miércoles, 28 de septiembre de 2022

Iraníes y eurocentrismo

 


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Las mujeres iraníes, o gran parte de ellas, siguen a estas horas jugándose la vida en las calles por defender derechos tan elementales como el de vestir u opinar con libertad o el de no ser arbitrariamente detenidas y torturadas por la policía. Derechos sin los que nosotros no sabríamos ya concebir la existencia y a los que, tal vez por disfrutarlos de forma habitual, no le concedemos la importancia que tienen.

No olviden que a las mujeres iraníes (y a las que viven en otros países islámicos) les toca sufrir una triple opresión: la de ser mujeres en un mundo diseñado por y para los hombres, la de vivir bajo una dictadura, y la de soportar un régimen teocrático en el que la mujer es estigmatizada como propiedad del varón, cuando no como criatura del demonio. 

Sin embargo, el clamor de las mujeres iraníes apenas ha generado eco en nuestro país. Yo, al menos, no he visto manifestación o algarada ninguna sobre este asunto, ni en la calle ni en las redes, especialmente desde la izquierda habitualmente autoidentificada con las luchas feministas. De hecho, si uno revisa la prensa militante, apenas encontrará unos pocos artículos al respecto. ¿Por qué?

¿Será la sospecha de que detrás de las protestas existe algún tipo de complot «imperialista» para desestabilizar el país?... Uno se resiste a pensar que se pueda caer intelectualmente tan bajo, pero no sería la primera vez. Si la Guerra y la resistencia de Ucrania es reducible, según parte de esa misma izquierda, a un turbio movimiento de la OTAN en su estrategia de acoso a Putin «el desnazificador», las desesperadas protestas de las mujeres (y de buena parte de la población) en Irán bien podría ser un movimiento instigado por Occidente para meter en vereda a esos rebeldes ayatolas antiimperialistas-entronizados-por-los-imperialistas (y no – ¡por supuesto! – por culturas tan habituadas a la democracia y a la igualdad de género como la persa o la chiita).

¿Pero será todo esto cierto? ¿Será que los americanos y sus secuaces, las viejas potencias coloniales europeas, están subvirtiendo los valores culturales iraníes (tan democráticos como los rusos, los chinos o los de Corea del Norte) para imponer su injusto y etnocéntrico concepto del mundo? ¿O será, más bien, que la gente, que no es imbécil, y sabe cómo vivimos en el «imperio», quiere gozar del mismo nivel, no ya de bienestar (que ese, a veces, no falta), sino de libertad que tenemos aquí?

¿Y qué es esa libertad tan valiosa de la que gozamos los occidentales – preguntarán algunos de los que se han formado en la tradición crítica occidental –? Obviamente no es la de vestir como nos da la gana (aunque ninguno de nosotros soportaría que un «policía de la moral» nos dijera cómo llevar la boina o el pañuelo palestino al cuello). Tampoco se trata de la «libertad» de escoger dónde vamos de vacaciones. La libertad que nos caracteriza es la de poder cuestionarlo radicalmente todo (las ideas, los valores, los dioses, el poder de los poderosos…) sin afrontar, ni de lejos, las mismas consecuencias que en otras partes del mundo. Tal vez no sea mucho. Pero es más de lo que nadie tiene.

¿Y que es esta una reflexión eurocéntrica? Desde luego. Y a mucha honra. No en vano somos la única civilización que yo conozca que ha elevado la autocrítica y la concepción universalista del ser humano tan lejos como para tacharse a sí misma de «etnocéntrica» y reflexionar sistemática (y hasta obsesivamente) acerca de su responsabilidad con respecto a otras culturas.

Y es por ello, y por muchas otras cosas, que Occidente es justo objeto de emulación.  El problema está en qué es lo que se imita de él. Así, los tiranos usan la tecnología occidental para violentar los derechos individuales bajo la apariencia del rechazo de los valores del “impuro” Occidente (de los valores, que no de los lujos, claro), mientras que, del otro lado, la gente, buscando librarse de esos mismos tiranos, imitan el modelo occidental de libertad fundado en el pensamiento autónomo, los derechos individuales, la educación laica o la igualdad de hombres y mujeres.

La clave, pues, para ejercer una actitud eurocéntrica adecuada y madura es fomentar este segundo tipo de “imitación” o apropiación de los valores occidentales. ¿Por qué no? Si ya hemos exportado a nivel global el capitalismo y el marxismo, o el paradigma científico-mediático de producción de ideas, tendríamos que hacer lo mismo con lo mejor de nuestra cultura, que no es solo el poder quitarse el pañuelo obligatorio de la cabeza, sino el hábito de cuestionar todo lo que hay dentro de ella. Al fin – insistimos –, no hay nada más occidental que el pensamiento crítico, incluyendo el pensamiento crítico de lo occidental. He ahí por qué se puede ser absolutamente eurocéntrico (y oponerse a todo fundamentalismo y tiranía) y no serlo a la vez en absoluto.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Extremadura cercada

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Una de las diferencias más llamativas entre los paisajes del norte y el sur de España son los cercamientos de tierra, escasos en el norte y omnipresentes en el sur, donde la inmensa mayor parte del territorio está habitualmente rodeado de cercas y alambradas. El caso de Extremadura es particularmente llamativo. Con una superficie forestal del 70% o más de su territorio, el 90% de ella propiedad privada, recorrerla (hasta donde se puede, que no es mucho) es como atravesar o circunvalar una inmensa finca salpicada de pueblos y cortijos sin solución de continuidad.

Si no lo cree, intente usted salirse del asfalto o de alguna pequeña población para dar un paseo por las inmensas dehesas y serranías extremeñas. En la mayoría de los casos acabará frente a una verja infranqueable o una alambrada de espino. En muchas ocasiones no hay forma de acercarse a la ribera de un río (que es terreno público) o de visitar ciertos lugares con valor patrimonial (y que deberían ser públicos) sin tener que atravesar terrenos privados.

Hay, desde luego, parajes protegidos, pero son escasos, pequeños y de acceso parcial. Algunos, como el Parque Natural de Cornalvo (el único, que yo sepa, de la provincia de Badajoz), es poco más que un “pasillo” rodeado a ambos lados por kilométricos cotos privados (de caza, la mayoría, lo que hace muy desaconsejable pasar por allí cuando se abren las vedas o se celebran batidas).

Se nos dirá que no es imprescindible meterse en el monte o atravesar dehesas, y que existe una amplia red de caminos por los que recorrer la región. Pero esto, en la práctica, no es cierto. Pese al notable esfuerzo de la administración autonómica por delimitar vías y cañadas, o elaborar catálogos de caminos públicos, una gran parte de estos (cuya gestión corresponde mayormente a los municipios) está en riesgo severo de desaparecer. Algunos se difuminan de una temporada a otra, por falta de cuidados o por usurpación de parcelas o viviendas vecinas, y otros son convertidos de facto en caminos privados, cerrándolos con verjas y candados, y disponiendo junto a ellos del correspondiente cartel prohibiendo el paso.

En relación con esto último no es nada fácil, además, denunciar el hecho. Primero porque cuando uno sale al campo lo último que quiere es perder el día discutiendo o haciendo gestiones (bastante es ya tener que consultar antes de salir los mapas oficiales y la página del catastro para prever el encuentro con las cercas – un trámite casi siempre inútil, pues a menudo los caminos que sobre el papel aparecen como públicos, sobre el terreno están cerrados a cal y canto –). Y, en segundo lugar, porque los trámites para demostrar que un camino público ha desaparecido o ha sido ocupado por los dueños de una finca son tan largos y complejos que solo con mucho tiempo y con asesoramiento jurídico (o con ayuda de plataformas u organizaciones ciudadanas, que alguna hay) podrían dar el fruto esperado.

Y no se trata aquí de hacer ninguna soflama política en favor de la colectivización de la tierra o nada por el estilo, sino solo de reivindicar que el mayor bien que tenemos en Extremadura, y que es su inmenso patrimonio natural y cultural, uno de los más grandes y mejor conservados de Europa, esté al alcance de todos y se pueda acceder a él con normalidad. En otras comunidades se respeta igual la propiedad privada y uno puede recorrer campos y montes a placer, sin vallas, verjas ni guardas. ¿Por qué aquí no?

Para ello es necesario establecer sobre el terreno (y no solo sobre el papel) una buena red de caminos francos, bien señalizados, cuidados y vigilados, de manera que cualquier ciudadano pueda pasear, hacer deporte o senderismo, bañarse en un río, o hacer turismo cultural y medioambiental en general, sin tener que participar en una yincana de obstáculos (incluido el encuentro con guardas más o menos amables), y sabiéndose respaldado y protegido por la ley, algo que no siempre ocurre (prueben ustedes a ser atendidos un fin de semana por el SEPRONA, un cuerpo de la Guardia Civil preparadísimo y servicial como pocos, pero que debe tener unos efectivos absolutamente insuficientes para las necesidades de una comunidad como la nuestra).

Se calcula que en Extremadura existen (o existían) unos 70.000 kilómetros de caminos y vías rurales de uso público. Es hora de ponerse serio con los ayuntamientos y con los intereses particulares de unos pocos, y revitalizar y modernizar esa red de vías de comunicación. El objetivo es promover un desarrollo rural y turístico sostenible, y que Extremadura no siga pareciendo a ojos de nadie, y en ningún sentido, el inmenso cortijo o coto privado para nuevos (y viejos) ricos que todavía era cincuenta años atrás.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

El infierno son los grupos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

Siempre he admirado a los que andan solos, les importa relativamente poco la opinión de los demás, y se mantienen orgullosamente independientes; algo por lo que, paradójicamente, casi nunca les falta la compañía y el aprecio de otros. Casi nunca…

Ahora que andamos (cosas de la edad) en el rito de los encuentros de antiguos alumnos, recuerdo a aquellos compañeros de promoción a los que martirizamos durante años a conciencia (si es que tal cosa como la conciencia es atribuible a los grupos). Recuerdo a tres, ya fallecidos, a los que, por activa o por pasiva, casi todos acosábamos; a uno por afeminado, a otra por “rara” o extravagante, y al otro, simplemente, por no plegarse a los caprichos del más machote de la tribu. 

Siento ser tan pesimista, pero creo que, igual que no hay nación sin fronteras, apenas hay grupo humano que no sea, por definición, excluyente, ni que no busque cohesionarse frente (o contra) a los que son “distintos” o no se pliegan a sus creencias y dictados. No hay tampoco asociación humana que no encierre oscuras relaciones de poder, básicamente la que se da entre los que gozan controlando a otros y los que, por pánico a ser excluidos (¡el mayor de nuestros miedos!), se someten dócilmente a los primeros. Todo el resto de la trama, con sus innumerables personajes secundarios (secuaces, pelotas, críticos, bufones, equidistantes conciliadores…), gira alrededor de esa relación principal.

Fíjense también que casi todo lo que cabe reconocer como digno y bello suele ser obra de algún individuo (el arte, las más grandes teorías y descubrimientos, la mayoría de las gestas heroicas o solidarias…), mientras que los actos más execrables y destructivos suelen inspirarlos o perpetrarlos grupos más o menos organizados (mafias, ligas facciosas, sectas, cédulas, manadas – de varones habitualmente –, ejércitos, élites financieras, masas instrumentalizadas…). Ocurre en la vida cotidiana, en la calle, en las redes sociales, en los centros de trabajo, o en las aulas, donde todos los profesores sabemos que la conducta de los chicos varía cualitativamente (casi siempre a mejor) en cuanto se les permite ser y expresarse fuera del grupo.

Es cierto que hay grupos que nos ayudan a desarrollarnos como personas, pero siempre que ese, y solo ese, sea su fin y principio. También es verdad que la unión hace la fuerza, y eso es bueno (si la causa lo es), pero tampoco justifica la trascendencia que damos a lo colectivo. En general, cuanto más instrumentales, flexibles y abiertos sean los grupos, menos peligrosos y más democráticos son. Pues la democracia – al menos en teoría – se funda en el poder de los ciudadanos, y no en el de ninguna asociación o colectivo específicos. Son esos ciudadanos los que, a tenor de su propio criterio, deciden unirse a (o separarse de) otros en cada decisión que toman, sin tener que formar por ello, necesariamente, ninguna asociación (u oposición) estable. Casi la única excepción a esta norma es, a la vez, el principal de los obstáculos para el desarrollo de una democracia plena: los partidos políticos, cuyos intereses fundamentales son, como en todo grupo, el poder y el beneficio propio, y no (o solo secundariamente) el bien de todos los ciudadanos.

Por todo esto, y frente a los cánticos y proclamas en defensa de un colectivismo mal entendido, hay que reivindicar con fuerza el que seguramente sea uno de los más raros logros de la civilización: el del individuo, esto es, el de la idea de que el sujeto al que cabe atribuir identidad, derechos, dignidad y responsabilidad política es, ante todo, cada persona en particular (y no cada familia, partido, secta, nación, género, clase, etnia o pueblo, que la tienen, a lo sumo, por analogía con el individuo). Un individualismo este que no está en absoluto reñido – sino que es su fundamento democrático – con el espíritu comunitario y el interés por lo público y la justicia social.

Y no digo todo esto por nada. El individuo es una flor tan rara como frágil, y que solo surge en la fase culminante (y por ello un tanto decadente ya) de la civilización. Por eso hay que defenderlo con ahínco. Desde la escuela, promoviendo y fortaleciendo el desarrollo personal (no hay fórmula mejor para combatir el acoso), y desde el compromiso con las libertades individuales, conquistadas y amenazadas hoy por dos colosales fuerzas en auge: el populismo y la autocracia. Estas dos fuerzas (perfectamente combinables, como sabemos), tienen como nexo común el desprecio al individuo y la exaltación de lo colectivo, y nos seducen con su promesa de orden, estabilidad política y eficacia económica (véase el espeluznante caso de China o de su secuaz, la Rusia de Putin). Salvarse de ellas requiere de un esfuerzo combinado en muchos frentes, pero también, y sobre todo, de la firme convicción de que la dignidad del ser humano es inversamente proporcional a sus instintos más gregarios.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

¿Y por qué debería importarnos el futuro?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Tras un verano tremebundo, en el que a las catástrofes en curso (pandemia, guerras, crisis energética, inflación galopante…) se han sumado incendios, sequías y salvajes olas de calor fruto del cambio climático, a uno le van faltando fuerzas para imaginar el futuro. No ya el suyo propio (que tampoco es fácil), sino el de las generaciones venideras, algo que se antoja casi imposible, sobre todo si se quiere imaginarlo bueno.

«¿Y a nosotros que nos importa?», podría pensar, sin embargo, buena parte de la ciudadanía. El pesimismo y la sensación de impotencia es tal, que parte de la población ha adoptado una actitud entre evasiva y resignada, entre un «que no me amarguen lo que queda de la fiesta» y un «que sea lo que Dios quiera». Y lo peor es que no les falta razón. Tanto por motivos coyunturales como por otros más estructurales, la situación política global parece impredecible y fuera del alcance de cualquier iniciativa que pueda tomarse a pequeña escala. 

Es cierto que el compromiso personal con las medidas que se están tomando (muy tímidamente) para mitigar los dos grandes desastres en ciernes, el climático y el energético, es importante, pero aquí el asunto adquiere otra dimensión aún más decisiva: el de los argumentos éticos. Porque el «y a mí que me importa» de la gente no solo obedece al pesimismo y la impotencia ante una situación aparentemente inmanejable, sino a una ausencia radical de razones para comprometerse con el bienestar de los demás, especialmente el de los demás que han de venir.

La cuestión de por qué han de importarme los demás es la cuestión central de la ética. Sin plantearla e intentar resolverla todo otro debate político o social carece absolutamente de sentido. Pese a ello, nadie o casi nadie la plantea públicamente. Tal vez porque es una cuestión filosófica, es decir, una cuestión tan imposible de resolver como de evitar.

Pero si ya es difícil justificar el altruismo con nuestros contemporáneos (especialmente con aquellos con los que no mantenemos vínculos o proximidad), mucho más lo es con quienes ni siquiera existen todavía. ¿Por qué habrían de importarnos las generaciones futuras? Esta es la gran pregunta que late tras las propuestas y debates sobre ética y política socioambiental. Y si queremos que la población asuma voluntariamente los costes que implica adoptar estilos de vida ecosocialmente sostenibles o incluso decrecentistas (sin esperar a que la situación obligue traumáticamente a hacerlo a los que vengan detrás) toca responder a esa pregunta.

¿Por qué me han de importar, entonces, las generaciones futuras? Los planteamientos hedonistas y utilitaristas, comunes hoy, no ofrecen una respuesta satisfactoria. El imperativo utilitarista de «procurar la mayor felicidad para el mayor número» no parece sostenerse sobre ninguna razón que convenza a todos. ¿Por qué habría de querer la felicidad de la mayoría, sobre todo si eso implica sacrificar o aminorar la de la minoría de la que formo parte (y que en muchos casos depende de la infelicidad de los primeros)? – podría preguntarse alguien – ¿Por temor a una rebelión de los infelices? La historia nos enseña que ese riesgo es casi infinitesimal. ¿Para ser buenos? ¿Pero qué significa eso? ¿Y por qué habríamos de ser buenos, así, sin más?

El asunto se complica cuando introducimos la variable temporal: ¿Por qué habría de querer procurar la felicidad (o siquiera la supervivencia) de la mayoría futura (es decir de gente no solo desconocida para mi sino además inexistente)? Tal vez, si uno supusiera que va a reencarnarse una y otra vez (como propone Williams MacAskill, uno de los prohombres de la secta pseudofilosófica del «largoplacismo») la cosa podría tener sentido. ¿Pero quién cree hoy en la reencarnación?

¿Entonces? ¿Por qué debería importarnos lo que les suceda a las futuras generaciones? Ya hemos visto que ni el hedonismo ni el utilitarismo sirven para responder a esta pregunta. Tampoco el voluntarismo ciego del «deber por el deber». Ni el cientifismo, pues aquí la ciencia nada tiene que decir. Solo caben, pues, la religión o la metafísica. La opción racional es, desde luego, esta última. La metafísica busca construir una concepción o imagen racional y armónica de la totalidad del mundo; una concepción en la que sea posible conectar los fines particulares con los generales más allá de circunstancias y coyunturas personales, culturales o históricas (es decir, de modo trascendente, más allá del tiempo y el espacio). Hemos asumido, tal vez atolondradamente (o sin razones de peso), que la posibilidad de erigir esa metafísica de forma convincente no es viable, pero no estaría mal pensarlo de nuevo. Sobre todo, porque en otro caso, me temo que solo nos queda.. rezar.

 

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