Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Todas las historias cuentan la misma historia: un alma desvalida e ignorante sumida en el mal, un redentor dispuesto a rescatarla y un final más o menos feliz. Hagan la prueba y verán que no hay cuento, novela, película, serie, videojuego o discurso político que, con todo tipo de variaciones, no encaje en este molde. Probemos nosotros con la película de moda, “No mires arriba”, y a la que, dado el estilo que gasta, podríamos rebautizar sin rubor como “El Meteorito”, con sabor a hit veraniego de Georgie Dann.
En la astracanada de Adam McKay (que recomiendo encarecidamente
que vean) el “alma desvalida” es el pueblo americano y, por extensión, la
humanidad entera: una masa ignorante y manipulada que vota a políticos tipo
Trump, vive infantilmente en el presente inmediato de los chismes, la
telebasura y los memes de internet, y obedece ciegamente a los gurús de la
tecnología. De otro lado, el “héroe redentor” son un par de ingenuos
científicos que, tras descubrir que un enorme meteorito va a impactar contra la
Tierra, tratan de avisarnos de lo que nos viene encima mientras son
coaccionados por el poder y vilipendiados por la multitud. El “final feliz” es
la divina moraleja que nos cuelan los autores, verdaderos redentores de esa
multitud incapaz de reaccionar a la revelación científica del apocalipsis que
somos nosotros, el público en general, frívolos adoradores del becerro de oro
del consumo no sostenible y sus hijos la polución, el cambio climático, las
pandemias y el resto de las plagas con que se anuncia el fin del mundo. Y hay
que reconocer que en cuanto a la moraleja a transmitir la película es
impactante y provocativa (por eso estamos hablando de ella), poniendo al alcance
de todos una caricatura de los tópicos en torno al tecno-neoliberalismo
reinante: la influencia de los gigantes tecnológicos, la hipoteca de los
gobiernos con el poder económico, el big data, el populismo, la
polarización política, la desinformación, la instrumentalización de la ciencia,
los delirios conspiranoicos o la dificultad para arbitrar decisiones colectivas
(no digamos democráticas) de alcance global...
Pero ahora vayamos con la moraleja sobre la moraleja. Es
decir, con la crítica al mensaje crítico de la película (análogo al de parte de
la izquierda biempensante americana y, por extensión, de todos sitios).
Empecemos por el comienzo de la fábula. Que el desastre provenga del cielo es
sintomático. Que el presunto mayor problema (y trasunto de la película) al que
nos enfrentamos hoy sean la sostenibilidad y la crisis climática, y no el
hambre, la explotación y la miseria material y moral de millones de personas
(en tanto el 1% de la población acumula la mitad de la riqueza), algo que
sucede cotidianamente y que hemos aceptado sin más (y por lo que mereceríamos extinguirnos
cien veces), también es bastante sintomático. Sintomático de cómo la
distracción apocalíptica actúa como opio de los timoneles del pueblo. Y
no es que no haya una catástrofe climática en ciernes, ojo. La cuestión es a
qué desigualdades obedece y cuáles va a acrecentar (la crisis climática es una
enorme desgracia para la mayoría, y una fuente de oportunidades para la minoría
más poderosa); si no se comprenden y desactivan esas desigualdades no se
comprende ni se desactiva nada.
De otro lado, que en la película se muestre a la gente como
una turba infantil enganchada a la telebasura y a los móviles, manipulada por
demagogos e incapaz de ponerse de acuerdo en lo más evidente, es igualmente
reveladora de las inercias ideológicas que lastran el discurso progresista. Una
inercia que parece incapaz de entender las razones del apoyo de parte de la
población a opciones políticas “poco correctas” y que, en el fondo, se revela
tan poco democrática y tan populista como ellas.
Así, como ni las masas ni las perversas élites políticas son
capaces de razonar y deliberar, los redentores propuestos en la fábula de McKay
no pueden ser más que los expertos científicos. Aplíquese el cuento a la
gestión de la pandemia (y de lo que venga). La idea que sobrevuela es que los
ciudadanos somos incapaces de ponderar los riesgos (como el de colapsar los
cada vez más escasos servicios públicos), por lo que hemos de ser salvados de nosotros
mismos a golpe de leyes de excepción y partes televisivos. Se aduce que se
trata de una emergencia. ¿Pero quién garantiza que no vayamos a vivir en una
emergencia crónica (por ejemplo, climática), o que la gente vaya a ser capaz de
decidir con sensatez sobre cualquier otro asunto que le incumba? Dada la
inmadurez congénita con que se les retrata, ¿por qué permitirles ni tan
siquiera votar? Tras la idiotez, el ruido y la furia que destila esta historia
no parecen proyectarse, pues, otras salidas que las de rezar o someterse a una
suerte de tecnocracia despótica. Terrible disyuntiva. Otra opción, sin duda, es
pensarlo más a fondo.
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