Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Toda sociedad se constituye en torno al problema capital de
cómo conciliar el interés público y el privado; esto es, de cómo lograr que la
gente coopere y cumpla sus obligaciones incluso cuando esto no le reporta
ninguna ventaja aparente. ¿Cómo hacer, por ejemplo, para que los más ricos
paguen sus impuestos, o para que los más fuertes y capaces no abusen de los más
débiles, o para que nos prestemos a sacrificar nuestra libertad o nuestra vida
en aras del bien común (como puede ocurrir en una catástrofe, una pandemia o
una guerra)?
En los regímenes autoritarios el problema de conciliar el
egoísmo individual con el interés común se resuelve con la fuerza (lógico, dado
que ese interés común no suele ser más que el del sátrapa o la
oligarquía dirigente). En otros, con la ayuda de creencias tradicionales,
religiosas o ideológico-políticas, de manera que es el honor, el mandamiento
de un dios o el fervor patriótico o revolucionario lo que mueve a la
gente a actuar desinteresadamente. Pero en sociedades como la nuestra,
democráticas, descreídas y poco dadas a efusiones ideológicas, la cosa se
complica.
Que la ciudadanía se sienta concernida por el interés común
no es algo que se pueda lograr con las leyes. Si tales leyes no son la expresión
de la voluntad general de los que están ya convencidos, serán débiles e
ineficaces; y si son la expresión de tal voluntad, serán mayormente
innecesarias. Lo que hace falta es, pues, convicción. Convicción para
considerar particularmente interesante el interés común, y convicción para
asumir los costes individuales que supone, en la práctica, dicha consideración.
Ahora bien: ¿Qué podría convencer a la gente de la bondad de
comprometerse activamente con el bien público? De entrada, la concepción liberal
de un estado-empresa al servicio de ciudadanos-clientes centrados
exclusivamente en sus asuntos particulares (y que, por tanto, dejan el poder en
manos de camarillas políticas fáciles de secuestrar por grandes intereses
privados), no ayuda en absoluto.
El utilitarismo más ramplón tampoco sirve. ¿Cómo convencer,
por ejemplo, a los más ricos para que paguen impuestos por servicios que no
necesitan, o a los ciudadanos para que se involucren en actividades solidarias
o cívicas de las que difícilmente van a obtener ningún beneficio concreto? En
realidad, no hay ningún argumento sencillo con que combatir la poderosa idea de
que lo más conveniente es, siempre, obtener la máxima ventaja al mínimo coste
y, por lo mismo, que cada uno “vaya a lo suyo” ignorando (o utilizando para
ello) a los demás.
El único razonamiento a favor del ideal republicano y
altruista de vida en común es complejo, y consiste en demostrar que el interés
particular es realmente inseparable del general. No en un sentido
material, claro (en ese sentido suelen ser opuestos), sino en otro, cabe decir espiritual.
Así, cuando un individuo entiende que entre sus intereses más particulares está
el de dar o encontrar sentido a la propia existencia, la necesidad de concebir
la realidad (incluyendo la realidad social) de modo coherente y armonioso,
comprendiéndose a sí mismo como parte de ella, acaba por anteponerse a aquellas
visiones más estrechas y relativistas que justifican el egoísmo individual.
Diríamos pues que uno de los efectos de la especulación
filosófica y metafísica es la adopción de una perspectiva tan ancha y
articulada que permite ver al otro y a sus intereses como tales y, a la
vez, como complemento de los propios. Si esta consideración del otro implica,
además, como suele ser el caso, un compromiso más allá del aquí y el ahora, la
metafísica y su consideración trascendente de las cosas se vuelven
insustituibles. Piensen, por ejemplo, en el cambio climático. ¿Qué podría
convencer a los que hoy gobiernan y gozan del mundo de que renuncien a un nivel
de vida altamente contaminante para garantizar el futuro de las generaciones
venideras? Es obvio que no obtendrían de ello ninguna ventaja presente. Lo
único que podría convencerlos es la consideración del sentido de sus actos en
un plano metafísico y ético en el que, más allá del rédito o placer inmediato,
adquiriesen un significado pleno y coherente en relación con principios y
valores orientadores de la existencia.
La reflexión filosófica es, así, una de las condiciones
fundamentales para el asiento de una democracia real en que los individuos no
aspiren a desarrollar trayectos personales completamente desvinculados de lo
común, sino que conciban tales trayectos como trazos o partes de un proceso más
integrador y significativo. De ahí la necesidad de educar a la ciudadanía en
esa suerte de “competencia global” (como la denomina la OCDE) con la que
reconocer nuestros actos, intereses e ideas a través de un ejercicio de reflexión
y diálogo amplio y trascendente en que la cooperación, la actividad
genuinamente política y la propia existencia puedan tener sentido.
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