Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
No olviden que a las mujeres iraníes (y a las que viven en
otros países islámicos) les toca sufrir una triple opresión: la de ser mujeres
en un mundo diseñado por y para los hombres, la de vivir bajo una dictadura, y
la de soportar un régimen teocrático en el que la mujer es estigmatizada como
propiedad del varón, cuando no como criatura del demonio.
Sin embargo, el clamor de las mujeres iraníes apenas ha
generado eco en nuestro país. Yo, al menos, no he visto manifestación o
algarada ninguna sobre este asunto, ni en la calle ni en las redes,
especialmente desde la izquierda habitualmente autoidentificada con las luchas
feministas. De hecho, si uno revisa la prensa militante, apenas
encontrará unos pocos artículos al respecto. ¿Por qué?
¿Será la sospecha de que detrás de las protestas existe
algún tipo de complot «imperialista» para desestabilizar el país?... Uno
se resiste a pensar que se pueda caer intelectualmente tan bajo, pero no sería
la primera vez. Si la Guerra y la resistencia de Ucrania es reducible, según
parte de esa misma izquierda, a un turbio movimiento de la OTAN en su
estrategia de acoso a Putin «el desnazificador», las
desesperadas protestas de las mujeres (y de buena parte de la población) en
Irán bien podría ser un movimiento instigado por Occidente para meter en vereda
a esos rebeldes ayatolas antiimperialistas-entronizados-por-los-imperialistas
(y no – ¡por supuesto! – por culturas tan habituadas a la democracia y a la
igualdad de género como la persa o la chiita).
¿Pero será todo esto cierto? ¿Será que los americanos y sus
secuaces, las viejas potencias coloniales europeas, están subvirtiendo los
valores culturales iraníes (tan democráticos como los rusos, los chinos
o los de Corea del Norte) para imponer su injusto y etnocéntrico concepto del
mundo? ¿O será, más bien, que la gente, que no es imbécil, y sabe cómo vivimos
en el «imperio»,
quiere gozar del mismo nivel, no ya de bienestar (que ese, a veces, no falta),
sino de libertad que tenemos aquí?
¿Y qué es esa libertad tan valiosa de la que gozamos
los occidentales – preguntarán algunos de los que se han formado en la
tradición crítica occidental –? Obviamente no es la de vestir como nos da la
gana (aunque ninguno de nosotros soportaría que un «policía de la moral» nos
dijera cómo llevar la boina o el pañuelo palestino al cuello). Tampoco se trata
de la «libertad»
de escoger dónde vamos de vacaciones. La libertad que nos caracteriza es la de
poder cuestionarlo radicalmente todo (las ideas, los valores, los dioses, el
poder de los poderosos…) sin afrontar, ni de lejos, las mismas consecuencias
que en otras partes del mundo. Tal vez no sea mucho. Pero es más de lo que
nadie tiene.
¿Y que es esta una reflexión eurocéntrica? Desde
luego. Y a mucha honra. No en vano somos la única civilización que yo conozca
que ha elevado la autocrítica y la concepción universalista del ser humano tan
lejos como para tacharse a sí misma de «etnocéntrica» y reflexionar sistemática (y
hasta obsesivamente) acerca de su responsabilidad con respecto a otras
culturas.
Y es por ello, y por muchas otras cosas, que Occidente es
justo objeto de emulación. El problema
está en qué es lo que se imita de él. Así, los tiranos usan la
tecnología occidental para violentar los derechos individuales bajo la
apariencia del rechazo de los valores del “impuro” Occidente (de los valores,
que no de los lujos, claro), mientras que, del otro lado, la gente, buscando
librarse de esos mismos tiranos, imitan el modelo occidental de libertad
fundado en el pensamiento autónomo, los derechos individuales, la educación
laica o la igualdad de hombres y mujeres.
La clave, pues, para ejercer una actitud eurocéntrica
adecuada y madura es fomentar este segundo tipo de “imitación” o apropiación de
los valores occidentales. ¿Por qué no? Si ya hemos exportado a nivel global el
capitalismo y el marxismo, o el paradigma científico-mediático de producción de
ideas, tendríamos que hacer lo mismo con lo mejor de nuestra cultura, que no es
solo el poder quitarse el pañuelo obligatorio de la cabeza, sino el hábito de
cuestionar todo lo que hay dentro de ella. Al fin – insistimos –, no hay nada
más occidental que el pensamiento crítico, incluyendo el pensamiento crítico de
lo occidental. He ahí por qué se puede ser absolutamente eurocéntrico (y
oponerse a todo fundamentalismo y tiranía) y no serlo a la vez en absoluto.
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