Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Tras un verano
tremebundo, en el que a las catástrofes en curso (pandemia, guerras, crisis
energética, inflación galopante…) se han sumado incendios, sequías y salvajes
olas de calor fruto del cambio climático, a uno le van faltando fuerzas para
imaginar el futuro. No ya el suyo propio (que tampoco es fácil), sino el de las
generaciones venideras, algo que se antoja casi imposible, sobre todo si se
quiere imaginarlo bueno.
«¿Y
a nosotros que nos importa?»,
podría pensar, sin embargo, buena parte de la ciudadanía. El pesimismo y la
sensación de impotencia es tal, que parte de la población ha adoptado una
actitud entre evasiva y resignada, entre un «que no me amarguen lo que queda de la fiesta» y un «que sea lo que Dios quiera». Y lo peor es que no les falta razón. Tanto por motivos
coyunturales como por otros más estructurales, la situación política global
parece impredecible y fuera del alcance de cualquier iniciativa que pueda
tomarse a pequeña escala.
Es cierto que el
compromiso personal con las medidas que se están tomando (muy tímidamente) para
mitigar los dos grandes desastres en ciernes, el climático y el energético, es
importante, pero aquí el asunto adquiere otra dimensión aún más decisiva: el de
los argumentos éticos. Porque el «y
a mí que me importa»
de la gente no solo obedece al pesimismo y la impotencia ante una situación
aparentemente inmanejable, sino a una ausencia radical de razones para
comprometerse con el bienestar de los demás, especialmente el de los demás
que han de venir.
La cuestión de por
qué han de importarme los demás es la cuestión central de la ética. Sin
plantearla e intentar resolverla todo otro debate político o social carece
absolutamente de sentido. Pese a ello, nadie o casi nadie la plantea
públicamente. Tal vez porque es una cuestión filosófica, es decir, una cuestión
tan imposible de resolver como de evitar.
Pero si ya es
difícil justificar el altruismo con nuestros contemporáneos (especialmente con
aquellos con los que no mantenemos vínculos o proximidad), mucho más lo es con
quienes ni siquiera existen todavía. ¿Por qué habrían de importarnos las
generaciones futuras? Esta es la gran pregunta que late tras las propuestas
y debates sobre ética y política socioambiental. Y si queremos que la población
asuma voluntariamente los costes que implica adoptar estilos de vida
ecosocialmente sostenibles o incluso decrecentistas (sin esperar a que
la situación obligue traumáticamente a hacerlo a los que vengan detrás) toca
responder a esa pregunta.
¿Por qué me han de
importar, entonces, las generaciones futuras? Los planteamientos hedonistas y
utilitaristas, comunes hoy, no ofrecen una respuesta satisfactoria. El
imperativo utilitarista de «procurar
la mayor felicidad para el mayor número»
no parece sostenerse sobre ninguna razón que convenza a todos. ¿Por qué
habría de querer la felicidad de la mayoría, sobre todo si eso implica sacrificar
o aminorar la de la minoría de la que formo parte (y que en muchos casos
depende de la infelicidad de los primeros)? – podría preguntarse alguien –
¿Por temor a una rebelión de los infelices? La historia nos enseña
que ese riesgo es casi infinitesimal. ¿Para ser buenos? ¿Pero qué
significa eso? ¿Y por qué habríamos de ser buenos, así, sin más?
El asunto se
complica cuando introducimos la variable temporal: ¿Por qué habría de querer
procurar la felicidad (o siquiera la supervivencia) de la mayoría futura
(es decir de gente no solo desconocida para mi sino además inexistente)?
Tal vez, si uno supusiera que va a reencarnarse una y
otra vez (como propone Williams MacAskill, uno de los prohombres de la secta
pseudofilosófica del «largoplacismo»)
la cosa podría tener sentido. ¿Pero quién cree hoy en la reencarnación?
¿Entonces? ¿Por qué
debería importarnos lo que les suceda a las futuras generaciones? Ya hemos
visto que ni el hedonismo ni el utilitarismo sirven para responder a esta
pregunta. Tampoco el voluntarismo ciego del «deber por el deber».
Ni el cientifismo, pues aquí la ciencia nada tiene que decir. Solo caben, pues,
la religión o la metafísica. La opción racional es, desde luego, esta última.
La metafísica busca construir una concepción o imagen racional y armónica de la
totalidad del mundo; una concepción en la que sea posible conectar los fines
particulares con los generales más allá de circunstancias y coyunturas
personales, culturales o históricas (es decir, de modo trascendente, más allá
del tiempo y el espacio). Hemos asumido, tal vez atolondradamente (o sin
razones de peso), que la posibilidad de erigir esa metafísica de forma
convincente no es viable, pero no estaría mal pensarlo de nuevo. Sobre todo,
porque en otro caso, me temo que solo nos queda.. rezar.
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