Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Cuando uno es pequeño suele encandilarse con el discreto
encanto de las pequeñas cosas, y hasta la más minúscula fruslería le parece
grande y rara, hasta que, al hacernos mayores o sabios, los detalles se
descubren como lo que son: un incordio, una pérdida imperdonable de tiempo, una
extraviada pulsión de muerte que solo mola a los poetas intimistas, los que
alucinan por un tubo (ustedes ya me entienden) o a los místicos que buscan a
Dios justo en lo que no es.
Digo todo esto por el desprecio (retórico, por descontado)
que muestran por lo “universal” todas las almas cándidas que, haciendo gala de
ese gusto, tan romántico y burgués, que tiene la modernidad por lo sensible, se
empeñan en confundir lo real con lo concreto, lo verdadero con lo palpable, lo
bueno con lo emotivo y lo justo con un fabuloso y tribal jardín del Edén. ¿Se
puede estar más perdido?
Empecemos por esto de la realidad. ¿Habrá cosa en el
universo, comenzando por el universo, que no sea un “universal”? No ya las
leyes universales del cosmos, sino hasta los más pequeños objetos o sucesos son
realidades puramente ideales. Piense, verbigracia, en usted mismo. ¿Por qué
usted es usted? Ni en lo concreto de su cuerpo ni en lo etéreo de su tiempo hay
nada más que infinitas partes de partes, ninguna de las cuales es idéntica a
ninguna. ¿Dónde radica, pues, su identidad? ¿En qué cambiante momento es Ud. el
que es? En ninguno, claro. Porque Ud. no es ninguna cosa o momento concreto,
sino un universal, una esencia, una cosa… ideal.
Pensemos ahora en ese tipo de identidad entre mente y mundo
que entendemos vulgarmente por “verdad”. “No hay verdades universales”, dicen
los locos que, negando lo que afirman, toman como universal la verdad de que no
la hay. ¿Pero no la hay de verdad? Imposible. Cada vez que enunciamos algo
descubrimos una verdad universal y eterna como el tiempo. Que “ahora que
escribo esto son aquí las siete” será verdad siempre, a las siete y a las
nueve, aquí y en Japón, y si no fuera verdad (porque todo es relativo, porque me
hubiera equivocado, o porque mi reloj cojeara del segundero), sería igualmente
falso (es decir: verdaderamente falso) aquí y en Japón, a las siete y…
¿Y lo “bueno”? ¿Es universal o relativo lo “bueno”? Si algo
es bueno de verdad, no puede serlo solo para mí; y si no es bueno de verdad, no
es bueno. Piénsenlo otra vez: si lo bueno es según cada cual, es que
todos vemos (mal, parcialmente) lo mismo (lo Bueno), luego lo bueno de verdad
será siempre lo que es, y el relativismo moral una tesis universalmente falsa,
sin que pueda salvarla de ello emotivismo alguno: las emociones y su baile de
hormonas no están menos determinados por la música de esos universales que son
las ideas interpretando (en tono mayor o menor) el “cómo nos va la feria”.
Pasemos a asuntos más polémicos. ¿Es el pérfido
universalismo-de-occidente el padre del especismo antropocéntrico, el
colonialismo, el androcentrismo, el esclavismo o el cambio climático? Lo dudo
mucho. La mayoría de las culturas se instituyen como un patriarcado, y son tan
antropocéntricas y colonialistas como puedan serlo. De otro lado, el
capitalismo depredador no es el fruto del universalismo, sino de un relativismo
que, descreído de toda verdad o valor universal, nos conforma con la más pobre
de las filosofías (la más concreta de las universalidades): la del mundo como
un mecanismo ciego, la de la pura voluntad de poder, el imperio de los cuerpos
y los cosas, o la sacralización del dinero...
Si algo nos ha descubierto, por el contrario, el
universalismo occidental (aunque no solo él) es ese plano trascendente a lo
concreto y a las visiones y deseos subjetivos que da lugar a lo objetivo del
conocimiento o a la racionalidad de los valores morales.
Que todo nuestro actual sistema de valores (la dignidad, la
equidad y la justicia, la solidaridad, la paz, el respeto por el diferente o el
cuidado de la naturaleza) haya surgido junto a la subjetividad más ciega, los
deseos más egoístas, la opresión de mujeres y esclavos, la guerra, la
persecución y el expolio, es una amarga ironía, pero también una esperanza de
progreso. Quiere decir que algo hemos aprendido y que, tal vez, los ideales de
una civilización pueden, y deben, trascender su origen. Algo que ocurre siempre
que en ella se profundiza en las ideas de universalidad y trascendencia.
Desconfíen de los nuevos y extraviados profetas. Cualquier
tiempo pasado fue peor: menos universal y más esclavizado por irrelevantes
detalles y falsos ídolos (la raza, el género, la comunidad, la patria, el
idioma, la costumbre…). Las pequeñas cosas tienen, sin duda, su encanto; pero
solo si uno no las confunde con las grandes y esenciales y hace de ellas un
falso y peligroso universal.
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