oficina y la única solución que me dieron
era trasladarme a Málaga y desde allí llegar, con dos horas más de retraso, a
Granada. No sé cómo describir el desopilante diálogo con el empleado que me
atendió: él asegurándome complacido que la compañía me aseguraba llegar sí o sí
a Granada, y yo repitiéndole ojiplático que mi objetivo no era llegar algún día
a Granada (cosa que, creo que ya he dicho, la ciudad bien merece) sino solo
estar allí antes de que desesperasen o muriesen las personas que me esperaban.
Sin nada que echarme al coleto tuve que correr, pues, para coger el tren a
Málaga, engullir allí un sándwich plastificado y esperar para tomar el tren
definitivo a la ciudad de la Alhambra; tren que llegó, por cierto, con otros cuarenta
minutos de retraso, algo habitual, según me decían con la paciencia metida en
el alma algunos de los pasajeros que lo tomaban a diario…
No sé qué les ha parecido la odisea, pero
si Ulises hubiera tenido que volver de Troya con RENFE dudo que hubiera llegado a Ítaca todavía. ¡Qué les voy a decir que
no sepan! Si persisten como yo en usar el tren para, por ejemplo, ir a la
capital del reino, verán que el más rápido y madrugador te deja allí al
mediodía, lo que impide casi cualquier actividad laboral; y eso en el caso, no
del todo corriente, de que no pase nada por el camino. Les confirmaría que, para
más inri, la política de abonos a viajeros frecuentes excluye a los extremeños
que viajamos en trenes a larga distancia, pero la página web de RENFE está,
como tantas veces, «temporalmente no disponible», incluso en las propias
estaciones (en la de Mérida ya he intentado en dos ocasiones, tras la cola de costumbre, y sin éxito alguno – «el sistema no funciona» –, que atiendan
mi reclamación).
¿No es terrible que un servicio tan
representativo de la solvencia de un país como es su red nacional de
ferrocarriles funcione tan increíble y rematadamente mal, sin que a nadie
parezca importarle un higo? ¿Cómo es que no se habla de algo tan esencial
para la vida cotidiana de tanta gente, para la supervivencia de comarcas
enteras o para afrontar la crisis climática? Hoy mismo se anunciaba que la
llegada del AVE a Extremadura se retrasa por vigésimo quinta vez (no es broma, porque ya no da
ni risa), ahora a 2032. ¿Qué interés, lobby o extraña conspiración
diabólica hay contra este y otros servicios públicos en este país en general, y
en esta región en particular?
No es extraño que seamos la Comunidad con
más usuarios de BlaBlaCar. No porque seamos más extrovertidos y nos
encante compartir coche con extraños, sino porque no tenemos más narices que
hacerlo. Nuestra región sigue comparativamente tan mal comunicada y aislada
como hace siglos. No hay ni trenes, ni buses ni mucho menos aviones para llegar
a una hora decente casi a ningún lugar. Intentar trabajar fuera sin abandonar
la región es un suplicio. Y venir aquí a hacerlo puntualmente es para
pensárselo.
Así que sí, por más que nos pese los
extremeños tenemos que coger el coche para todo y contribuir, sin quererlo, al
incremento de las emisiones de CO2. Situación de la que no nos librará ningún
portento (y gigantesco negocio) tecnológico, como el coche eléctrico (caro,
insostenible, y necesitado de una infraestructura que ni existe ni se la
espera), sino una apuesta sólida y bien planificada por el transporte público. ¡A
ver si logramos que la mejor infraestructura de comunicaciones de Extremadura
no sea, definitiva y vergonzosamente… el BlaBlaCar!
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