viernes, 17 de diciembre de 2021

Metafísica y democracia

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Toda sociedad se constituye en torno al problema capital de cómo conciliar el interés público y el privado; esto es, de cómo lograr que la gente coopere y cumpla sus obligaciones incluso cuando esto no le reporta ninguna ventaja aparente. ¿Cómo hacer, por ejemplo, para que los más ricos paguen sus impuestos, o para que los más fuertes y capaces no abusen de los más débiles, o para que nos prestemos a sacrificar nuestra libertad o nuestra vida en aras del bien común (como puede ocurrir en una catástrofe, una pandemia o una guerra)?

En los regímenes autoritarios el problema de conciliar el egoísmo individual con el interés común se resuelve con la fuerza (lógico, dado que ese interés común no suele ser más que el del sátrapa o la oligarquía dirigente). En otros, con la ayuda de creencias tradicionales, religiosas o ideológico-políticas, de manera que es el honor, el mandamiento de un dios o el fervor patriótico o revolucionario lo que mueve a la gente a actuar desinteresadamente. Pero en sociedades como la nuestra, democráticas, descreídas y poco dadas a efusiones ideológicas, la cosa se complica.

Que la ciudadanía se sienta concernida por el interés común no es algo que se pueda lograr con las leyes. Si tales leyes no son la expresión de la voluntad general de los que están ya convencidos, serán débiles e ineficaces; y si son la expresión de tal voluntad, serán mayormente innecesarias. Lo que hace falta es, pues, convicción. Convicción para considerar particularmente interesante el interés común, y convicción para asumir los costes individuales que supone, en la práctica, dicha consideración.

Ahora bien: ¿Qué podría convencer a la gente de la bondad de comprometerse activamente con el bien público? De entrada, la concepción liberal de un estado-empresa al servicio de ciudadanos-clientes centrados exclusivamente en sus asuntos particulares (y que, por tanto, dejan el poder en manos de camarillas políticas fáciles de secuestrar por grandes intereses privados), no ayuda en absoluto.

El utilitarismo más ramplón tampoco sirve. ¿Cómo convencer, por ejemplo, a los más ricos para que paguen impuestos por servicios que no necesitan, o a los ciudadanos para que se involucren en actividades solidarias o cívicas de las que difícilmente van a obtener ningún beneficio concreto? En realidad, no hay ningún argumento sencillo con que combatir la poderosa idea de que lo más conveniente es, siempre, obtener la máxima ventaja al mínimo coste y, por lo mismo, que cada uno “vaya a lo suyo” ignorando (o utilizando para ello) a los demás.  

El único razonamiento a favor del ideal republicano y altruista de vida en común es complejo, y consiste en demostrar que el interés particular es realmente inseparable del general. No en un sentido material, claro (en ese sentido suelen ser opuestos), sino en otro, cabe decir espiritual. Así, cuando un individuo entiende que entre sus intereses más particulares está el de dar o encontrar sentido a la propia existencia, la necesidad de concebir la realidad (incluyendo la realidad social) de modo coherente y armonioso, comprendiéndose a sí mismo como parte de ella, acaba por anteponerse a aquellas visiones más estrechas y relativistas que justifican el egoísmo individual.

Diríamos pues que uno de los efectos de la especulación filosófica y metafísica es la adopción de una perspectiva tan ancha y articulada que permite ver al otro y a sus intereses como tales y, a la vez, como complemento de los propios. Si esta consideración del otro implica, además, como suele ser el caso, un compromiso más allá del aquí y el ahora, la metafísica y su consideración trascendente de las cosas se vuelven insustituibles. Piensen, por ejemplo, en el cambio climático. ¿Qué podría convencer a los que hoy gobiernan y gozan del mundo de que renuncien a un nivel de vida altamente contaminante para garantizar el futuro de las generaciones venideras? Es obvio que no obtendrían de ello ninguna ventaja presente. Lo único que podría convencerlos es la consideración del sentido de sus actos en un plano metafísico y ético en el que, más allá del rédito o placer inmediato, adquiriesen un significado pleno y coherente en relación con principios y valores orientadores de la existencia.

La reflexión filosófica es, así, una de las condiciones fundamentales para el asiento de una democracia real en que los individuos no aspiren a desarrollar trayectos personales completamente desvinculados de lo común, sino que conciban tales trayectos como trazos o partes de un proceso más integrador y significativo. De ahí la necesidad de educar a la ciudadanía en esa suerte de “competencia global” (como la denomina la OCDE) con la que reconocer nuestros actos, intereses e ideas a través de un ejercicio de reflexión y diálogo amplio y trascendente en que la cooperación, la actividad genuinamente política y la propia existencia puedan tener sentido.

 

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