miércoles, 28 de abril de 2021

Elogio de lo universal

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Cuando uno es pequeño suele encandilarse con el discreto encanto de las pequeñas cosas, y hasta la más minúscula fruslería le parece grande y rara, hasta que, al hacernos mayores o sabios, los detalles se descubren como lo que son: un incordio, una pérdida imperdonable de tiempo, una extraviada pulsión de muerte que solo mola a los poetas intimistas, los que alucinan por un tubo (ustedes ya me entienden) o a los místicos que buscan a Dios justo en lo que no es.

Digo todo esto por el desprecio (retórico, por descontado) que muestran por lo “universal” todas las almas cándidas que, haciendo gala de ese gusto, tan romántico y burgués, que tiene la modernidad por lo sensible, se empeñan en confundir lo real con lo concreto, lo verdadero con lo palpable, lo bueno con lo emotivo y lo justo con un fabuloso y tribal jardín del Edén. ¿Se puede estar más perdido?

Empecemos por esto de la realidad. ¿Habrá cosa en el universo, comenzando por el universo, que no sea un “universal”? No ya las leyes universales del cosmos, sino hasta los más pequeños objetos o sucesos son realidades puramente ideales. Piense, verbigracia, en usted mismo. ¿Por qué usted es usted? Ni en lo concreto de su cuerpo ni en lo etéreo de su tiempo hay nada más que infinitas partes de partes, ninguna de las cuales es idéntica a ninguna. ¿Dónde radica, pues, su identidad? ¿En qué cambiante momento es Ud. el que es? En ninguno, claro. Porque Ud. no es ninguna cosa o momento concreto, sino un universal, una esencia, una cosa… ideal.

Pensemos ahora en ese tipo de identidad entre mente y mundo que entendemos vulgarmente por “verdad”. “No hay verdades universales”, dicen los locos que, negando lo que afirman, toman como universal la verdad de que no la hay. ¿Pero no la hay de verdad? Imposible. Cada vez que enunciamos algo descubrimos una verdad universal y eterna como el tiempo. Que “ahora que escribo esto son aquí las siete” será verdad siempre, a las siete y a las nueve, aquí y en Japón, y si no fuera verdad (porque todo es relativo, porque me hubiera equivocado, o porque mi reloj cojeara del segundero), sería igualmente falso (es decir: verdaderamente falso) aquí y en Japón, a las siete y…

¿Y lo “bueno”? ¿Es universal o relativo lo “bueno”? Si algo es bueno de verdad, no puede serlo solo para mí; y si no es bueno de verdad, no es bueno. Piénsenlo otra vez: si lo bueno es según cada cual, es que todos vemos (mal, parcialmente) lo mismo (lo Bueno), luego lo bueno de verdad será siempre lo que es, y el relativismo moral una tesis universalmente falsa, sin que pueda salvarla de ello emotivismo alguno: las emociones y su baile de hormonas no están menos determinados por la música de esos universales que son las ideas interpretando (en tono mayor o menor) el “cómo nos va la feria”.      

Pasemos a asuntos más polémicos. ¿Es el pérfido universalismo-de-occidente el padre del especismo antropocéntrico, el colonialismo, el androcentrismo, el esclavismo o el cambio climático? Lo dudo mucho. La mayoría de las culturas se instituyen como un patriarcado, y son tan antropocéntricas y colonialistas como puedan serlo. De otro lado, el capitalismo depredador no es el fruto del universalismo, sino de un relativismo que, descreído de toda verdad o valor universal, nos conforma con la más pobre de las filosofías (la más concreta de las universalidades): la del mundo como un mecanismo ciego, la de la pura voluntad de poder, el imperio de los cuerpos y los cosas, o la sacralización del dinero...  

Si algo nos ha descubierto, por el contrario, el universalismo occidental (aunque no solo él) es ese plano trascendente a lo concreto y a las visiones y deseos subjetivos que da lugar a lo objetivo del conocimiento o a la racionalidad de los valores morales.

Que todo nuestro actual sistema de valores (la dignidad, la equidad y la justicia, la solidaridad, la paz, el respeto por el diferente o el cuidado de la naturaleza) haya surgido junto a la subjetividad más ciega, los deseos más egoístas, la opresión de mujeres y esclavos, la guerra, la persecución y el expolio, es una amarga ironía, pero también una esperanza de progreso. Quiere decir que algo hemos aprendido y que, tal vez, los ideales de una civilización pueden, y deben, trascender su origen. Algo que ocurre siempre que en ella se profundiza en las ideas de universalidad y trascendencia.  

Desconfíen de los nuevos y extraviados profetas. Cualquier tiempo pasado fue peor: menos universal y más esclavizado por irrelevantes detalles y falsos ídolos (la raza, el género, la comunidad, la patria, el idioma, la costumbre…). Las pequeñas cosas tienen, sin duda, su encanto; pero solo si uno no las confunde con las grandes y esenciales y hace de ellas un falso y peligroso universal.

miércoles, 21 de abril de 2021

Videoconferencia: arte y poder, la dimensión estética del poder político.

 La Sociedad Científica de Mérida, con el apoyo del Centro de Profesores de Mérida, el Centro Universitario de Mérida y la Junta de Extremadura, ha producido esta videoconferencia en la que exponemos, de modo general y con espíritu divulgativo, algunas de las claves para entender, a mi juicio, las profusas relaciones entre lo estético y lo político. Se añade, al final, una breve bibliografía en español.

martes, 20 de abril de 2021

Torneos de debate y coaching educativo

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


En Grecia, hace dos mil quinientos años, se pusieron de moda los maestros de retórica. Les llamaban “sofistas” (en griego: “sabios”) y enseñaban (por un precio nada módico) el arte de hablar de forma convincente. En sus exhibiciones públicas demostraban que se podía persuadir a cualquiera de cualquier cosa (o de su contraria) si se sabía utilizar el lenguaje para, como decía el cómico Aristófanes, convertir el peor argumento en el mejor (o el mejor en el peor, a elegir).

Los sofistas tuvieron mucho éxito entre los ciudadanos de pro, que no dudaban en pagarles para aprender a hacer pasar sus opiniones por justas y verdaderas. Sobra decir que la mayoría de esos sofistas no tenían nada por propiamente “justo” o “verdadero” (lo de la “posverdad” es muy antiguo); pensaban que tales cosas eran tan variables como los intereses y deseos subjetivos de las personas, y que lo que prevalecía era siempre lo que dictaba el que tenía más labia y, por ello, poder.

¿Vivimos hoy un renacimiento de la sofística? No lo duden. La tesis de que la verdad no existe (o de que no merece la pena buscarla), y que lo que importa es lo persuasivo o buen comunicador que uno sea, forma parte del bagaje ideológico de nuestro tiempo. Lo podemos observar en el detalle con que preparan sus intervenciones los políticos, en la calculada demagogia de los “líderes de opinión”, en la insistencia con que se busca el efecto emotivo y el aplauso fácil en los medios, y en la demanda de expertos en comunicación de toda laya (publicistas, asesores de imagen, gestores de redes, storytellers, expertos en oratoria) por parte de gobiernos, empresas y hasta colegios.

No exagero: en muchos centros de enseñanza se está asentando la costumbre (tan anglosajona) de los “torneos de debate”, eventos en los que varios equipos de alumnos compiten entre sí para medir cuál es más persuasivo ante un tribunal de expertos. ¿De expertos en el tema de que se trata? No. De expertos en tratar de cualquier tema de forma eficiente y persuasiva. Al fin, en estos torneos más que la verdad lo que se persigue es la habilidad para construir estrategias argumentales con que defender e imponer una tesis (la que te toque) frente al equipo contrario.

No hay nada que objetar, por supuesto, a que los alumnos mejoren sus dotes retóricas o aprendan a argumentar con corrección. Pero la educación ha de tratar de más y más nobles e importantes cosas que de “hablar bien”; cosas que, como el diálogo, el pensamiento crítico o la competencia ética, están siendo arrinconadas o sustituidas por presuntas “innovaciones” provenientes de la esfera del coaching empresarial, las técnicas de venta (de productos u opiniones, tanto da) o de la psicología de moda.

Así, el diálogo educativo es algo muy distinto al torneo de oratoria. El fin del diálogo no es saber hablar, sino buscar el saber; en él no se trata de una competición o un concurso de talentos retóricos, sino de una investigación en común (como la de los programas de Filosofía para niños de muchas escuelas) en que la generosidad hermenéutica con respecto a las tesis del otro, el cuestionamiento constante de las propias, o el deseo de aprender (y no de vencer) son las principales pautas.

Tampoco el pensamiento crítico tiene nada que ver con lo que se “vende” como tal en el mercado de la innovación educativa. La capacidad para someter a análisis racional los fundamentos (ontológicos, epistemológicos, axiológicos) de nuestras ideas, deseos, afectos o acciones, no es la misma cosa que recibir un cursillo del gurú, coach o experto en liderazgo de turno sobre cómo gestionar la información, practicar el “pensamiento lateral” o no dejarte engañar en las redes.

La educación ética no es tampoco nada que convenga confundir con los postulados de la psicología positiva, los cinco pasos para mejorar la “inteligencia emocional” u otros grandes éxitos de la literatura de autoayuda. Conocernos y tomar las riendas de nuestra vida exige una reflexión mucho más seria sobre lo que somos y debemos ser, así como sobre los valores desde los que afrontar los graves dilemas morales y políticos a los que se asoma nuestro tiempo.

Sé que lo tenemos crudo (no hay día que no aparezca en prensa un publirreportaje pagado, y disfrazado de noticia, ponderando a algún gurú del coaching y la “innovación” educativa), pero no podemos renunciar a una concepción de la educación en la que el diálogo veraz, el pensamiento crítico o la capacidad ética, sean sustituidos por las habilidades oratorias, la “aptitudes para el liderazgo” o la venta de recetas para el bienestar emocional.   


miércoles, 14 de abril de 2021

Un nuevo currículo educativo

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

El ministerio de educación anda elaborando un nuevo currículo educativo para enseñanzas básicas y medias, y su intención, según parece, es dar con él un vuelco al modo en que se trabaja en escuelas e institutos. ¿Lo conseguirá o se reducirá todo, como otras veces, a mero simulacro retórico-burocrático? Vamos a verlo, comenzando por subrayar lo que de bueno pueda tener ese pretendido cambio.

Antes despejemos dos asuntos. El primero, el habitual “negacionismo” de los docentes que abominan de toda innovación pedagógica, sea por desprecio a la pedagogía (cosa extraña viniendo de pedagogos en ejercicio), sea por considerar que las innovaciones propuestas minusvaloran lo que ellos consideran (muy restrictivamente) como “conocimiento”. De este negacionismo pedagógico ya hemos tenido bastante con la derogada ley Wert, y sus resultados están a la vista.

El segundo asunto por despejar es el de la confusión entre política y reforma pedagógica. Es obvio que la educación es siempre una cuestión ideológica, y que las últimas reformas educativas (tanto en educación básica como universitaria) han supuesto un giro liberal en los contenidos, fines y hasta en el propio lenguaje educativo. Pero relación no es confusión, y hay elementos netamente pedagógicos con los que, independientemente de nuestra opción política, podemos estar todos de acuerdo.

El principal de estos elementos es el de la naturaleza misma del aprendizaje. Más allá de disquisiciones varias, todos coincidimos en que aprender supone interiorizar e incorporar lo aprendido, en el sentido de hacerlo parte de uno mismo y, por tanto, de lo que uno cree y hace (y no meramente de lo que dice o simula hacer). Seamos, ahora, brutalmente honestos. ¿Se aprende así en la escuela? Por lo general, no. ¿Hay que emprender, entonces, un cambio real en las prácticas escolares? Fundamentalmente sí.

La principal novedad pedagógica del currículo educativo en ciernes es apostar decididamente por una educación por competencias (más que por áreas o asignaturas). ¿Puede contribuir esto al cambio que se necesita? La educación por competencias, si se toma en serio, invita a sustituir simulacros rutinarios de aprendizaje por acontecimientos genuinamente educativos. Un acontecimiento “genuinamente educativo” es aquel en que el aprendizaje gira en torno al “hacer” y no al “padecer” de sus protagonistas, esto es: en torno a acciones significativas, no mecánicas, en las que los alumnos involucran todas las dimensiones posibles de su personalidad – cognitiva, moral, social… – y con las que se propicia, de modo palpable, un cambio a mejor.  

Por supuesto, la noción de “competencia” es en sí misma discutible y evaluable, tal como lo son las “competencias clave” seleccionadas. ¿Por qué esas y no otras? Más allá del sesgo liberal citado, o del insufrible tono psicológico y de coach empresarial de algunas, se echa a faltar, por ejemplo, una “competencia global”, parecida a la que se incorporó el año pasado en el informe PISA, que habilite a los alumnos para relacionar, integrar y evaluar críticamente los distintos conocimientos, destrezas y actitudes de las demás competencias. Se trataría, en esa “competencia global”, de desarrollar una perspectiva lo más integrada y fundamentada posible acerca de la realidad y otros asuntos clave como la identidad humana y cultural, la naturaleza del conocimiento o la validez moral, política o estética de nuestras acciones. En un mundo globalizado e hipercomplejo como este, disponer de esa competencia global debería ser cuestión de mera supervivencia.    

En cualquier caso, todo esto es un comienzo. Es claro que la escuela concebida como mera transmisora de información carece ya de sentido, y que seguir exponiendo al alumnado al vigente tsunami de ideas, creencias, valores, imágenes y datos, sin las competencias adecuadas para interiorizarlo (organizándolo, verificándolo y valorándolo desde criterios propios), no conduce más que a un estrepitoso fracaso.

Ahora, más allá de su relevancia pedagógica, la otra condición para que la nueva propuesta curricular no se convierta en papel mojado, es su operatividad sobre el terreno. Esto exige dos cosas. Primera, concisión y flexibilidad suficiente para que cada centro, equipo docente, alumno y profesor en particular puedan desarrollar su tarea con la opcionalidad y pluralidad exigida (también la ideológica); y, de otro lado, valentía para redactar un currículo (o currículos, porque cada autonomía tendrá que publicar el suyo) que no sea, como es usual, una superposición retórica de leyes y conceptos nuevos y viejos, sino una propuesta clara y bien articulada que no quepa maldecir por exigir más tiempo en acomodarse a sus formalismos que en enseñar y aprender, que es de lo que al final, como todos sabemos, se trata.

 

lunes, 5 de abril de 2021

Realities y violencia machista

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Confieso que no tengo ni idea (ni podría tenerla con los cotilleos al uso) de quién es la famosa Rocío Carrasco, su exmarido, la relación entrambos ni, en general, la pléyade de esperpénticos personajes e historias con las que goza la gente (especialmente si hay dolor “real” en escena) en el grotesco circo de la casquería mediática, pero reconozco que el fenómeno de la “docuserie” en torno a la aludida, con sus correspondientes y homologadas trifulcas, y hasta la berlusconiana participación de políticos en busca de votos (incluyendo a una ministra sumándose al tribunal sumarísimo de “Sálvame”) resulta fascinante.

Es procedente, de entrada, recordar a qué género estético-mediático pertenece el producto del que hablamos. No se trata, como se cree, de un “documental” (en un documental se presentan varios puntos de vista, intervienen expertos, se refieren pruebas…), pero tampoco de una ficción dramática (pues el personaje, sus palabras, emociones, gestos, etc., se toman aquí como reales). Encaja pues, de manera arquetípica, en el formato de “reality show” – la generación y exhibición en forma de espectáculo televisivo de vivencias dramáticas “reales” –, la suerte de pornografía o prostitución psíquica de la que vive desde hace varios decenios la televisión.

Aclarado esto, vamos a la cuestión interesante planteada en torno al éxito del “documental” sobre Carrasco: ¿puede contribuir un “reality show” a objetivos noblemente políticos como, en este caso, el de la visibilización de la violencia machista? No es sencillo responder a esto.

Partamos de la tesis de que ningún fenómeno estético con relevancia social es políticamente inocente. Lo estético (antaño ligado a la religión, luego a las llamadas bellas artes y hoy al orbe del entertainment mediático), con su fabulosa capacidad de seducción y manipulación emocional y retórica, es una dimensión fundamental de lo político y mantiene, entre otras, la función de contribuir a generar el grado de conformidad suficiente para sostener el orden social y el poder que lo administra.

Más aún, la contribución de lo estético a esa generación de conformidad obedece, según algunos sociólogos, a dos mecanismos complementarios: uno, cabe decir “directo”, por el que lo estético encarna sin más la ideología vigente (piensen, por ejemplo, en las películas o las series televisivas más convencionales), y otro “inverso”, por el que representa lo opuesto o alternativo a dicho orden ideológico, ofreciendo una vía de escape – ilusoria, claro, en tanto meramente estética – a la disconformidad y la crítica (así, por ejemplo, la literatura popular en torno al “fuera de la ley”, las parodias de carnaval, las letras de “hip-hop”, el grafiti), con el añadido de que, a veces, esta “estética de la inversión” incorpora una dimensión grotesca, de deformidad consciente, destinada a regenerar la conformidad con el orden “puesto estéticamente en entredicho”.   

Digamos, con relación a esto, que el reality parece combinar los dos mecanismos citados: celebra o asume el orden imperante (ningún reality pone en cuestión el sistema social instituido – de cuyos conflictos en el ámbito doméstico vive –) y, a la vez, escenifica un cierto cauce de liberación y subversión del mismo, quizás el más extremo y desesperado: el de la exhibición descarnada (¡en vivo y en directo!) de lo real en su versión más cruda: la del dolor o humillación de alguien ante las cámaras.

Ciertamente, lo “real” o “auténtico”, hasta en algo tan primario e inarticulado como el dolor, es siempre subversivo (frente a las convenciones en que se funda el orden social), pero dicha subversión, por modesta que sea, se desactiva del todo en cuanto pasa a ser parte del espectáculo, y el oprimido que gime o grita en el plató (y es indiferente que se trate de la víctima o el verdugo: ambos son sacrificados – como gladiadores en el circo – para solaz de todos) pasa a encarnar la esperanza de no serlo (ganando dinero, siendo famoso, liberándose de la esclavitud o el trabajo) para reintegrarse, de modo ejemplarizante, en el sistema.     

¿Sirve, en fin, la “telerrealidad” para cambiar la sociedad? En general, no. En relación con lo dicho y especialmente con la violencia machista, la imagen que los realities presentan de la mujer y de la sociedad es, por necesidad (de guion), conservadora, de forma que todo lo que pudieran aportar excepcionalmente de bueno es fagocitado (junto a los políticos que se le acercan) por un monstruo que, en el fondo, justifica y banaliza la violencia y el dolor del que vive. No existen pues, aquí, atajos populistas. Las cosas se cambian con leyes, educación e ideas; no con Tele 5. 

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