Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Ignoro quién asesora, si es que alguien lo hace, al ministro
Alberto Garzón, pero sea quién sea o está cocido o le falta un hervor, como
prefieran. Solo a un ingenuo o un extravagante artista de la estrategia
política se le puede ocurrir que es conveniente decir lo que se piensa (en este
caso, verdades como puños) en un contexto como el presente, con elecciones
regionales a la vista y con los dos partidos de la derecha (uno de ellos loco
por hacernos olvidar su crisis interna) en una pugna salvaje por ver quién
vocifera, crispa y embriaga con una dosis más alta de demagogia a los
ciudadanos.
Digo que lo que dice Garzón son verdades como puños porque
es evidente, y todo el mundo (vote a quien vote) sabe que: (a) hay carne de
peor y mejor calidad; (b) la carne de peor calidad está vinculada a un sistema
de producción industrial, masiva y a bajo coste, que se conoce como ganadería
intensiva, y la carne de mejor calidad a sistemas de producción tradicionales o
extensivos en los que se produce menos, pero mejor; (c) la ganadería intensiva
supone no solo infringir a los animales una condiciones de vida infernales,
sino contaminar el entorno y contribuir a la ruina del medio rural (en el que
los pequeños ganaderos no pueden competir con las macrogranjas industriales);
(d) la política defendida por Garzón de aumentar las restricciones a la
agricultura intensiva y favorecer a la agricultura extensiva (pareja a la
disminución de la producción y el consumo de carne) es la misma que plantean el
gobierno, la UE y los organismos internacionales como parte de la estrategia de
transición a una economía sostenible.
Ahora bien, aunque sobre todo lo anterior hay datos de sobra
(censos de animales, incremento del número de macrogranjas, índices asociables
de contaminación y despoblamiento rural, denuncias de la UE, protestas de
vecinos, reivindicaciones de pequeños productores…), los datos no tienen nada
que hacer frente a la habitual berrea política y el rasgamiento ritual
de vestiduras en tuits, tertulias y declaraciones varias. La razón de esta
sinrazón es, ya sabemos, que la lucha partidista es en gran parte una cuestión
identitaria e irracional. Más que nada porque identificarnos emocional y
socialmente con un partido, líder o comunicador carismático, o con un determinado
imaginario simbólico (fachas y progres, taurinos y animalistas, cazadores y
ecologistas, machirulos y feministas…) es una manera demasiado tentadora de
evitar la tediosa tarea de informarnos, analizar y reflexionar por nosotros
mismos. Lo malo de esta confortable actitud es que se lo ponemos a huevo a los
expertos en marketing consagrados a alimentarnos con información-basura
de rápido engorde electoral.
Gran parte de esa información basura se compone de bulos
fáciles de fabricar. No necesitan más que dos cosas. La primera, inventar la
“información” que interesa, si es posible tergiversando una información real
para que la mentira lo parezca menos (en el caso de Garzón, que dijo que la
ganadería extensiva española – con mención explícita a la extremeña – era
magnífica, y la producción intensiva insostenible y mala, se le hace decir que
“España exporta carne de mala calidad”). Y la segunda, viralizar la información
falsa (hay equipos especializados en la tarea) hasta que, gracias a la
repetición y a nuestra invencible pereza para cuestionar lo que nos apetece
oír, se convierte en una verdad de las buenas, de las que levantan olas de
indignación.
Ahora, dicho lo que había que decir sobre bulos y verdades,
volvemos al principio. Una cosa es decir lo que uno piensa (y que esto, además,
sea una verdad como un templo), y otra cosa es hacer política. Y me parece
mentira que alguien como Garzón, curtido en la lucha partidista (como mínimo la
interna), no se entere de algo tan simple. Si sigue así acabará por representar
mejor que nadie a esa moribunda y antipática izquierda que, desde su trono
intelectual y moral, no parece que haga otra cosa que señalarle a la gente cómo
debe de comer, consumir o usar el idioma. ¡La ultraderecha no podría estar más
satisfecha!
Un político cabal no puede, en fin, parecer un adolescente
resabiado y desconsiderar toda la suma de intereses, circunstancias, juegos de
poder, creencias y hábitos colectivos (entre ellos el del consumo barato de
algo que, como la carne, era un lujo hasta no hace mucho para la mayoría) que
rodean e inevitablemente afectan a su incuestionable verdad. Ha de pelear por
sus principios, sin duda, pero tiene también que conciliarlos, aunque sea
estratégicamente, con la compleja y reticente realidad. Al menos, si quiere hacer política. Y no
quedarse, como diría Yolanda Díaz, en una esquinita pequeña y marginal. Veremos.
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