Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Entre filosofía, democracia y educación ha existido siempre
una relación íntima. De hecho, aparecieron casi a la vez, como bulliciosas y
peleonas trillizas en la Grecia de Sócrates, Pericles y Aspasia. Sea por esta
hermandad histórica o por la naturaleza propia a cada una de ellas, lo cierto
es que ninguna se deja concebir idealmente sin la otra. Esto no quiere decir,
desde luego, que la filosofía o la educación no existan más que en regímenes
democráticos, sino que, sin la conexión de cada una con las otras dos, no
llegan a ser más que una pobre e incompleta versión de sí mismas. Veamos en qué
consiste y a qué da lugar este amoroso trío.
En primer lugar, las tres, filosofía, educación y
democracia, giran en torno a un mismo y problemático asunto: el de lo qué deben
ser (y lo que son idealmente) las cosas. Así, la filosofía busca conocer lo
que debe ser la realidad, el ser humano, la verdad, la justicia, etc. (esto
es: la idea o ideal de cada una de esas cosas), poniendo entre paréntesis lo
que de ellas nos es dado. Por otra parte, la democracia trata de establecer lo
que debe ser un consenso justo frente al poder fáctico de la fuerza, la
costumbre o el dogma. Y la educación, en fin, tiene idealmente por objeto
ayudar a que seamos lo que creemos que debemos ser a partir del dato de
lo que de hecho somos y sabemos.
Otro elemento común a la filosofía, la democracia y la
educación es el diálogo. El diálogo en torno a las grandes preguntas, en el
caso de la filosofía; el diálogo como procedimiento para tomar decisiones
políticas, en el caso de la democracia; y el diálogo como raíz misma del
aprendizaje (no hay aprendizaje sin ese diálogo, externo e interno, por el que
nos convencemos de lo aprendido). En los tres casos el diálogo debe ser,
además, incesante, de manera que todo debe ser revisado y expurgado una y otra
vez de errores, injusticias y prejuicios.
Un tercer rasgo común es el carácter reflexivo o
autorreferente propio a las tres. La filosofía es un pensar en lo que se
piensa; la democracia un democrático legislar sobre cómo legislar
democráticamente; y la educación una capacitación para el desarrollo de
las propias capacidades. La reflexión filosófica, la autonomía política y
el aprender a aprender son, así, la expresión de lo que son, o deberían
ser, respectivamente, la verdadera actividad filosófica, democrática y
educativa.
A partir de esta somera descripción de la relación entre
democracia, educación y filosofía deberíamos tener ya claro el lugar que ha de
tener la filosofía en la educación en democracia (es decir, “en” una
democracia y “en” aquellas competencias imprescindibles para ejercer una
ciudadanía democrática).
La filosofía tiene la función, en primer lugar, de dotarnos
del bagaje necesario para afrontar la tarea trascendental de considerar o reconocer
por nosotros mismos lo que deben ser las cosas (el mundo, el ser humano, la
verdad, lo justo, lo bello…). Ninguna ciencia puede ocuparse de esto (las
ciencias se ocupan de “salvar las apariencias”, no de la idea o ideal de las
cosas), y la religión o el arte lo hacen, pero no de forma estrictamente
racional.
En un sentido procedimental, la tarea educativa de la
filosofía es enseñar a dialogar. El diálogo filosófico, que no es el de las
tertulias de la tele ni el de los torneos de retórica, consiste en examinarlo
críticamente todo, empezando por las ideas propias, para intentar reconstruir
luego una tesis racional que acepten los demás. Sus rasgos distintivos son la
cooperación (no se compite), la honestidad (no se manipula), la intención de
aprender (se reconocen y valoran con objetividad las razones del otro) y el
rigor argumental (se evitan falacias y errores lógicos).
Y la tercera función fundamental de la filosofía es generar
en nosotros una actitud reflexiva, algo que no equivale a pasividad o indiferencia
(como suele decirse: no hay nada más práctico que una buena teoría),
sino al necesario ejercicio de la lucidez. La lucidez consiste en ver y pensar
más allá de lo que uno ve, piensa, desea o siente en cada momento o contexto.
Sin esa lucidez no es posible la acción libre, inteligente y orientada al bien
común.
Sostendríamos así que solo en el ejercicio filosófico cabe
explorar sistemáticamente el ámbito axiológico del “deber ser”, que solo la
filosofía puede dotar a las personas de una imagen consistente, ideal y
racional del mundo que permita conectar sus intereses particulares con los
generales, y que es la actividad filosófica la que convierte el diálogo crítico
y la actitud reflexiva en los hábitos que han de sustentar la práctica democrática
y educativa. Diríamos, en fin, que la filosofía representa la praxis
deslegitimadora y deconstructiva que (paradójica pero lúcidamente) más
coherentemente legitima y contribuye a construir la democracia. De ahí la
necesidad de educar en ella a todos los ciudadanos.
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