lunes, 14 de febrero de 2022

Virtudes argumentativas

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Hay mitos que dicen que en el principio fue el decir, y que el dios creador originó u ordenó el mundo nombrando cada una de sus partes o cosas: el día, la noche, los animales, el ser humano… Curiosamente, en los Evangelios – que fueron escritos en griego – para referirse a este decir creador se utiliza la palabra «logos» que, en castellano, y entre otras, significa cosas como discurso, razón o argumento. Así, en lugar de «al principio fue el verbo», el conocido comienzo del Evangelio de San Juan bien podría haberse traducido como «al principio fue… el argumento».   

Al principio y al final, pues ya saben aquello de que «por la boca muere el pez». Nada nos da más información sobre la calidad de una persona que su capacidad para – sea en el lenguaje que sea – expresarse y razonar. Quien sabe argumentar sabe pensar y, por ello, participar en un diálogo («dialogo», otra insigne palabra griega, significa justamente esto: comunicarse con los demás – o con uno mismo – mediante argumentos). No hay alternativa: considérenlo y verán que no hay nada que considerar sin el lenguaje, esto es: sin el verbum o el viejo y filosófico logos griego.

Dado que los argumentos están al principio (como causa de lo que hacemos) y al final (como justificación de lo ya hecho), es importante que aquellos que nos guían y explican sean buenos argumentos. ¿Pero qué es un buen argumento? Hay dos formas (no excluyentes) de responder a esta pregunta. La primera es que un buen argumento es aquel que se atiene a lo racional, verdadero y justo; la segunda, que es el que mejor sirve a nuestros intereses particulares. ¿Cuál de las dos les parece a ustedes más certera (o más útil)?

No es fácil responder a esta pregunta, pero, aunque acostumbremos a creer que las razones que suponemos que nos conviene creer son también (¡qué casualidad!) las más objetivamente ciertas, en los momentos más lúcidos podemos llegar a reparar en lo contrario: que las razones objetivamente más ciertas son también, y justo por ello (¡qué causalidad!), las que realmente nos convienen.

Ahora bien, las razones ciertas y justas no caen de los árboles, ni están a nuestra disposición en el banco, sino que hay que buscarlas o construirlas, habitualmente a través del diálogo con los otros (si nuestra memoria no fuera tan lisonjera, reconoceríamos que ninguna de las ideas que tenemos es estrictamente nuestra). Y ese diálogo argumentativo no es un juego fácil: exige ciertas condiciones morales; condiciones relacionadas con lo que los filósofos llaman “virtudes argumentativas”. Veamos algunas.  

La principal virtud argumentativa es la capacidad para reconocer con honestidad el valor y pertinencia de un argumento ajeno, aunque contravenga nuestros intereses o puntos de vista personales. Esta virtud no es sencilla de ejercitar. Suelo decir a mis alumnos que en un diálogo el que pierde es el que gana, porque es el que aprende. Pero aplicarse el cuento es otra cosa, y a veces nos cuesta Dios y ayuda reconocer que no llevamos la razón. Tal vez porque, como dijo alguien, de la expresión «yo opino» lo que más nos gusta siempre es el «yo».   

Otra importante virtud argumentativa es la de la tolerancia, que al contrario de lo que se cree no tiene nada que ver con el respeto. La tolerancia es un concepto político relacionado con la convivencia y que refiere el saludable y democrático habito de permitir que se manifiesten opiniones y argumentos diferentes a los nuestros, aunque no los consideremos respetables, y siempre que no conculquen ese mínimo común denominador de la moralidad que son las leyes.

Una tercera virtud trascendental es la empatía, a la que podemos relacionar con lo que los filósofos llaman el “principio de caridad”. La empatía no consiste en respetar la opinión de tu interlocutor (ni siquiera si es víctima de algo, pues nada tiene que ver ser víctima de X con tener mejores argumentos sobre X), sino en ser capaz de comprender las cosas desde su perspectiva argumental, otorgándole por principio la mejor intención racional y moral posible. Por supuesto, para empatizar con alguien tienes que escuchar o leer con atención lo que dice, algo que le resulta dificilísimo a toda esa gente (yo me la encuentro por doquier y en el espejo a veces) cuya absoluta prioridad es expulsar el magma de opiniones y emociones que le hierve por dentro, algo para lo que le sirve de pretexto casi cualquier cosa que se le diga. 

Leer antes de opinar, interpretar con generosidad los argumentos del otro, mostrar tolerancia y reconocer con honestidad nuestros errores son, pues, algunas de las virtudes cardinales del buen argumentador, y algo a lo que se le debería dar la máxima prioridad educativa. Aprender la mayoría de las cosas que nos enseñan es contingente. Aprender a dialogar argumentativamente es imprescindible. ¿O no? Para saberlo no tendrán más remedio que argumentarlo.

miércoles, 9 de febrero de 2022

Niños con móvil

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Una reciente entrevista en prensa al experto en educación digital Jordan Shapiro ha avivado el debate en torno al problema de cuándo y en qué condiciones permitir a los niños el uso de móviles o dispositivos similares. Shapiro defiende la necesidad de educarlos en el uso de esas tecnologías antes de los doce o trece años. ¿Es razonable su propuesta?

Partamos del hecho innegable de que el móvil y otros aparatos equivalentes son ya parte consustancial de nuestro entorno, cuando no de nuestra identidad o de procesos cognitivos básicos como memorizar, ordenar, buscar o comunicar información. Se utilizan para todo y nadie, ni el más crítico con ellos, renuncia a utilizarlos. Si es así, educar intensivamente y desde muy pronto en un uso adecuado de los mismos no parece ninguna insensatez. Y sin embargo no es esta la política habitual por parte de familias y educadores, que suelen preferir prohibir el uso a educar en él (algo bastante contraproducente, pues los niños a los que se les prohíbe o restringe severamente el acceso al móvil, a los videojuegos o a la tele, suelen ser los mismos que en cuanto tienen ocasión se dan de forma compulsiva y desordenada al abuso de esas tecnologías y entretenimientos).

¿Por qué mantener entonces la actitud prohibicionista? Uno de los pretextos es la supuesta adicción que generan las «nuevas» tecnologías. ¿Pero es esto cierto? No lo creo. En todo caso, los entornos digitales serían hoy tan «adictivos» como hace veinte o treinta años lo eran los entornos físicos, pues los chicos hacen hoy a través del móvil y el ordenador sustancialmente lo mismo que hacían antes en la calle o en el salón de casa: entretenerse, socializar, educarse, comprar, jugar, conversar con otros…  No se trata pues, salvo excepciones, de ninguna adicción, sino de un (complejo y rapidísimo) cambio de costumbres por el que lo que antes se hacía de determinada forma ahora se hace de otra. Con todas las consecuencias que ello supone, por supuesto; buenas y malas.

Porque tampoco es fácil saber si interactuar en entornos físicos es siempre mejor que hacerlo a través de dispositivos digitales. La calle no tiene por qué ser menos peligrosa o condicionante que el móvil o el ordenador; en ambos escenarios se dan la publicidad, los comportamientos inmorales o indecorosos y todos los peligros que supone vivir en un mundo como el nuestro. Y en ambos casos de lo que se trata es de educar, y no de impedir que el niño se relacione con ese mundo (sea analógico o digital). No olviden que los niños sobreprotegidos están siempre más expuestos a todo tipo de peligros (pues carecen de experiencia y de autonomía para afrontarlos), uno de los cuales, por cierto, es el de contagiarse de las creencias y miedos de padres obsesionados por controlar a sus hijos (ahora a través del móvil). Casi diría que los niños tienen siempre más probabilidad de verse afectados por unos padres neuróticos que por abusones o pederastas (que los hay en las redes tanto como antes los había en calles y parques).

Otra objeción frecuente es la de los daños cognitivos que ocasiona la utilización del móvil en niños y adolescentes, algo que hasta la fecha nadie ha demostrado fehacientemente, y que no resulta muy creíble. A mi juicio, los niños de ahora estudian, piensan y se expresan como siempre (con leves cambios, unos a mejor y otros a peor). Es cierto que se distraen mucho con el móvil, pero como antes, y por la misma razón (los rollos que les obligamos a hacer o padecer), lo hacían con el vuelo de una mosca. En cuanto al acoso o el aislamiento social, hoy hay una sensibilidad y unos recursos – precisamente digitales – para paliar ambos fenómenos que ya hubieran querido los chicos de hace treinta años, cuando era normal acosar con impunidad a los más débiles en el patio de recreo o en la calle y no existían las redes sociales para mitigar la soledad del que, por lo que sea, carecía de suficientes habilidades sociales. El valor de la inclusividad y del respeto por el diferente son valores de ayer por la mañana, y están ligados al contexto de una sociedad global e interconectada.

En todo caso, recuerden que el rechazo a los cambios asociados al desarrollo tecnológico es una constante cultural. El pánico que provoca hoy el uso infantil de los móviles es el mismo que ya suscitaron los videojuegos, los ordenadores o la tele. Todo lo cual no quiere decir que no seamos prudentes, o que no tengamos que establecer una regulación legal de protección al menor, sino que, con todo, lo más importante es acompañar a los chicos y chicas en la iniciación a un mundo vinculado innegablemente a la tecnología, educándolos para vivir en él de forma lúcida, crítica y ética. No hay mayor inversión que esa en la seguridad y dignidad de los niños.

Carne de bulo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Ignoro quién asesora, si es que alguien lo hace, al ministro Alberto Garzón, pero sea quién sea o está cocido o le falta un hervor, como prefieran. Solo a un ingenuo o un extravagante artista de la estrategia política se le puede ocurrir que es conveniente decir lo que se piensa (en este caso, verdades como puños) en un contexto como el presente, con elecciones regionales a la vista y con los dos partidos de la derecha (uno de ellos loco por hacernos olvidar su crisis interna) en una pugna salvaje por ver quién vocifera, crispa y embriaga con una dosis más alta de demagogia a los ciudadanos.

Digo que lo que dice Garzón son verdades como puños porque es evidente, y todo el mundo (vote a quien vote) sabe que: (a) hay carne de peor y mejor calidad; (b) la carne de peor calidad está vinculada a un sistema de producción industrial, masiva y a bajo coste, que se conoce como ganadería intensiva, y la carne de mejor calidad a sistemas de producción tradicionales o extensivos en los que se produce menos, pero mejor; (c) la ganadería intensiva supone no solo infringir a los animales una condiciones de vida infernales, sino contaminar el entorno y contribuir a la ruina del medio rural (en el que los pequeños ganaderos no pueden competir con las macrogranjas industriales); (d) la política defendida por Garzón de aumentar las restricciones a la agricultura intensiva y favorecer a la agricultura extensiva (pareja a la disminución de la producción y el consumo de carne) es la misma que plantean el gobierno, la UE y los organismos internacionales como parte de la estrategia de transición a una economía sostenible.

Ahora bien, aunque sobre todo lo anterior hay datos de sobra (censos de animales, incremento del número de macrogranjas, índices asociables de contaminación y despoblamiento rural, denuncias de la UE, protestas de vecinos, reivindicaciones de pequeños productores…), los datos no tienen nada que hacer frente a la habitual berrea política y el rasgamiento ritual de vestiduras en tuits, tertulias y declaraciones varias. La razón de esta sinrazón es, ya sabemos, que la lucha partidista es en gran parte una cuestión identitaria e irracional. Más que nada porque identificarnos emocional y socialmente con un partido, líder o comunicador carismático, o con un determinado imaginario simbólico (fachas y progres, taurinos y animalistas, cazadores y ecologistas, machirulos y feministas…) es una manera demasiado tentadora de evitar la tediosa tarea de informarnos, analizar y reflexionar por nosotros mismos. Lo malo de esta confortable actitud es que se lo ponemos a huevo a los expertos en marketing consagrados a alimentarnos con información-basura de rápido engorde electoral. 

Gran parte de esa información basura se compone de bulos fáciles de fabricar. No necesitan más que dos cosas. La primera, inventar la “información” que interesa, si es posible tergiversando una información real para que la mentira lo parezca menos (en el caso de Garzón, que dijo que la ganadería extensiva española – con mención explícita a la extremeña – era magnífica, y la producción intensiva insostenible y mala, se le hace decir que “España exporta carne de mala calidad”). Y la segunda, viralizar la información falsa (hay equipos especializados en la tarea) hasta que, gracias a la repetición y a nuestra invencible pereza para cuestionar lo que nos apetece oír, se convierte en una verdad de las buenas, de las que levantan olas de indignación.

Ahora, dicho lo que había que decir sobre bulos y verdades, volvemos al principio. Una cosa es decir lo que uno piensa (y que esto, además, sea una verdad como un templo), y otra cosa es hacer política. Y me parece mentira que alguien como Garzón, curtido en la lucha partidista (como mínimo la interna), no se entere de algo tan simple. Si sigue así acabará por representar mejor que nadie a esa moribunda y antipática izquierda que, desde su trono intelectual y moral, no parece que haga otra cosa que señalarle a la gente cómo debe de comer, consumir o usar el idioma. ¡La ultraderecha no podría estar más satisfecha!

Un político cabal no puede, en fin, parecer un adolescente resabiado y desconsiderar toda la suma de intereses, circunstancias, juegos de poder, creencias y hábitos colectivos (entre ellos el del consumo barato de algo que, como la carne, era un lujo hasta no hace mucho para la mayoría) que rodean e inevitablemente afectan a su incuestionable verdad. Ha de pelear por sus principios, sin duda, pero tiene también que conciliarlos, aunque sea estratégicamente, con la compleja y reticente realidad.  Al menos, si quiere hacer política. Y no quedarse, como diría Yolanda Díaz, en una esquinita pequeña y marginal. Veremos.

martes, 1 de febrero de 2022

El meteorito

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.


Todas las historias cuentan la misma historia: un alma desvalida e ignorante sumida en el mal, un redentor dispuesto a rescatarla y un final más o menos feliz. Hagan la prueba y verán que no hay cuento, novela, película, serie, videojuego o discurso político que, con todo tipo de variaciones, no encaje en este molde. Probemos nosotros con la película de moda, “No mires arriba”, y a la que, dado el estilo que gasta, podríamos rebautizar sin rubor como “El Meteorito”, con sabor a hit veraniego de Georgie Dann.

En la astracanada de Adam McKay (que recomiendo encarecidamente que vean) el “alma desvalida” es el pueblo americano y, por extensión, la humanidad entera: una masa ignorante y manipulada que vota a políticos tipo Trump, vive infantilmente en el presente inmediato de los chismes, la telebasura y los memes de internet, y obedece ciegamente a los gurús de la tecnología. De otro lado, el “héroe redentor” son un par de ingenuos científicos que, tras descubrir que un enorme meteorito va a impactar contra la Tierra, tratan de avisarnos de lo que nos viene encima mientras son coaccionados por el poder y vilipendiados por la multitud. El “final feliz” es la divina moraleja que nos cuelan los autores, verdaderos redentores de esa multitud incapaz de reaccionar a la revelación científica del apocalipsis que somos nosotros, el público en general, frívolos adoradores del becerro de oro del consumo no sostenible y sus hijos la polución, el cambio climático, las pandemias y el resto de las plagas con que se anuncia el fin del mundo. Y hay que reconocer que en cuanto a la moraleja a transmitir la película es impactante y provocativa (por eso estamos hablando de ella), poniendo al alcance de todos una caricatura de los tópicos en torno al tecno-neoliberalismo reinante: la influencia de los gigantes tecnológicos, la hipoteca de los gobiernos con el poder económico, el big data, el populismo, la polarización política, la desinformación, la instrumentalización de la ciencia, los delirios conspiranoicos o la dificultad para arbitrar decisiones colectivas (no digamos democráticas) de alcance global...

Pero ahora vayamos con la moraleja sobre la moraleja. Es decir, con la crítica al mensaje crítico de la película (análogo al de parte de la izquierda biempensante americana y, por extensión, de todos sitios). Empecemos por el comienzo de la fábula. Que el desastre provenga del cielo es sintomático. Que el presunto mayor problema (y trasunto de la película) al que nos enfrentamos hoy sean la sostenibilidad y la crisis climática, y no el hambre, la explotación y la miseria material y moral de millones de personas (en tanto el 1% de la población acumula la mitad de la riqueza), algo que sucede cotidianamente y que hemos aceptado sin más (y por lo que mereceríamos extinguirnos cien veces), también es bastante sintomático. Sintomático de cómo la distracción apocalíptica actúa como opio de los timoneles del pueblo. Y no es que no haya una catástrofe climática en ciernes, ojo. La cuestión es a qué desigualdades obedece y cuáles va a acrecentar (la crisis climática es una enorme desgracia para la mayoría, y una fuente de oportunidades para la minoría más poderosa); si no se comprenden y desactivan esas desigualdades no se comprende ni se desactiva nada.

De otro lado, que en la película se muestre a la gente como una turba infantil enganchada a la telebasura y a los móviles, manipulada por demagogos e incapaz de ponerse de acuerdo en lo más evidente, es igualmente reveladora de las inercias ideológicas que lastran el discurso progresista. Una inercia que parece incapaz de entender las razones del apoyo de parte de la población a opciones políticas “poco correctas” y que, en el fondo, se revela tan poco democrática y tan populista como ellas.

Así, como ni las masas ni las perversas élites políticas son capaces de razonar y deliberar, los redentores propuestos en la fábula de McKay no pueden ser más que los expertos científicos. Aplíquese el cuento a la gestión de la pandemia (y de lo que venga). La idea que sobrevuela es que los ciudadanos somos incapaces de ponderar los riesgos (como el de colapsar los cada vez más escasos servicios públicos), por lo que hemos de ser salvados de nosotros mismos a golpe de leyes de excepción y partes televisivos. Se aduce que se trata de una emergencia. ¿Pero quién garantiza que no vayamos a vivir en una emergencia crónica (por ejemplo, climática), o que la gente vaya a ser capaz de decidir con sensatez sobre cualquier otro asunto que le incumba? Dada la inmadurez congénita con que se les retrata, ¿por qué permitirles ni tan siquiera votar? Tras la idiotez, el ruido y la furia que destila esta historia no parecen proyectarse, pues, otras salidas que las de rezar o someterse a una suerte de tecnocracia despótica. Terrible disyuntiva. Otra opción, sin duda, es pensarlo más a fondo.

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