Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Siempre he admirado a los que andan solos, les importa
relativamente poco la opinión de los demás, y se mantienen orgullosamente
independientes; algo por lo que, paradójicamente, casi nunca les falta
la compañía y el aprecio de otros. Casi nunca…
Ahora que andamos (cosas de la edad) en el rito de los
encuentros de antiguos alumnos, recuerdo a aquellos compañeros de promoción a
los que martirizamos durante años a conciencia (si es que tal cosa como la
conciencia es atribuible a los grupos). Recuerdo a tres, ya fallecidos, a los
que, por activa o por pasiva, casi todos acosábamos; a uno por afeminado, a otra
por “rara” o extravagante, y al otro, simplemente, por no plegarse a los
caprichos del más machote de la tribu.
Siento ser tan pesimista, pero creo que, igual que no hay
nación sin fronteras, apenas hay grupo humano que no sea, por definición,
excluyente, ni que no busque cohesionarse frente (o contra) a los que son
“distintos” o no se pliegan a sus creencias y dictados. No hay tampoco
asociación humana que no encierre oscuras relaciones de poder, básicamente la
que se da entre los que gozan controlando a otros y los que, por pánico a ser
excluidos (¡el mayor de nuestros miedos!), se someten dócilmente a los
primeros. Todo el resto de la trama, con sus innumerables personajes
secundarios (secuaces, pelotas, críticos, bufones, equidistantes conciliadores…),
gira alrededor de esa relación principal.
Fíjense también que casi todo lo que cabe reconocer
como digno y bello suele ser obra de algún individuo (el arte, las más grandes
teorías y descubrimientos, la mayoría de las gestas heroicas o solidarias…),
mientras que los actos más execrables y destructivos suelen inspirarlos o
perpetrarlos grupos más o menos organizados (mafias, ligas facciosas, sectas,
cédulas, manadas – de varones habitualmente –, ejércitos, élites financieras,
masas instrumentalizadas…). Ocurre en la vida cotidiana, en la calle, en las
redes sociales, en los centros de trabajo, o en las aulas, donde todos los
profesores sabemos que la conducta de los chicos varía cualitativamente (casi
siempre a mejor) en cuanto se les permite ser y expresarse fuera del grupo.
Es cierto que hay grupos que nos ayudan a desarrollarnos
como personas, pero siempre que ese, y solo ese, sea su fin y principio.
También es verdad que la unión hace la fuerza, y eso es bueno (si la
causa lo es), pero tampoco justifica la trascendencia que damos a lo colectivo.
En general, cuanto más instrumentales, flexibles y abiertos sean los grupos,
menos peligrosos y más democráticos son. Pues la democracia – al menos en
teoría – se funda en el poder de los ciudadanos, y no en el de ninguna
asociación o colectivo específicos. Son esos ciudadanos los que, a tenor de su
propio criterio, deciden unirse a (o separarse de) otros en cada decisión que
toman, sin tener que formar por ello, necesariamente, ninguna asociación (u
oposición) estable. Casi la única excepción a esta norma es, a la vez, el
principal de los obstáculos para el desarrollo de una democracia plena: los
partidos políticos, cuyos intereses fundamentales son, como en todo grupo,
el poder y el beneficio propio, y no (o solo secundariamente) el bien de todos
los ciudadanos.
Por todo esto, y frente a los cánticos y proclamas en
defensa de un colectivismo mal entendido, hay que reivindicar con fuerza el que
seguramente sea uno de los más raros logros de la civilización: el del individuo,
esto es, el de la idea de que el sujeto al que cabe atribuir identidad,
derechos, dignidad y responsabilidad política es, ante todo, cada persona en
particular (y no cada familia, partido, secta, nación, género, clase, etnia
o pueblo, que la tienen, a lo sumo, por analogía con el individuo). Un
individualismo este que no está en absoluto reñido – sino que es su
fundamento democrático – con el espíritu comunitario y el interés por lo
público y la justicia social.
Y no digo todo esto por nada. El individuo es una flor tan
rara como frágil, y que solo surge en la fase culminante (y por ello un tanto
decadente ya) de la civilización. Por eso hay que defenderlo con ahínco. Desde
la escuela, promoviendo y fortaleciendo el desarrollo personal (no hay fórmula
mejor para combatir el acoso), y desde el compromiso con las libertades
individuales, conquistadas y amenazadas hoy por dos colosales fuerzas en auge:
el populismo y la autocracia. Estas dos fuerzas (perfectamente combinables,
como sabemos), tienen como nexo común el desprecio al individuo y la exaltación
de lo colectivo, y nos seducen con su promesa de orden, estabilidad política y
eficacia económica (véase el espeluznante caso de China o de su secuaz, la
Rusia de Putin). Salvarse de ellas requiere de un esfuerzo combinado en muchos
frentes, pero también, y sobre todo, de la firme convicción de que la dignidad
del ser humano es inversamente proporcional a sus instintos más gregarios.
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