miércoles, 7 de septiembre de 2022

¿Y por qué debería importarnos el futuro?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Tras un verano tremebundo, en el que a las catástrofes en curso (pandemia, guerras, crisis energética, inflación galopante…) se han sumado incendios, sequías y salvajes olas de calor fruto del cambio climático, a uno le van faltando fuerzas para imaginar el futuro. No ya el suyo propio (que tampoco es fácil), sino el de las generaciones venideras, algo que se antoja casi imposible, sobre todo si se quiere imaginarlo bueno.

«¿Y a nosotros que nos importa?», podría pensar, sin embargo, buena parte de la ciudadanía. El pesimismo y la sensación de impotencia es tal, que parte de la población ha adoptado una actitud entre evasiva y resignada, entre un «que no me amarguen lo que queda de la fiesta» y un «que sea lo que Dios quiera». Y lo peor es que no les falta razón. Tanto por motivos coyunturales como por otros más estructurales, la situación política global parece impredecible y fuera del alcance de cualquier iniciativa que pueda tomarse a pequeña escala. 

Es cierto que el compromiso personal con las medidas que se están tomando (muy tímidamente) para mitigar los dos grandes desastres en ciernes, el climático y el energético, es importante, pero aquí el asunto adquiere otra dimensión aún más decisiva: el de los argumentos éticos. Porque el «y a mí que me importa» de la gente no solo obedece al pesimismo y la impotencia ante una situación aparentemente inmanejable, sino a una ausencia radical de razones para comprometerse con el bienestar de los demás, especialmente el de los demás que han de venir.

La cuestión de por qué han de importarme los demás es la cuestión central de la ética. Sin plantearla e intentar resolverla todo otro debate político o social carece absolutamente de sentido. Pese a ello, nadie o casi nadie la plantea públicamente. Tal vez porque es una cuestión filosófica, es decir, una cuestión tan imposible de resolver como de evitar.

Pero si ya es difícil justificar el altruismo con nuestros contemporáneos (especialmente con aquellos con los que no mantenemos vínculos o proximidad), mucho más lo es con quienes ni siquiera existen todavía. ¿Por qué habrían de importarnos las generaciones futuras? Esta es la gran pregunta que late tras las propuestas y debates sobre ética y política socioambiental. Y si queremos que la población asuma voluntariamente los costes que implica adoptar estilos de vida ecosocialmente sostenibles o incluso decrecentistas (sin esperar a que la situación obligue traumáticamente a hacerlo a los que vengan detrás) toca responder a esa pregunta.

¿Por qué me han de importar, entonces, las generaciones futuras? Los planteamientos hedonistas y utilitaristas, comunes hoy, no ofrecen una respuesta satisfactoria. El imperativo utilitarista de «procurar la mayor felicidad para el mayor número» no parece sostenerse sobre ninguna razón que convenza a todos. ¿Por qué habría de querer la felicidad de la mayoría, sobre todo si eso implica sacrificar o aminorar la de la minoría de la que formo parte (y que en muchos casos depende de la infelicidad de los primeros)? – podría preguntarse alguien – ¿Por temor a una rebelión de los infelices? La historia nos enseña que ese riesgo es casi infinitesimal. ¿Para ser buenos? ¿Pero qué significa eso? ¿Y por qué habríamos de ser buenos, así, sin más?

El asunto se complica cuando introducimos la variable temporal: ¿Por qué habría de querer procurar la felicidad (o siquiera la supervivencia) de la mayoría futura (es decir de gente no solo desconocida para mi sino además inexistente)? Tal vez, si uno supusiera que va a reencarnarse una y otra vez (como propone Williams MacAskill, uno de los prohombres de la secta pseudofilosófica del «largoplacismo») la cosa podría tener sentido. ¿Pero quién cree hoy en la reencarnación?

¿Entonces? ¿Por qué debería importarnos lo que les suceda a las futuras generaciones? Ya hemos visto que ni el hedonismo ni el utilitarismo sirven para responder a esta pregunta. Tampoco el voluntarismo ciego del «deber por el deber». Ni el cientifismo, pues aquí la ciencia nada tiene que decir. Solo caben, pues, la religión o la metafísica. La opción racional es, desde luego, esta última. La metafísica busca construir una concepción o imagen racional y armónica de la totalidad del mundo; una concepción en la que sea posible conectar los fines particulares con los generales más allá de circunstancias y coyunturas personales, culturales o históricas (es decir, de modo trascendente, más allá del tiempo y el espacio). Hemos asumido, tal vez atolondradamente (o sin razones de peso), que la posibilidad de erigir esa metafísica de forma convincente no es viable, pero no estaría mal pensarlo de nuevo. Sobre todo, porque en otro caso, me temo que solo nos queda.. rezar.

 

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