jueves, 30 de diciembre de 2021

Lo transversal y lo fundamental

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Me lo han dicho muchas veces, con el desparpajo que dan la cazurrería y la ignorancia: “Eso lo da cualquiera”. Se referían a algunas de las materias que enseño en el instituto, singularmente a la ética, pero también alguna vez a la filosofía. “Las matemáticas o el inglés no. Pero eso que tú das lo da cualquiera”. Hace años me quedaba mudo de espanto. Ahora ya no. Por supuesto que cualquier profesor puede dar ética. Y matemáticas. Y derecho comparado. Mal, pero puede. Lo que no creo es que deba. Como tampoco tener a gente tan obtusa como para pensar eso en puestos de responsabilidad.

Una forma disimulada para decir lo mismo era recurrir a la transversalidad. “Es que eso que tu das es tan importante – me decían sin reprimir demasiado una sospechosa sonrisilla – que ha de impartirse de manera transversal”. De manera transversal significaba igualmente “que lo podía dar cualquiera” cuando lo considerase oportuno, lo que solía ser nunca (que, para darlo mal, venía a ser lo mejor). 

Con la nueva ley educativa (la LOMLOE) la cosa de la transversalidad ha mejorado un tanto. Ahora no es algo marginal, sino estructural, de manera que todos los profesores han de orientar la enseñanza de sus materias al logro de unas mismas competencias transversales. Esto no significa que se minusvaloren las materias, pues para ser realmente competente en algo (en comunicarse con eficacia, en hablar idiomas, en aplicar la metodología científica, en ejercer una ciudadanía activa, etc., etc.) hay que conocer los fundamentos de esa competencia. Por ejemplo: la gramática con la que se comunica uno, los paradigmas científicos que dan sentido a la metodología… O los fundamentos éticos del comportamiento cívico.

Es curioso que la correspondencia entre ciertas competencias y materias le parezca a todo el mundo muy clara, y que la que se da entre otras no. Así, cuando dices que para desarrollar la competencia ciudadana o el pensamiento crítico hace falta una sólida formación ética y filosófica (igual que para desarrollar las competencias comunicativa o artística hacen falta muchas clases de lengua o de plástica) todavía hay algunos que saltan con el viejo cuento de la transversalidad. ¡Es que valores o pensamiento crítico lo damos todos! (Es decir, cualquiera). 

Craso error. La educación cívica y en valores requiere de un saber profundo y especializado exactamente igual que la lengua, la matemática o el inglés. Es cierto que en todas las materias se pueden transmitir valores (igual que en todas se habla, o se calcula, o se puede hablar otro idioma). Pero una cosa es transmitir valores y otra tratar de ellos (igual que una cosa es hablar y otra tratar del habla, una calcular y otra estudiar las bases del cálculo, etc.). Solo la ética se ocupa de la naturaleza y fundamento de los valores, del marco filosófico en que se inscriben y de la controversia en torno a su legitimidad.

Ocurre lo mismo con el llamado “pensamiento crítico”, una competencia transversal (como todas) que también precisa de una materia en la que no solo se use o ejercite, sino en la que se tematice y trate. Esta materia ha sido siempre la filosofía. No por simple tradición, sino porque la filosofía es la única disciplina especializada de manera general y radical en la categorización y análisis de las ideas. Lo es de forma general porque la filosofía trabaja en el espacio transdisciplinar a todos los saberes y es, por así decir, la especialista en lo “global” (es decir, en tratar de las categorías generales de lo real). Y lo es de forma radical porque la filosofía es la disciplina que aplica el análisis crítico sin ángulos ciegos (sin supuestos de partida), no solo verificando y valorando la información, sino también los propios criterios de verificabilidad y valor (empezando por los de la ciencia). Como suelen decirme los alumnos, la clase de filosofía es la única en que se puede hablar críticamente de todo y en todos los sentidos sin temor a “salirte del tiesto”.

Una educación, en fin, que promueva una verdadera competencia ciudadana y crítica, más allá del simple adoctrinamiento en valores o el reconocimiento de falacias o información falsa, ha de dotar a la ciudadanía tanto de la capacidad ética para legitimar esos valores, como de la capacidad filosófica para generar representaciones organizadas de la realidad (la desinformación juega con el desorden y la mezcla de categorías), analizar todo tipo de supuestos infundados, y plantearse cuestiones lógicas y epistemológicas con cierto nivel de complejidad.

Valórenlo críticamente. La escuela como mera transmisora de información carece ya de sentido. Disponemos de ella por todas partes. De lo que se trata ahora es de enseñar a los alumnos a organizarla y analizarla críticamente; y a sobreponerse a ella, actuando con autonomía de criterio y en orden a principios éticos. Y todo eso, en sentido propio, no lo puede enseñar cualquiera.


jueves, 23 de diciembre de 2021

I Congreso de Filosofía y Patrimonio

 

I Congreso de Filosofía y Patrimonio. Universidad de Córdoba. 
Junto a Manuel Bermúdez y José Carlos Ruiz

-          La comunicación es la actividad esencial de la filosofía. No hay nada más que puede hacer el filósofo que comunicar, esto es, que someter a la forma común del habla, del logos, lo que piensa. No hay hechos, datos, fórmulas implícitas a las que agarrarse para sostener lo que dice, sino solo el decir mismo en cuanto logra ponerse en común, discutirse. Filosofar es lograr comunicar, expresar en algún lenguaje o código común cosas que tienden a desbordar el lenguaje o que, al menos, viven en su límite... 

    Ahora bien, la comunicación de la filosofía plantea numerosos interrogantes: ¿Qué diversos niveles podemos establecer en la comunicación filosófica? ¿Cómo es que hay cada vez más filósofos en los medios? ¿Cómo es que, contra tantos tópicos, la filosofía comunica y por qué? ¿Es la filosofía un saber necesariamente críptico? (Y si lo es, ¿tiene también lo críptico su "sex appeal"?) ¿Se ajustan los formatos y los fines comunicativos de los media a lo que podemos considerar, de manera estándar, que es el hacer filosófico o su divulgación? ¿En qué consiste la controversia propiamente filosófica en torno al papel de los filósofos en los medios: los apocalípticos y los integrados? ¿Qué es una buena divulgación filosófica y cuáles son las virtudes que caracterizan al buen comunicador en el ámbito de la filosofía? ¿Cómo ha de divulgarse el patrimonio filosófico, dada la ambigua relación de la filosofía con lo patrimonial?...

s   Sobre todo esto tratamos el pasado 15 de diciembre en el I Congreso Internacional de Filosofía y Patrimonio, celebrado en la Universidad de Córdoba.  





domingo, 19 de diciembre de 2021

La filosofía, otra vez, en Extremadura

 



Este artículo fue originalmente publicado en el diario HOY


Como siempre que se aproxima una gran reforma, el patio educativo está revuelto. Una de las causas de ese revuelo es el sorprendente giro del ministerio de educación con respecto a la enseñanza de la ética y la filosofía en secundaria. En 2018, todos los partidos políticos acordaron recuperar el carácter troncal de ambas materias y reintroducirlas en cuarto de la ESO y Bachillerato. Pero en lugar de respetar este acuerdo, que fue portada de periódicos y demostró que las fuerzas políticas pueden coincidir de vez en cuanto en algo, la cúpula del ministerio se ha empecinado en suprimir la filosofía en la secundaria obligatoria y reducir su horario hasta hacerla impracticable en el bachillerato.

Y lo peor es que nadie sabe a qué se debe este olímpico desprecio. Más aún cuando todo el mundo, desde la UNESCO a los mayores expertos en educación, insisten en la importancia de la ética y el pensamiento reflexivo para la formación de una ciudadanía activa, crítica y comprometida con los valores democráticos y los desafíos del siglo XXI. Y eso por la sencilla razón de que todo ese conjunto de valores y compromisos éticos no se transmiten al alumnado recitándolos, soltando sermones o explicando sus orígenes históricos, sino a través de un diálogo filosófico paciente y argumentado en torno a las razones que nos mueven a asumirlos.

De otro lado, el espíritu competencial, integrador y transdisciplinar de la nueva ley educativa, ceñido a una metodología fundada en la comprensión y el desarrollo del pensamiento crítico y autónomo, está ligado a destrezas y actitudes que se corresponden exactamente con las de la práctica filosófica. Por ello, apostar decididamente por la filosofía es consistente con hacerlo por una educación moderna, eficaz, comprometida con los retos del futuro y capaz de educar al alumnado en formas de pensamiento que aporten una visión sistémica y global de los problemas, contribuyan a la lucha contra la desinformación, y promuevan la reflexión y el diálogo en torno a los valores que compartimos.

Es así que Extremadura tiene que dar otra vez ejemplo de coherencia, visión a largo plazo y espíritu innovador, corrigiendo los defectos de los decretos gubernativos y garantizando, en los mismos términos en los que ya se imparte, la formación ética y filosófica en nuestra comunidad. Así se ha solicitado al presidente de la Junta, a la consejera y al secretario general de educación, con idénticos argumentos a los que el propio PSOE usó hace unos meses para defender lo mismo (la permanencia de la filosofía y la ética en la ESO y su refuerzo en el bachillerato) en una propuesta de impulso aprobada por mayoría en la Asamblea, y de la que nadie entendería que se desentendieran ahora (máxime cuando la presentó el mismo partido que gobierna).

Lo que se solicitó en esa propuesta de impulso es, además, relativamente fácil de satisfacer. Lo primero, que se mantenga en nuestra región la materia optativa de Filosofía, que tan buena aceptación está teniendo en el último curso de la ESO, un momento vital y académico crucial para el alumnado y en el que las cuestiones relativas a la propia identidad, la relación con los otros, la información veraz, la legitimidad de las normas, el lugar de las emociones, los criterios de belleza o el sentido mismo de la vida, tan arraigadas en la adolescencia, han de ser tratadas con el cuidado que se merecen y en el ámbito educativo que le es más propio.

Lo segundo es reforzar la formación ética como cimiento de la educación ciudadana. No tiene sentido fiar a la educación la solución de todos los problemas sociales (la violencia, el machismo, la corrupción, el consumismo, la poca conciencia ambiental, el incremento de problemas mentales…) y dar luego a la ética un espacio y horario marginal (una cuarta parte de lo que se le da, por ejemplo, a la materia de Religión). Y no vale decir que se trata de un asunto transversal. ¿Por qué no es transversal la lengua o la historia? Al fin, todos los profesores hablan, y todos pueden mostrar la dimensión histórica de lo que enseñan. La respuesta es que la lengua o la historia son materias tan sumamente importantes que requieren de una enseñanza específica y especializada. Exactamente igual que la ética, materia con la que se dota al alumnado de las herramientas críticas y argumentativas, y el bagaje en filosofía moral necesario, para que pueda adoptar por sí mismo aquellos valores que considere razonablemente justos o convenientes.

Esperemos pues que la Consejería de Educación, coherente con el compromiso adquirido en favor de una educación que promueva el talante ético y reflexivo, la disposición al diálogo racional y la competencia para el pensamiento crítico y sistémico que requieren el desarrollo integral de las personas y demandan la sociedad y las empresas, esté a la altura de las circunstancias y dote a los futuros extremeños de la educación que, sin duda, se merecen.    



viernes, 17 de diciembre de 2021

Metafísica y democracia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Toda sociedad se constituye en torno al problema capital de cómo conciliar el interés público y el privado; esto es, de cómo lograr que la gente coopere y cumpla sus obligaciones incluso cuando esto no le reporta ninguna ventaja aparente. ¿Cómo hacer, por ejemplo, para que los más ricos paguen sus impuestos, o para que los más fuertes y capaces no abusen de los más débiles, o para que nos prestemos a sacrificar nuestra libertad o nuestra vida en aras del bien común (como puede ocurrir en una catástrofe, una pandemia o una guerra)?

En los regímenes autoritarios el problema de conciliar el egoísmo individual con el interés común se resuelve con la fuerza (lógico, dado que ese interés común no suele ser más que el del sátrapa o la oligarquía dirigente). En otros, con la ayuda de creencias tradicionales, religiosas o ideológico-políticas, de manera que es el honor, el mandamiento de un dios o el fervor patriótico o revolucionario lo que mueve a la gente a actuar desinteresadamente. Pero en sociedades como la nuestra, democráticas, descreídas y poco dadas a efusiones ideológicas, la cosa se complica.

Que la ciudadanía se sienta concernida por el interés común no es algo que se pueda lograr con las leyes. Si tales leyes no son la expresión de la voluntad general de los que están ya convencidos, serán débiles e ineficaces; y si son la expresión de tal voluntad, serán mayormente innecesarias. Lo que hace falta es, pues, convicción. Convicción para considerar particularmente interesante el interés común, y convicción para asumir los costes individuales que supone, en la práctica, dicha consideración.

Ahora bien: ¿Qué podría convencer a la gente de la bondad de comprometerse activamente con el bien público? De entrada, la concepción liberal de un estado-empresa al servicio de ciudadanos-clientes centrados exclusivamente en sus asuntos particulares (y que, por tanto, dejan el poder en manos de camarillas políticas fáciles de secuestrar por grandes intereses privados), no ayuda en absoluto.

El utilitarismo más ramplón tampoco sirve. ¿Cómo convencer, por ejemplo, a los más ricos para que paguen impuestos por servicios que no necesitan, o a los ciudadanos para que se involucren en actividades solidarias o cívicas de las que difícilmente van a obtener ningún beneficio concreto? En realidad, no hay ningún argumento sencillo con que combatir la poderosa idea de que lo más conveniente es, siempre, obtener la máxima ventaja al mínimo coste y, por lo mismo, que cada uno “vaya a lo suyo” ignorando (o utilizando para ello) a los demás.  

El único razonamiento a favor del ideal republicano y altruista de vida en común es complejo, y consiste en demostrar que el interés particular es realmente inseparable del general. No en un sentido material, claro (en ese sentido suelen ser opuestos), sino en otro, cabe decir espiritual. Así, cuando un individuo entiende que entre sus intereses más particulares está el de dar o encontrar sentido a la propia existencia, la necesidad de concebir la realidad (incluyendo la realidad social) de modo coherente y armonioso, comprendiéndose a sí mismo como parte de ella, acaba por anteponerse a aquellas visiones más estrechas y relativistas que justifican el egoísmo individual.

Diríamos pues que uno de los efectos de la especulación filosófica y metafísica es la adopción de una perspectiva tan ancha y articulada que permite ver al otro y a sus intereses como tales y, a la vez, como complemento de los propios. Si esta consideración del otro implica, además, como suele ser el caso, un compromiso más allá del aquí y el ahora, la metafísica y su consideración trascendente de las cosas se vuelven insustituibles. Piensen, por ejemplo, en el cambio climático. ¿Qué podría convencer a los que hoy gobiernan y gozan del mundo de que renuncien a un nivel de vida altamente contaminante para garantizar el futuro de las generaciones venideras? Es obvio que no obtendrían de ello ninguna ventaja presente. Lo único que podría convencerlos es la consideración del sentido de sus actos en un plano metafísico y ético en el que, más allá del rédito o placer inmediato, adquiriesen un significado pleno y coherente en relación con principios y valores orientadores de la existencia.

La reflexión filosófica es, así, una de las condiciones fundamentales para el asiento de una democracia real en que los individuos no aspiren a desarrollar trayectos personales completamente desvinculados de lo común, sino que conciban tales trayectos como trazos o partes de un proceso más integrador y significativo. De ahí la necesidad de educar a la ciudadanía en esa suerte de “competencia global” (como la denomina la OCDE) con la que reconocer nuestros actos, intereses e ideas a través de un ejercicio de reflexión y diálogo amplio y trascendente en que la cooperación, la actividad genuinamente política y la propia existencia puedan tener sentido.

 

martes, 14 de diciembre de 2021

Black Friday: el apocalipsis zombi

 

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Artículos periodísticos contra el consumismo se pueden consumir todos los días. Este es uno de ellos. Pero distinto, claro, si no ¿por qué lo iba a querer leer usted? Para distinguirnos, empecemos por afirmar que el consumismo no es ninguna lacra sino, por el contrario, un síntoma inequívoco de progreso social. Por ello usted y yo, y hasta el antisistema más aguerrido, hemos de confesar que consumimos (cada uno en el stand correspondiente de la feria, eso sí). Algo que, por otra parte, se ha hecho siempre.

Uno de los mitos a derribar es precisamente este de que el consumismo sea un rasgo específico de nuestro tiempo. La práctica de adquirir cosas no imprescindibles, pero que reportan comodidad o placer (incluyendo placer estético o intelectual), o un plus de prestigio o estatus, no es exclusiva de nuestra época: desde el neolítico, la posesión y exhibición de costosos objetos de lujo (joyas, armas, ropas, obras de arte…) como fuente de placer y símbolo de clase, riqueza, fuerza, capacidad sexual, poder, vínculo con los dioses o cualquier otro valor en boga, ha sido una constante, al menos entre las élites, para las que el consumo ha sido siempre un modo de vida.

Lo que sí es específico de nuestra época es la generalización y vulgarización de esta conducta consumista. Si antes solo consumían las clases privilegiadas, ahora lo hacemos todos (de forma estratificada, claro, y graduando el valor material y simbólico de lo que se consume). Una transformación que no solo tiene causas económicas – la necesidad de masificar el consumo para mantener los ritmos de inversión y beneficio del capital – sino también otras de tipo social, político o cultural.   

Desde un punto de vista social, el consumismo es la principal seña identitaria de una clase “media” destinada a amortiguar los efectos de la desigualdad económica, una desigualdad que, desprovista ya de todo encanto religioso, supone siempre un importante elemento de desestabilización. Para el poder político moderno, desprovisto de ínfulas sagradas, la provisión constante de baratijas para el consumo de la gente es un modo perfecto de mantener la conformidad con el orden establecido.

Por otra parte, el fundamento cultural de la generalización del consumismo parece claro: una vez derribados los grandes ideales religiosos, políticos o filosóficos, a nuestra época no le queda otra cosa mejor que hacer que consumir (objetos de lujo, experiencias con que ocupar el tiempo de ocio, información, cultura, relaciones humanas…). Y no es que el consumismo genere vidas vacías, como suele decirse, sino que es la vida la que, vacía de significado, genera el consumismo para intentar paliar o disimular ese vacío. Que haya otras formas mejores de hacerlo (la religión, el arte, la compulsión por el trabajo, el gusto por el poder, la costumbre de tener hijos…) es algo que habría que discutir.

Vivimos, pues, como siempre, pero quizás más que nunca, en una sociedad de consumidores, de clientes (más que de ciudadanos) conectados a una galería comercial global en la que se consumen a la vez cosas, personas, creencias, ideas políticas o cultura, sin otra preocupación que la de adquirir los medios para mantenernos conectados de manera solvente.   

Es cierto que esto genera ciertos efectos problemáticos (“problemas de ricos” en todo caso): “adicción” a las compras, apatía política o, en general, una especie de narcisismo o infantilismo crónico. Pero a cambio tenemos (como los niños) bienestar material, comodidad y entretenimiento garantizado. Además, el vicio de consumir produce (según el credo liberal) la virtud de generar riqueza para todos. ¿Puede la utopía decrecionista, con su postal neoevangélica de hortelanos felices, competir con el paraíso que es la planta (ahora pantalla infinita) del gran almacén repleta de fetiches, emociones, deseos, valores y relaciones humanas que consumir?

Y lo peor no es que este paraíso sea lo mejor, sino que, como es lógico, nadie quiere darse de baja en él. Lo siento por los defensores de la austeridad y los ecologistas, pero nadie quiere ser pobre (ni los que lo son ni los que no). De ahí que tarde o temprano – y en el cambiante escenario climático que se avecina – la gente tendrá que luchar con fiereza por recursos cada vez más escasos. ¿Hasta el punto de una guerra? Es probable. Como también lo es el desastre que supondría una guerra a gran escala con el armamento del que se dispone hoy (¡Y que también hay que gastar, qué narices!).

Pues eso, dejen de preocuparse y láncense a ese Black Friday (y a las compras de Navidad, y a las rebajas, y…) como si no hubiera un mañana. El apocalipsis está cerca. Y tal vez las armas químicas no destrocen todo lo que aún queda por comprar. A los zombis desarrapados que anden por aquí les dará la vida. Si es que esos zombis no han llegado ya, y somos nosotros, tambaleándonos con una tarjeta de crédito en cada mano.

 

jueves, 9 de diciembre de 2021

Filosofía, educación y democracia.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

Entre filosofía, democracia y educación ha existido siempre una relación íntima. De hecho, aparecieron casi a la vez, como bulliciosas y peleonas trillizas en la Grecia de Sócrates, Pericles y Aspasia. Sea por esta hermandad histórica o por la naturaleza propia a cada una de ellas, lo cierto es que ninguna se deja concebir idealmente sin la otra. Esto no quiere decir, desde luego, que la filosofía o la educación no existan más que en regímenes democráticos, sino que, sin la conexión de cada una con las otras dos, no llegan a ser más que una pobre e incompleta versión de sí mismas. Veamos en qué consiste y a qué da lugar este amoroso trío.

En primer lugar, las tres, filosofía, educación y democracia, giran en torno a un mismo y problemático asunto: el de lo qué deben ser (y lo que son idealmente) las cosas. Así, la filosofía busca conocer lo que debe ser la realidad, el ser humano, la verdad, la justicia, etc. (esto es: la idea o ideal de cada una de esas cosas), poniendo entre paréntesis lo que de ellas nos es dado. Por otra parte, la democracia trata de establecer lo que debe ser un consenso justo frente al poder fáctico de la fuerza, la costumbre o el dogma. Y la educación, en fin, tiene idealmente por objeto ayudar a que seamos lo que creemos que debemos ser a partir del dato de lo que de hecho somos y sabemos.

Otro elemento común a la filosofía, la democracia y la educación es el diálogo. El diálogo en torno a las grandes preguntas, en el caso de la filosofía; el diálogo como procedimiento para tomar decisiones políticas, en el caso de la democracia; y el diálogo como raíz misma del aprendizaje (no hay aprendizaje sin ese diálogo, externo e interno, por el que nos convencemos de lo aprendido). En los tres casos el diálogo debe ser, además, incesante, de manera que todo debe ser revisado y expurgado una y otra vez de errores, injusticias y prejuicios.

Un tercer rasgo común es el carácter reflexivo o autorreferente propio a las tres. La filosofía es un pensar en lo que se piensa; la democracia un democrático legislar sobre cómo legislar democráticamente; y la educación una capacitación para el desarrollo de las propias capacidades. La reflexión filosófica, la autonomía política y el aprender a aprender son, así, la expresión de lo que son, o deberían ser, respectivamente, la verdadera actividad filosófica, democrática y educativa.

A partir de esta somera descripción de la relación entre democracia, educación y filosofía deberíamos tener ya claro el lugar que ha de tener la filosofía en la educación en democracia (es decir, “en” una democracia y “en” aquellas competencias imprescindibles para ejercer una ciudadanía democrática).

La filosofía tiene la función, en primer lugar, de dotarnos del bagaje necesario para afrontar la tarea trascendental de considerar o reconocer por nosotros mismos lo que deben ser las cosas (el mundo, el ser humano, la verdad, lo justo, lo bello…). Ninguna ciencia puede ocuparse de esto (las ciencias se ocupan de “salvar las apariencias”, no de la idea o ideal de las cosas), y la religión o el arte lo hacen, pero no de forma estrictamente racional.

En un sentido procedimental, la tarea educativa de la filosofía es enseñar a dialogar. El diálogo filosófico, que no es el de las tertulias de la tele ni el de los torneos de retórica, consiste en examinarlo críticamente todo, empezando por las ideas propias, para intentar reconstruir luego una tesis racional que acepten los demás. Sus rasgos distintivos son la cooperación (no se compite), la honestidad (no se manipula), la intención de aprender (se reconocen y valoran con objetividad las razones del otro) y el rigor argumental (se evitan falacias y errores lógicos).

Y la tercera función fundamental de la filosofía es generar en nosotros una actitud reflexiva, algo que no equivale a pasividad o indiferencia (como suele decirse: no hay nada más práctico que una buena teoría), sino al necesario ejercicio de la lucidez. La lucidez consiste en ver y pensar más allá de lo que uno ve, piensa, desea o siente en cada momento o contexto. Sin esa lucidez no es posible la acción libre, inteligente y orientada al bien común.  

Sostendríamos así que solo en el ejercicio filosófico cabe explorar sistemáticamente el ámbito axiológico del “deber ser”, que solo la filosofía puede dotar a las personas de una imagen consistente, ideal y racional del mundo que permita conectar sus intereses particulares con los generales, y que es la actividad filosófica la que convierte el diálogo crítico y la actitud reflexiva en los hábitos que han de sustentar la práctica democrática y educativa. Diríamos, en fin, que la filosofía representa la praxis deslegitimadora y deconstructiva que (paradójica pero lúcidamente) más coherentemente legitima y contribuye a construir la democracia. De ahí la necesidad de educar en ella a todos los ciudadanos.

 

domingo, 5 de diciembre de 2021

martes, 30 de noviembre de 2021

¡La ética, esa maldita María!

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario.es


Las “Marías”, ya sabrán o recordarán ustedes, son aquellas asignaturas de naturaleza “decorativa” que dábamos en el colegio y que le importaban un bledo a todo el mundo. Solían ocupar un espacio mínimo o simbólico en el horario (una o, con suerte, dos horas por semana) y las impartían profesores que, en muchos casos, no tenían ni idea, con lo que, en buena lógica, se dedicaban a matar al tiempo proyectando películas o charlando de lo primero que se les pasaba por la cabeza. Eso sí, en la época de los sacrosantos exámenes, nos dejaban la hora para estudiar. Y esa era, casi siempre, la única utilidad que tenían.

“Marías” las hubo y las hay de diversos tipos. Hagan memoria: la plástica, la educación física, el arte, la religión y, desde luego, la ética. Algo, esto último, que siempre me llamó mucho la atención. La educación plástica es fundamental, sin duda, y la educación física, y la música. Y la religión, para qué nos vamos a engañar, también significa mucho para mucha gente. Pero, ¿y la ética? – pensaba yo – ¿No es acaso lo más importante de todo? ¿No es fundamental saber algo (o intentarlo) acerca de un asunto tan peliagudo como el de “lo bueno y lo malo”? 

Porque a ver: la vida, la salud, el dinero, el amor, la religión, la música, o lo que sea, nos parecen importantes porque las consideramos cosas “buenas” (y definan bueno en el sentido que crean más bueno: placentero, conveniente, debido, justo, digno…). ¿Pero por qué han de ser “buenas”? De hecho, hay gente que no las considera así (los suicidas, los que se enganchan a drogas peligrosas, los que desprecian la riqueza, los que practican la castidad, los talibanes que odian la música…). Fíjense que incluso para averiguar si algo es realmente más importante (es decir: “más bueno”) que la ética haría falta la reflexión ética…

Ahora bien, siendo la ética lo más importante de todo (o, al menos, la materia que sirve para pensar en qué es lo más importante de todo), ¿cómo es que se la trata en el sistema educativo como una maldita María? Además, el resto de las tradicionales Marías (la educación física, la música, la religión…) tienen, como mal menor, otros espacios disponibles para quien esté interesado: los gimnasios y polideportivos, las escuelas de música, las parroquias… ¿Pero y la ética? ¿Dónde se imparte ética más allá de la escuela?

Hay quien responde a esto último que “en casa”; es decir, que es en el entorno privado donde hay que transmitir la moral y los valores. Pero ni a mí ni a los adolescentes a los que doy clases nos convence para nada esta respuesta. Primero, porque no solemos estar de acuerdo con gran parte de los valores que se nos transmiten, casi siempre sin razón suficiente, desde el entorno familiar, social o mediático. Y segundo, y más importante, porque nos parece que sobre esto de la ética tiene que haber algo más que el saber infuso y parcial (cuando lo hay) de la familia, las tertulias de la tele o los colegas.

¡Y vaya si lo hay! Cuando uno abre cualquier manual de filosofía y se va al capítulo dedicado a la ética, comprueba que sobre esto tan presuntamente infuso o subjetivo de “lo bueno y lo malo” existen decenas de escuelas, tendencias y teorías, tanto antiguas como de rabiosa actualidad, y cientos de libros, tesis y expertos investigando, debatiendo, produciendo ideas y participando de comités científicos, médicos, empresariales o políticos. Esta ética no es, por demás, ninguna lista de mandatos o valores que haya que adoptar por narices, o desde argumentos ya inventariados, sino una disciplina que lo analiza todo: desde lo que es una “norma” o un “valor” hasta las peculiaridades del lenguaje en el que expresamos y justificamos nuestros particulares juicios morales. Un saber, además, en que se diseccionan y afrontan problemas cotidianos que a mucha gente ni siquiera le parecen problemas, sino “cosas que pasan” (la desigualdad económica, el sometimiento de las mujeres, las consecuencias del desarrollo tecnológico, la manipulación de los medios, la injusticia de las leyes, y mil más).

Porque, y esta es otra, mucha gente, gobernantes incluidos, piensa que la ética y la simple educación en valores son lo mismo, confusión que se debe, sin duda, a que a menudo se usa el mismo término para designar al que es “bueno” y al que estudia “lo que es bueno”, al que hace “lo que hay que hacer”, y al que se pregunta de forma sistemática “por qué hay que hacerlo”. Pero es claro que ambas cosas son muy distintas. La educación en valores está dirigida a la transmisión de aquellos mínimos principios morales o normativos que deben regular la convivencia y el comportamiento de las personas, mientras que la ética se ocupa de la reflexión racional acerca de los valores y de lo valioso en sí, dotando al alumno de las herramientas y hábitos (teorías y enfoques éticos, conceptos de filosofía moral, pensamiento crítico y sistemático, lógica y ética de la argumentación, procedimientos dialógicos, análisis de dilemas morales, etc.) necesarios para afrontar por sí mismo los retos y desafíos de su entorno, además de establecer de forma autónoma y responsable su propia escala de valores.

Además, todo esto tan sumamente importante que transmite la ética (y no, o solo circunstancialmente, la educación en valores) no lo puede enseñar “transversalmente” ninguna otra materia. En todas las materias se puede desentrañar un problema moral, ejercitar el diálogo argumentativo o practicar el pensamiento crítico, pero solo en ética se trata de todo esto de manera sustantiva, exhaustiva y problematizada, atendiendo a sus fundamentos, condiciones, normas, tipos, propiedades y límites. Pensar lo contrario sería tan absurdo como pensar que, dado que en todas las asignaturas se habla o se manejan números, podemos convertir a la lengua o la matemática en “Marías” con una hora semanal.

Porque, hablando claro: que después de tanto bla-bla-bla de los políticos sobre lo importantísimo que es la educación para resolverlo todo (desde el cambio climático a los discursos de odio, pasando por el machismo y la violencia contra las mujeres, el consumismo, las adicciones, la desinformación, la corrupción, el suicidio juvenil, el género, y mil asuntos más) ahora resulte que la única materia que se ocupa directamente de todo esto en la educación obligatoria sea una asignatura consagrada a la educación en valores (no estrictamente a la ética) y con una sola hora a la semana (35 horas en toda la ESO, mientras que Religión, por ejemplo, dispone de 140) es, si lo hubiera, de juzgado de guardia político – un juzgado, por cierto, que tendría que estar compuesto de ciudadanos éticamente bien formados –.

En conclusión, sin una profunda educación ética y bien dotada de horas y espacios en las escuelas e institutos, vamos a generar ciudadanos no solo incapaces de afrontar de forma madura dilemas y decisiones de relevancia personal y social, o de entender a fondo lo que implican sus propios juicios y posiciones morales o políticas, sino algo peor aún: ciudadanos inermes ante todo tipo de demagogos, sectarios, salvapatrias, tunantes y vendehúmos; esto es, vamos a contribuir, más aún, a crear el peor de los mundos posibles. Piénselo. Y pongan, por favor, toda su competencia ética en hacerlo.

Ética, educación cívica y el lugar de la filosofía en la educación en democracia.

 

En estos días, y al calor de la movilización por la recuperación de la educación ética y filosófica en la enseñanza secundaria, hemos tratado de las complejas relaciones entre ética y educación cívica, y del papel de la filosofía como eje de la educación en democracia. Lo primero fue en las Jornadas de Fin de Proyecto "El filósofo, la ciudad y el conflicto de las facultades", en la Universidad Complutense de Madrid. Y lo segundo en el Aula Manuel Alemán de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. 

Aquí se puede ver una buena parte del acto en la UCM






lunes, 29 de noviembre de 2021

Patrimonio y «terruñismo».

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La primera vez que hice turismo por el interior del Reino Unido me llevaba unos chascos de aúpa. No era raro que perdiera una mañana para llegar a algún sitio señalado como yacimiento o monumento histórico y que no encontrara allí más que el solar o los cuatro muros esparcidos de algún inapreciable edificio. A veces, el inevitable Centro de interpretación (con su tiendecilla de libros y souvenirs) era más grande que lo que interpretaba.  Si algo me impresionó, en fin, de aquella tierra, fue el modo, exquisito hasta la exageración, en que cuidaban de su patrimonio.

¿Y en nuestro país? ¿Ocurre lo mismo? Ya se imaginan la respuesta. Aún recuerdo como la joven guía de un pequeño museo arqueológico (creo que por Osuna) nos contaba que las preciosas figurillas y monedas romanas que se exponían ahora en las vitrinas eran las mismas que usaban los niños para jugar en cierto lugar junto al pueblo. Yo mismo, hace más de veinte años, aún le daba al fútbol entre las piedras (literalmente, pues servían de portería) del circo romano de Mérida. Un inglés alucinaría con todo esto. Teniendo mucho más patrimonio histórico que otros países (o quizás por eso), lo hemos tratado durante años con la punta del pie. Y una prueba son los más de mil monumentos (castillos, conventos, ermitas, palacios…), sesenta y uno en Extremadura, que permanecen en la Lista Roja del Patrimonio, esto es, al borde de la ruina completa.

Es cierto que existe una sensibilidad cada vez mayor hacia estos lugares y edificios singulares, y una idea más ajustada y lúcida que la que se tenía antaño de los beneficios, no solo económicos, que supone el invertir en ellos. No es difícil. Hay que estar ciego para no ver que si unimos (y no acabamos por malvender y estropear) el impresionante patrimonio natural de Extremadura – uno de los mejor conservados de Europa – y su rico y variadísimo catálogo monumental (restos megalíticos, templos tartésicos, edificios romanos…) dispondremos de una mina turística y cultural de primer orden. 

Y lo mejor es que para extraer réditos de esta mina no hace falta contaminar o cargarse nada, ni realizar un esfuerzo financiero inasumible. Aunque sí emprender políticas más decididas, tanto en la promoción turística y educativa, como en la adquisición de la titularidad de buena parte de ese patrimonio que, por estar emplazado en terrenos privados, depende para su conservación de la buena voluntad y generosidad de particulares. 

Más allá de esto, solo hace falta crear (¡Y mantener!) una mínima infraestructura de señalización, servicios y accesos públicos, y renovar la que anda abandonada. Lo digo porque localizar y visitar alguno de estos monumentos representa a veces una odisea, además de algún que otro conflicto, pues la inexistencia (o la frecuente ocupación privada) de caminos públicos obliga a la petición de favor a los propietarios o a andar saltando vallas como un furtivo. Y tampoco vendría mal algo de vigilancia. No puede ser que restos arqueológicos o edificios históricos de primer orden se hallen sin control alguno y a merced de cualquier vándalo en mitad del campo.

Todo esto que hemos dicho para el patrimonio material también vale, por supuesto, para el inmaterial, como las fiestas populares, la gastronomía, la música, la literatura oral o las hablas vernáculas, incluido el llamado extremeñu, que no es “la lengua de los extremeños” como algunos exagerados claman (a la vista o al oído está), pero que sí es un elemento patrimonial (no identitario, conviene separar muy bien ambas cosas) que ha de ser investigado y documentado antes de que desaparezca del todo, cosa que pasará, por la sencilla razón de que no se debe (aunque se pueda, como ocurre en otras comunidades) obligar a la gente a hablar una lengua a la fuerza.

Toda esta demanda de protección del patrimonio no tiene nada que ver, por cierto, con el “terruñismo”, el chauvinismo provinciano o la frecuente idealización edénica de lo ya perdido. Proteger y conservar las tradiciones más importantes, incluso las peores (no más allá del museo), es una estimable estrategia para reconocer lo mejor que somos y prevernos de lo peor. Pero ojo, esto no implica sustituir la cultura viva y real por un folklore impostado y casi obligatorio, como el que por motivos políticos (en el peor sentido de la palabra “político”) se cultiva en otras partes del país. 

Conocer y hacer conocer esta bendita tierra, con sus infinitos encinares, sus cielos límpidos, sus inigualables monumentos y sus gentes, es un filón maravilloso de riqueza cultural y de la otra. Hagámoslo más grande, no empeñándonos en buscar de forma artificiosa “nuestras diferencias”, sino procurando que todos se reconozcan en lo más hermoso y significativo que poseemos. 

jueves, 18 de noviembre de 2021

Halloween, identidad y metaverso.

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Es tradicional discutir cada año sobre la amenaza que representa Halloween para nuestras más rancias costumbres. Una discusión en la que suele olvidarse que la cultura es necesariamente algo vivo, cambiante y sujeto, siempre, a influencias externas. De hecho, si nos pusiéramos a escarbar descubriríamos que la mayoría de nuestras tradiciones son fruto de la influencia o colonización de otros pueblos (celtas, fenicios, romanos, árabes o, ahora, anglosajones).

¿Se imaginan las protestas de los antiguos celtíberos por la invasión de latinajos de la que proviene nuestro idioma? ¿O el desprecio con que los viejos despotricarían del “foot-ball” a principios del siglo pasado? Pues ya ven, no hay ahora nada “más nuestro” que hablar español o jugar al fútbol. Y así con todo. Por eso hay que reírse a mandíbula batiente de aquellos que pregonan el acabose cultural que, según ellos, supone celebrar Halloween. Más aún cuando muchos de los que reniegan hoy de las pérfidas costumbres extranjeras son los mismos que, de jóvenes, sufrieron la incomprensión de sus mayores por darle caña al rock, vestir como vaqueros de Wisconsin o desmelenarse en la “discothèque”. ¡O tempora, o mores!

Que los chicos de hoy prefieran, en fin, deambular por la ciudad disfrazados de zombi a comer castañas pilongas en el campo es tan normal como que los mayores nos escandalicemos de ello y entonemos un afectado lamento de idealizada nostalgia por “lo nuestro”. Ha pasado siempre. Lo peliagudo es que confundamos “lo nuestro”, no ya con lo que (si acaso) conviene conservar en un museo, sino “con lo que hay que imponer por ser parte consustancial de nuestra identidad”. Cuando la gente se pone identitaria se acabó la risa, y toca echarse a temblar.

Lo menos malo que puede pasar cuando la gente enferma de “terruñismo” es que le dé por el folklore, es decir, por la momificación subvencionada de lo que antes fue cultura viva (y que, como todo lo vivo, tiene irremisiblemente que morir). Y ojo que el folklore y su estudio no están mal en sí. El problema viene cuando pretende imponerse como lo que no es, como cultura viva, y se obliga cordialmente a los niños a vestirse de lagarterana, a leer al bardo local en la escuela (por malo que sea), o a aprender el aurresku o la sardana para exhibirse el día de la fiesta nacional. Algo que, de momento, y toquemos madera, no ha pasado aún por aquí.

Decía hace años el escritor Sánchez Adalid (justo en el discurso de entrega de la medalla de Extremadura) que, gracias a Dios (Adalid, además de escritor es cura), los extremeños no tenemos identidad y que, justo por eso, somos libres. No puedo estar más de acuerdo. Tal vez, frente a la estrechez cateta de otros, los aquí presentes hemos intuido que la identidad humana, más que un anclarte en las costumbres de “toda la vida”, es un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. No hay mejor forma de crecer que sumando identidades. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el alma. Amar tu tierra está bien; pero amar la tierra y costumbres de tus antípodas te hace, seguro, mejor persona.

Por supuesto, esto no quiere decir que todo cambio cultural sea bueno. Todo depende de la dimensión y, sobre todo, de la dirección del cambio. A este respecto, es sorprendente que la gente discuta ardorosamente sobre la “colonización cultural” que representa Halloween y se quede tan pancha acerca de otros cambios de costumbres infinitamente más graves.

Casi nadie habla aquí, por ejemplo, de la reciente apuesta de Facebook y otras grandes empresas por la creación de entornos virtuales digitales (el llamado “metaverso”) a los que, tal vez en poco tiempo, tendremos que “teletransportarnos” para trabajar, relacionarnos, dar clases, comprar, opinar, entretenernos, manifestarnos, votar o hacer todo tipo de gestiones con la misma naturalidad con que lo hacemos ya en el tosco Internet bidimensional de toda-la-vida.

Y fíjense que no se trata de la simple “colonización” de nuestro paisaje cotidiano, ya de por sí repleto de pantallas generadoras de “realidad”, sino de la paulatina sustitución de este por otro mundo virtual creado y controlado hasta el último detalle por los ingenieros de esas gigantescas empresas tecnológicas que son Facebook, WhatsApp, Microsoft, Amazon, Apple…. ¿No es de esta “super invasión cultural” de la que tendríamos que estar hablando (aunque sea en el enjambre de redes sociales que ella nos proporciona) en lugar de sobre la pervivencia de la “chaquetilla”? Si no reparamos en cosas como esta, los zombis vamos a ser nosotros, y no los chiquillos que se disfrazan en Halloween.

martes, 9 de noviembre de 2021

Filosofía o la utilidad de las utilidades

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Decía Kant que la filosofía, justo por no ser inmediatamente útil para nada, era el más necesario y libre de los saberes. Diríamos que, gracias a estar “liberado” de lo urgente y cotidiano, el filósofo puede dedicarse a lo más práctico de todo: a averiguar para qué debe servir lo que sirve o, como decía Machado, a buscar la “utilidad de las utilidades”.

Así, no es que la filosofía “no sirva para nada” sino, más bien, que “no sirve a nada ni a nadie”. Y justo por no servir a nada ni a nadie, puede servir para todo (para lo más fundamental de y del todo) y consagrarse a la búsqueda de la verdad, caiga quien caiga (o caiga lo que caiga). ¿Habrá algo más útil que esto?

Veamos un ejemplo de cómo la filosofía sirve en efecto para todo en el ámbito, siempre polémico, de la educación. En general, cualquier asunto o disputa mínimamente interesante sobre educación ha de echar mano de la filosofía. Piensen en qué, por qué y para qué debemos educar a niños y adolescentes. Toda respuesta que demos a estas preguntas habrá de deducirse de alguna concepción (consciente o inconsciente, crítica o acrítica) de lo que son y deben ser las personas, la sociedad, el conocimiento o el mundo; esto es: de una determinada perspectiva o modelo filosófico de la realidad. De hecho, las teorías pedagógicas o las políticas educativas se diferencian por la “filosofía de la educación” que sustenta a cada una de ellas. Y reparen que digo “filosofía” y no “ciencia” de la educación. La razón es que no hay ciencia positiva alguna que se ocupe del “deber ser” ni, por tanto, del cómo, en qué y para qué “debemos” educar a nadie.

Pensemos ahora en lo que debemos enseñar al alumnado. En cuánto de ciencia, religión, valores, arte o hábitos físicos se le debe transmitir. O en si hay que enseñárselo todo junto, en “ámbitos”, o en compartimentos estancos como hasta ahora. Para aclarar estas cuestiones debemos igualmente echar mano a la filosofía y preguntarnos qué es un saber, en qué se diferencian y qué tienen en común las distintas disciplinas, o cuál es la verdad y el valor de sus respectivas y presuntas verdades y utilidades. Así, por ejemplo, si no queremos impartir materias aisladamente (lógico, dado que en ningún sentido esencial están aisladas), será imprescindible aplicar una perspectiva sistémica, articulada, reflexiva y crítica del saber en general y de cada una de sus partes, esto es: un saber del saber mismo. O lo que es igual: una filosofía del conocimiento.

Vayamos al cómo enseñar. Seguro que todos coincidimos en que una enseñanza verdaderamente eficaz es aquella que hace que el alumnado comprenda a fondo, valore y asimile determinados saberes (y que, motivado por ello, adopte determinas actitudes y se ejercite en ciertas destrezas). Ahora bien, ¿qué es comprender a fondo algo sino entender sus causas y principios últimos? Esto es: saber no meramente lo “qué” ocurre, sino también “por qué” y “en orden a qué” ocurre. Si a un niño o adolescente no se le alimenta el deseo natural de saber las razones profundas de las cosas, para tener, así, una visión coherente y con sentido de lo real (por discutible y perfectible que esta sea), este deseo se le desinfla, y ante ese alumno desmotivado solo caben ya las amenazas, los exámenes, las broncas, el esfuerzo mecánico: todo lo que, en suma, nada tiene que ver con educar a nadie.

Afrontemos, al fin, la que es, acaso, la pregunta filosófica más importante con respecto a la educación: ¿para qué educarnos o educar a nadie? Es obvio, en primera instancia, que la educación es imprescindible para sobrevivir, pero para eso vale casi cualquier educación (y no hacen falta escuelas ni maestros). Educarnos debe servir, como diría Aristóteles, no solo para vivir, sino para vivir bien. Y aquí nos topamos con el problema de los problemas filosóficos: qué es el bien. O, en un sentido más social: qué es lo justo. En una y otra cosa (en el saber y la práctica de lo bueno y justo) solo cabe avanzar pensando y dialogando como hacen la ética y la filosofía.  No hay otro camino. Y sin andar en esa búsqueda activa y crítica es imposible ser buena persona o ciudadano libre y responsable.

Dicho lo dicho, espero haber mostrado que la filosofía, aunque particular y superficialmente inútil, sirve general y fundamentalmente para todo lo que es importante (empezando por la reflexión en torno a lo importante mismo). Y que, en el ámbito de la educación, es necesaria para que esclarezcamos en qué, cómo y para qué debemos educar y educarnos. Ahora, señores gobernantes, dejen ustedes al común de los ciudadanos (los que no puedan o quieran acceder al Bachillerato) sin ética ni filosofía y, por muy modernas, europeas, competenciales y molonas que sean sus nuevas leyes educativas, no servirán para nada. Para nada justo o bueno, claro.

lunes, 1 de noviembre de 2021

Apología del tertuliano

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.



Los tertulianos de los medios tienen (tenemos, he de incluirme en el lote) muy mala prensa, aunque, como pasa con los vicios, se fustigan en público y se disfrutan en privado. Curiosamente, se les vilipendia con frecuencia desde las secciones de opinión de los periódicos, es decir: por parte de esa otra especie de tertuliano en formato monólogo que son (somos) también los columnistas. No digamos si, además, el crítico es novelista y está acostumbrado a opinar lo que le viene en gana bajo el legítimo pretexto de la ficción – ¿habrá mayor tertulianismo que ese? –

No sé, en fin, a qué viene esta manía de crucificar a los que se dedican a opinar en los medios audiovisuales, es decir: a exhibir ante la cámara o el micrófono lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos hace de la noche a la mañana en casa, en el trabajo, en cualquier lugar público y, por supuesto, y a todos los niveles, en los corrillos del poder: opinar y juzgar sobre todo y sobre todos. ¿A qué viene entonces ese desprecio por los tertulianos de la tele? ¿Tan difícil es ver la viga en el ojo propio?

A veces creo (opino) que la cosa está en lo mucho que se acredita uno desacreditando cosas. No sé si es algo autóctono o un rasgo universal de los seres humanos, pero a la gente le encanta vapulear moralmente a la gente (“la gente” es ese extraño colectivo al que, dado el desprecio con el que se le refiere siempre, parece que no perteneciera nadie). Cuanta más gente hundo o desprestigio, más me enaltezco y justifico yo mismo: esa es la idea.

Uno de los argumentos de los que critican el tertulianismo es que los tertulianos no suelen ser expertos en lo que tratan y se limitan, por tanto, a opinar sobre todo sin demasiado rigor. Es cierto. Pero no conviene confundir las cosas. Una tertulia (pública o privada, mediática o no) no es un congreso académico, sino una reunión de personas hablando y diríamos que en ejercicio de su ciudadanía democrática. ¿Y qué ejercicio es ese? Pues está claro: el de opinar, a partir de la información de la que el ciudadano medio dispone, sobre asuntos (por frívolos que sean a veces) de interés público.  

Esto último es importante aclararlo. La democracia es el imperio de la opinión y no, en absoluto, del juicio de los expertos – lo que equivaldría a una suerte de tecnocracia u oligarquía de sabios –. Esto quiere decir que, aunque confiemos en los expertos y los científicos para obtener información, la toma de decisiones no depende de ellos, sino de la ciudadanía en su conjunto. Esto tiene su lógica: la ciencia es un saber descriptivo y técnico, que se ocupa de hechos, y no de valores, por lo que carece de competencia política para dilucidar lo que es justo e injusto. Así, dado que no creemos que haya expertos o científicos en el asunto de la justicia, no queda otra que recurrir a la opinión, sea la de uno solo (como en los regímenes despóticos), sea la de la mayoría (como en las democracias). De ahí el valor político y cívico del debate de opinión, esto es: de las tertulias y los tertulianos, sean de barra, de plató, de red social o de bancada parlamentaria.

Por supuesto, esto no quiere decir que no se pueda y se deba mejorar la calidad del debate público. Es cierto que las tertulias mediáticas (y todas las demás) son caldo de cultivo para la demagogia y el populismo, algo casi consustancial a la democracia, siempre en un tris de convertirse en un patio de vecinos, pero evitarlo no consiste en denigrar el trasiego de opiniones que la constituye (sustituyéndolo por el pontificado de los tecnócratas), sino en perfeccionarlo.

De entrada, hay que reconocer que encender la tele o la radio y toparse con una tertulia (preferentemente política o cultural, pero hasta las más frívolas valen) es democráticamente preferible a hacerlo con un desfile, una corrida de toros o la Santa Misa (los tres programas favoritos del extinto régimen). En segundo lugar, se trata de elevar el nivel, diríamos filosófico, del tertuliano medio. No dictaminando que sean los más sabios o filósofos los que únicamente hablen, ni haciendo que los que siempre hablan sean filósofos, sino dándole voz a una ciudadanía filosóficamente cada vez mejor formada.

Es el sueño con que alucinamos algunos en esta caverna: el de concebir la democracia como el gobierno de un pueblo educado para hacer política, esto es, para poder dilucidar libre, pero también crítica y racionalmente (si es que ambas cosas, ser libres y actuar racionalmente, no son lo mismo), lo que es o no es justo. Y hacerlo, claro está, en diálogo –o tertulia – permanente con los demás. No se va a lograr mañana. Pero si nos acostumbramos a hablar y discutir – en los medios, en la calle, en las aulas, en donde sea –, las cosas solo pueden ir a mejor. O eso opino yo.

Sobre el día de los difuntos


Una breve reflexión sobre el día de los difuntos. Hoy en El Periódico Extremadura. 

martes, 26 de octubre de 2021

Psicólogos y botellones

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

¿Deliro si afirmo que vivimos en una sociedad “psicopatologizada”, en la que muchos de los problemas sociales o morales se pretenden arreglar con psicólogos? ¿Es paranoico decir que la psicología forma parte hoy del dispositivo ideológico que nos amansa y ciega con el mayor de los cuidados? ¿Supone un exceso de psicopatía por mi parte, en pleno frenesí publicitario-institucional en torno a la salud mental, expresar mis dudas al respecto? Vayamos por partes.

No hay duda de que el Estado debe ofrecer atención psicológica y de calidad para todos, ni de que hay que dejar de estigmatizar la enfermedad mental (un estigma debido, en parte, a que afecta a nuestra identidad como personas en mucha mayor medida que la enfermedad física). Ahora bien, dicho esto, y dejando las enfermedades mentales a un lado, ¿deben los psicólogos ocuparse del malestar emocional que destila por todos sus poros nuestra sociedad del bienestar?

Yo creo que no. Primero porque ese malestar solo es “emocional” en la medida en que no se deja analizar y entender fácilmente, por lo que lo que hay que hacer es dar a la gente herramientas intelectuales para hacer ese análisis (esto es: educación crítica, y no bonos para el psicólogo). En segundo lugar, porque ese malestar tiene causas objetivas (económicas, sociales, ideológicas) que solo pueden resolverse reevaluando nuestros valores (y actuando en consecuencia), algo que en ningún caso compete a la psicología como tal.

Dicho de otro modo: un psicólogo no es un sabio consejero espiritual, ni un filósofo experto en ética, ni un mago o sacerdote que te asegure la bienaventuranza. Así, si el mundo te parece una bazofia, o te das cuenta de que la vida no tiene sentido, o reparas con angustia en la soledad y miseria material y moral que te rodea, la solución no es hacer terapia. La terapia psicológica no puede suplir el análisis político, ético o filosófico sobre la propia vida, ni el compromiso para cambiar las cosas que deviene, eventualmente, de dicho análisis. Y estoy seguro de que los psicólogos estarán en esto de acuerdo conmigo.

El uso ideológico de la psicología como presunto remedio para todo arraiga, por demás, en la ingenua (yo diría que religiosa) creencia contemporánea en la omnipotencia de la ciencia para solventar nuestros problemas. La gente piensa que igual que el científico puede resolver (mágicamente, porque poca gente entiende cómo) problemas técnicos o logísticos, puede resolver también, encarnado en la figura del psicólogo, todo tipo de asuntos morales o existenciales. Pero nada de eso. No hay psicólogo o experto científico que nos libre de pensar en cómo debemos conducir nuestra vida para ser realmente dignos o felices.  

La psicopatologización de los problemas sociales y morales se extiende a todos los ámbitos. Estos días he tenido que escuchar, por activa y pasiva, que la creciente ansiedad y preocupación de los jóvenes no es la lógica consecuencia de sus escasas perspectivas de empleo, de la precariedad en la que viven, de las ideas erróneas sobre el éxito que les hemos metido en la cabeza, o del debilitamiento de los lazos comunitarios frente a la vorágine del narcisismo digital, sino, simplemente, de que “sufren de más trastornos mentales”. Así, más que una masa de jóvenes en situación de hartazgo y tal vez proclives a forzar un cambio sociopolítico, lo que conseguimos es una panda de trastornados cuya principal reivindicación es contar con más terapeutas. La estrategia, calculada o no, es perfectamente perversa.

Seamos claros. Lo que necesita la juventud no son psicólogos, sino perspectivas e ideas ilusionantes con las que dar sentido y transformar al mundo. Y también, y como diría un marxista, una cierta “conciencia de clase”. Es necesario recuperar los lazos de camaradería y solidaridad intra e intergeneracional, dañados por el ultraindividualismo de nuestro tiempo y acentuados por la cultura digital y la pandemia. En este sentido, diría que hasta un botellón es más “saludable” que hacer terapia on-line. Si le quitas el elemento criticable del alcohol (una crítica cuando menos curiosa en un país en el que hay veinte veces más bares que bibliotecas), el fenómeno del botellón no es más que una forma “low cost” de cultivar los lazos sociales en el único lugar accesible que aún no está sujeto al negocio (y al control) digital, y que la mayoría de los jóvenes pueden sentir como suyo, y que es el espacio público.

El día, por cierto, en que los jóvenes ocupen ese espacio no solo para beber y charlar, sino para exigir con justa fiereza el futuro que descaradamente les negamos, no iba a haber psicólogos (ni bares) suficientes para paliar nuestra apoltronada y culpable angustia de adultos.

 

 

 

lunes, 18 de octubre de 2021

Asignatura pendiente

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Cada vez que le cuento esto a mis alumnos, alucinan. En parte porque estas cosas, por suerte, casi ya no pasan (o eso espero). Era mi último año en el bachillerato nocturno y, como trabajaba, decidí, de acuerdo con los profesores, dejar un par de asignaturas para septiembre; una de ellas, mi favorita: Historia de la Filosofía. Tras estudiar a fondo y a placer durante el verano, hice mis exámenes lo mejor que pude, incluso con virtuosismo (ese virtuosismo amateur – y un tanto arrogante – del adolescente apasionado por una materia). Pero, para mi sorpresa, la profesora de Filosofía me puso un insuficiente como un castillo. ¡Un suspenso, y en filosofía! No solo se trataba de un golpe para mi ego, sino, sobre todo, de la condena a repetir curso con una sola materia, y a aplazar un año entero el examen de acceso a la Universidad.

De nada sirvió que al revisar la prueba no pudiera mencionarme ningún error de relevancia, ni que el resto de los profesores intercediera por mí, ni el notable de mi nota media. A la profesora no le parecía suficientemente bueno mi examen y punto. Y entonces, cuando ciertos profesores decían “y punto”, no había nada que hacer. Se podía reclamar, pero era perder el tiempo. Un desastre. Pensé hasta en dejar los estudios. Mi única y mísera satisfacción fue volver al instituto, recién acabada la carrera (de Filosofía, claro) y, con no sé qué pretexto, exhibir ante aquella profesora la sucesión de matrículas de honor de mi expediente, las becas, el premio del Ministerio, las primeras publicaciones…  Me quedé muy a gusto, sí. Pero el año académico que absurdamente perdí (y todo lo que ello supuso) no me lo quitó nadie.

Dicho esto, entenderán ustedes que aplauda, casi incondicionalmente, una ley educativa que, como la presente, viene a garantizar que las decisiones sobre la promoción de los alumnos sean obligatoriamente colegiadas incluso cuando hay suspensos. ¿Por qué? Porque una decisión tan compleja y determinante no puede depender de una sola persona, sino de todo el equipo docente, y de la ponderación lo más objetiva posible de todo un plantel de factores, y no solo de la valoración individual de un examen.

¿Que esto es difícil? Sí, claro. Educar es, en general, muy difícil. ¿Qué habrá que establecer criterios para no incurrir en arbitrariedades o agravios comparativos? Por supuesto. ¿Que esto va a convertir algunas sesiones de evaluación en algo más complicado que discutir sobre las décimas obtenidas en una prueba, o sobre lo “cortito” o lo “vago” que es un alumno? ¡Ya era hora! Tratar con complejidad lo complejo de evaluar a los alumnos es una vieja asignatura pendiente con la que, inexplicablemente, hemos pasado una y otra vez de curso y de ley educativa.

De otro lado, hay quien dice que permitir que se titule con uno o dos suspensos es el acabose de la “cultura del esfuerzo”. Pero esto resulta igualmente discutible. Partamos de la idea, que nadie niega, de que el esfuerzo es necesario para aprender. Pero también del hecho de que solo aprende el que quiere, es decir, el que comprende el sentido y el valor de lo que le enseñan. Así, si “esfuerzo por aprender” significa entregarse con firmeza a una tarea por decisión propia y porque se cree que vale la pena, ¿tan terrible es titular o promocionar a un chico o chica que se ha esforzado en la mayoría de las materias, pero no ha logrado descubrir el interés o valor de alguna? Salvo excepciones, que habría que considerar, no creo que esto sea, en este ámbito formativo al menos, ningún error de bulto. A no ser que lo que también queramos “enseñar” a los chicos es a pasar por el aro de aparentar aprender a toda costa lo que no quieren ni entienden, memorizándolo y reproduciéndolo mecánicamente (es decir, a no ser que queramos cambiar el esfuerzo genuino y con sentido, por el esfuerzo ciego y embrutecedor). 

¿Pero queremos eso? ¿De qué sirve el esfuerzo sin sentido? ¿Qué tiene que ver con la educación, es decir, con la relación entre el deseo innato de aprender y la competencia del profesor para encauzarlo desde la convicción en el valor de lo que enseña? Yo creo que nada.

Es, además, llamativo que se le exija al alumno demostrar constantemente su esfuerzo, mientras que este se le suponga, por defecto, y casi de forma vitalicia, al profesor. Algo que no casa con el principio de que un fracaso educativo es cosa de todos: del que enseña (que es el profesional), del que aprende, y de lo que rodea a ambos. Aunque solo paguen, como de costumbre, los más débiles. Por eso yo, tras mi insuficiente en aquel examen de Filosofía, tuve que quedarme un año en el dique seco, y la profesora que, contra toda evidencia y frente a todos sus compañeros, determinó que no merecía superar el curso, siguió con su vida tan campante, y sin que nadie le exigiera repetir algún tramo de su, me temo que inexistente, formación pedagógica.

 

 

lunes, 11 de octubre de 2021

¿Es democrático hablar mal?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Una de las máximas más certeras que conozco es esa de que “por la boca muere el pez”. Aunque se usa para aludir a gente poco discreta o mentirosa, se refiere también al hecho, obvio, de que es a través del habla como se desvela lo que las personas son.

Seguramente, todos tenemos la experiencia de topar con individuos de lo más aparente que, al mostrarnos su incapacidad para hablar o dialogar con inteligencia y sentido, han perdido, de golpe, todo su atractivo inicial. A lo sumo, y en caso de expresarse en algún otro lenguaje de menor rango – digamos, no sé, el de los mimos o los músicos –, se les ha podido aguantar un rato – todo lo sublime que quieran –, pero no más. Al fin, no solo de imágenes y emociones vive el hombre.

A veces pongo a mis alumnos en una reveladora disyuntiva. Tienen que irse a vivir para siempre a una isla desierta, y solo pueden elegir a uno de estos dos acompañantes: un perro que habla, o un ser de aspecto humano (todo lo atractivo que quieran) que únicamente puede ladrar. La mayoría escoge, sin dudarlo, al perro. Intuyen que un ser que no pueda comunicarse en un lenguaje verbal (o en algún otro análogo, como el de signos o el código Braille) ni siquiera merece claramente la categoría de “humano”.

Ocurre algo similar si colocan a un niño pequeño frente a la representación de un objeto u animal que hable como una persona y, a continuación, ante un personaje con forma humana que solo emita sonidos mecánicos o propios de otros animales. En el primer caso, el niño se identificará rápidamente con la cafetera habladora o el dragón parlanchín; en el segundo, probablemente se asuste y no quiera saber nada con el “monstruo” aquel. Lo humano del ser humano – lo saben hasta los niños – está, pues, en el hablar.

Tal vez parezca simple, o injusto, pero solo encuentro dos criterios fiables a la hora de evaluar como tal a una persona: su aptitud para dialogar con honestidad y empatía, y que sepa escribir o, cuando menos, hablar. No me interesa (ni me fio de) la gente que no es capaz de rebatirse a sí misma (que es la forma más seria de reírse de sí) o de emplear el lenguaje con cierta pulcritud. Sin duda, se puede saber dialogar y escribir, y ser un canalla. Pero en este caso hay cura. Quién, en cambio, no domina el lenguaje, no domina su pensamiento; y quien no domina su pensamiento no tiene forma alguna de dominarse a sí mismo.

Crear o recrear – interpretándolo – un texto, trazar en él un mapa de ideas y operaciones, sembrarlo de hipótesis, abonarlo con argumentos y contraargumentos, y dejar, con todas sus podas, que crezca por sí solo, es el único modo que concibo de desvelar o dar a luz lo que uno piensa – tan distinto, a menudo, de lo que cree pensar –. Decía Platón que la escritura sustituye el pensamiento por la memoria. ¡Pero lo decía en uno de sus más prodigiosos escritos! Fuera de ese combate mayéutico, en fin, con el lenguaje y el texto – compendio de todo diálogo posible –, que es el arte de escribir, apenas cabe aventurarse en el pensamiento.

Escribo todo esto, no para insistir en aquello de la degradación actual del lenguaje – algo que es cierto, pero que también hay que valorar en el contexto de unos índices de escolarización o de acceso a los medios multiplicados en muy poco tiempo –, sino más bien para denunciar la perversa idea de que esa degradación en el uso de la lengua (incluso la administrativa o la educativa) es poco menos que un requisito democrático.

Circula así la consigna, por claustros, consejerías o ministerios, de que, “para que todo el mundo lo entienda”, hay que simplificar (que no es lo mismo, sino lo contrario, a veces, que clarificar) medios y mensajes, aliviando al lenguaje de estructuras complejas, párrafos extensos, vocabulario excesivo y argumentos que no quepan en el espacio de un tuit (que es el formato ya asentado de la declaración pública). Pareciera que la Administración se empeñara en imitar la economía del lenguaje verbal (y de la inteligencia) que imponen los medios audiovisuales.

Ahora bien, el imperativo de vulgarizar el lenguaje solo responde a una idea muy burda de lo que es “democrático”. La democracia es el gobierno del pueblo. Pero el pueblo ha de gobernar algo, digamos el Estado, que posee una entidad y unas funciones propias, entre otras la de capacitar o educar a la gente que ha de gobernarlo. Y educar no equivale a homogeneizar la práctica del lenguaje, sino a reconocer lo valioso de su heterogeneidad y promover aquellos usos que más y mejor nos permiten ser y comunicarnos. Hacer apología de la simpleza, en una época tan complicada de pensar como esta, es otra manera – otra más – de infantilizar, tutelar y entontecer plácidamente a la gente, manteniendo las desigualdades fundamentales bajo la apariencia de que, como hablamos igual (de mal), estas han dejado de existir.

miércoles, 6 de octubre de 2021

El bautizo de Noa

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura y El Diario de Mallorca.


“¿Pero es que nadie piensa en los niños?”, exclama con frecuencia Helen Lovejoy, la esposa metomentodo del reverendo de Los Simpson, que acostumbra a soltarla gimoteando, venga o no a cuento, en las más variopintas circunstancias. Supongo que el guionista la introdujo con el fin de satirizar el lacrimógeno y demagógico recurso de apelar a los niños para enturbiar emocionalmente cualquier disputa. O, quizá también, para señalar a aquellos que, aunque digan lo contrario, ni por asomo piensan de verdad en los niños.

Me acordé de la frase en mitad de un bautizo al que asistí hace unos días. Una de las niñas a bautizar tenía ya diez años, y el cura, en buena lógica, le preguntó que con qué nombre quería ser bautizada. La niña, de nombre Miriam, tras unos minutos de perplejidad, y ante la insistencia del cura, acabó por responder, y con una vocecita apenas audible le dijo a toda la Iglesia que como quería llamarse de verdad era Noa. La cara de los padres era un poema. El cura intentó mediar y propuso Miriam Noa. Pero la madre estalló entonces: “ni Noa ni Noe – vino a decir –, la niña se llamará Miriam y sanseacabó”. El espectáculo fue patético. Me pregunto que hubiera pasado si la niña, en lugar de Noa, hubiera pedido llamarse Juan José.

La anécdota es significativa de lo poco o nada que respetamos a los niños, y de cómo, bajo toda la pringosa sensiblería al uso, poca gente piensa realmente en ellos. Dudo que la humillación que recibió el otro día esa niña, al comprobar como su timidísimo arrebato de voluntad era aplastado delante de todos, y en mitad de una ceremonia sagrada, pueda olvidársele fácilmente. 

Pero no solo se trata del nombre (algo tan personal), o de frivolidades como la decoración del cuarto, el corte de pelo o la ropa que se usa (que algunos padres escogen para sus hijos como si jugaran con muñecos). La tiranía y el poder arbitrario de los adultos se expresa en cosas mucho más serias, imponiéndoles, sin razonar ni escucharlos, actividades, afinidades y normas, amén de – y esto es lo más grave – ideas, creencias y valores de todo tipo.

Con lo anterior no estoy diciendo que no haya que transmitir ideas y valores a los hijos (¿qué sería educarles si no?), sino que es una completa falta de respeto a su personalidad hacerlo de modo dogmático y excluyente. Como si, por ser pequeños, no hubiera que darles razones y concederles la palabra. O como si se fuesen a “contaminar” por relacionarse con ideas y valores distintos a los de su entorno. El “las cosas son así y punto”, o el “porque lo digo yo (que soy tu padre, madre, profesor…)”, son dos de las mayores agresiones que se pueden cometer sobre ese ser racional en ciernes que es un niño. De nada sirve dejar de darles bofetadas (costumbre ya superada, por suerte) y seguir maltratándoles con esos golpes morales a su dignidad.

Otro caso claro de esta transmisión cerril y dogmática de ideas y valores es el protagonizado por aquellos padres empeñados en llevar a sus hijos a colegios estrictamente acordes con sus creencias. Este obtuso deseo es parte del no menos perverso argumento de que los padres tienen derecho irrestricto a escoger la educación moral de sus hijos. Un derecho que, obviamente, no solo ha de estar limitado por el sentido común y por el Estado (es decir, por la sociedad en su conjunto), sino también y, sobre todo, por el propio derecho de los hijos a ejercer su libre criterio y elegir sus propios valores. 

Ahora bien, para que los niños puedan ejercer ese derecho hay que educarles en el aprecio de la pluralidad y el ejercicio de la autonomía, invitándolos a desarrollar esas capacidades que resultan igualmente fundamentales para ser buenos ciudadanos: las del diálogo, el razonamiento y el respeto por los que no piensan como nosotros. Lejos de encerrarlos en “burbujas ideológicas”, se trata de invitarlos a que conozcan ideas y valores distintos, exponiéndolos así a contradicciones y dilemas que vayan alimentando y afinando su propio juicio moral.

Porque a todo esto, sepan, quienes aún no lo saben, que los niños, desde muy pequeños, piensan. Y que piensen quiere decir que, con un lenguaje a veces pleno de imágenes, pero también de sentido, son capaces de dudar, preguntar, pedir y dar razones, inquirir si algo es bueno o malo, justo o injusto, verdadero o falso, así como de distinguir contradicciones y malos argumentos (¿qué niño no sabe, desde muy pronto, lo que es una contradicción, oyendo y viendo, por ejemplo, lo que dicen y hacen luego sus padres?).

Si los niños, en fin, además de materias tan abstractas como matemáticas o geografía, aprendieran desde el principio ese más concreto saber que es el de la reflexión y el diálogo sobre valores, habría muchas más noas en el mundo, y muchos más padres, madres y maestros convencidos de que “pensar en los niños” no es lo mismo que pensar por ellos.

 

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