El ministerio de educación anda elaborando un nuevo
currículo educativo para enseñanzas básicas y medias, y su intención, según
parece, es dar con él un vuelco al modo en que se trabaja en escuelas e
institutos. ¿Lo conseguirá o se reducirá todo, como otras veces, a mero
simulacro retórico-burocrático? Vamos a verlo, comenzando por subrayar lo que
de bueno pueda tener ese pretendido cambio.
Antes despejemos dos asuntos. El primero, el habitual
“negacionismo” de los docentes que abominan de toda innovación pedagógica, sea
por desprecio a la pedagogía (cosa extraña viniendo de pedagogos en ejercicio),
sea por considerar que las innovaciones propuestas minusvaloran lo que ellos
consideran (muy restrictivamente) como “conocimiento”. De este negacionismo pedagógico
ya hemos tenido bastante con la derogada ley Wert, y sus resultados están a la
vista.
El segundo asunto por despejar es el de la confusión entre
política y reforma pedagógica. Es obvio que la educación es siempre una
cuestión ideológica, y que las últimas reformas educativas (tanto en educación
básica como universitaria) han supuesto un giro liberal en los contenidos,
fines y hasta en el propio lenguaje educativo. Pero relación no es confusión, y
hay elementos netamente pedagógicos con los que, independientemente de nuestra
opción política, podemos estar todos de acuerdo.
El principal de estos elementos es el de la naturaleza misma
del aprendizaje. Más allá de disquisiciones varias, todos coincidimos en que
aprender supone interiorizar e incorporar lo aprendido, en el sentido de
hacerlo parte de uno mismo y, por tanto, de lo que uno cree y hace (y no
meramente de lo que dice o simula hacer). Seamos, ahora, brutalmente honestos.
¿Se aprende así en la escuela? Por lo general, no. ¿Hay que emprender, entonces,
un cambio real en las prácticas escolares? Fundamentalmente sí.
La principal novedad pedagógica del currículo educativo en
ciernes es apostar decididamente por una educación por competencias (más
que por áreas o asignaturas). ¿Puede contribuir esto al cambio que se necesita?
La educación por competencias, si se toma en serio, invita a sustituir
simulacros rutinarios de aprendizaje por acontecimientos genuinamente
educativos. Un acontecimiento “genuinamente educativo” es aquel en que el
aprendizaje gira en torno al “hacer” y no al “padecer” de sus protagonistas,
esto es: en torno a acciones significativas, no mecánicas, en las que los
alumnos involucran todas las dimensiones posibles de su personalidad –
cognitiva, moral, social… – y con las que se propicia, de modo palpable, un
cambio a mejor.
Por supuesto, la noción de “competencia” es en sí misma
discutible y evaluable, tal como lo son las “competencias clave” seleccionadas.
¿Por qué esas y no otras? Más allá del sesgo liberal citado, o del insufrible
tono psicológico y de coach empresarial de algunas, se echa a faltar,
por ejemplo, una “competencia global”, parecida a la que se incorporó el año
pasado en el informe PISA, que habilite a los alumnos para relacionar, integrar
y evaluar críticamente los distintos conocimientos, destrezas y actitudes de
las demás competencias. Se trataría, en esa “competencia global”, de
desarrollar una perspectiva lo más integrada y fundamentada posible acerca de
la realidad y otros asuntos clave como la identidad humana y cultural, la
naturaleza del conocimiento o la validez moral, política o estética de nuestras
acciones. En un mundo globalizado e hipercomplejo como este, disponer de esa
competencia global debería ser cuestión de mera supervivencia.
En cualquier caso, todo esto es un comienzo. Es claro que la
escuela concebida como mera transmisora de información carece ya de sentido, y
que seguir exponiendo al alumnado al vigente tsunami de ideas,
creencias, valores, imágenes y datos, sin las competencias adecuadas para
interiorizarlo (organizándolo, verificándolo y valorándolo desde criterios
propios), no conduce más que a un estrepitoso fracaso.
Ahora, más allá de su relevancia pedagógica, la otra
condición para que la nueva propuesta curricular no se convierta en papel
mojado, es su operatividad sobre el terreno. Esto exige dos cosas. Primera, concisión
y flexibilidad suficiente para que cada centro, equipo docente, alumno y
profesor en particular puedan desarrollar su tarea con la opcionalidad y
pluralidad exigida (también la ideológica); y, de otro lado, valentía para
redactar un currículo (o currículos, porque cada autonomía tendrá que publicar
el suyo) que no sea, como es usual, una superposición retórica de leyes y
conceptos nuevos y viejos, sino una propuesta clara y bien articulada que no
quepa maldecir por exigir más tiempo en acomodarse a sus formalismos que en
enseñar y aprender, que es de lo que al final, como todos sabemos, se trata.
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