Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Los tertulianos de los medios tienen (tenemos, he de incluirme en el lote) muy mala prensa, aunque, como pasa con los vicios, se fustigan en público y se disfrutan en privado. Curiosamente, se les vilipendia con frecuencia desde las secciones de opinión de los periódicos, es decir: por parte de esa otra especie de tertuliano en formato monólogo que son (somos) también los columnistas. No digamos si, además, el crítico es novelista y está acostumbrado a opinar lo que le viene en gana bajo el legítimo pretexto de la ficción – ¿habrá mayor tertulianismo que ese? –
No sé, en fin, a qué viene esta manía de crucificar a los
que se dedican a opinar en los medios audiovisuales, es decir: a exhibir ante
la cámara o el micrófono lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos hace de la
noche a la mañana en casa, en el trabajo, en cualquier lugar público y, por
supuesto, y a todos los niveles, en los corrillos del poder: opinar y juzgar
sobre todo y sobre todos. ¿A qué viene entonces ese desprecio por los
tertulianos de la tele? ¿Tan difícil es ver la viga en el ojo propio?
A veces creo (opino) que la cosa está en lo mucho que se
acredita uno desacreditando cosas. No sé si es algo autóctono o un rasgo
universal de los seres humanos, pero a la gente le encanta vapulear moralmente
a la gente (“la gente” es ese extraño colectivo al que, dado el desprecio con
el que se le refiere siempre, parece que no perteneciera nadie). Cuanta más gente
hundo o desprestigio, más me enaltezco y justifico yo mismo: esa es la idea.
Uno de los argumentos de los que critican el tertulianismo
es que los tertulianos no suelen ser expertos en lo que tratan y se limitan,
por tanto, a opinar sobre todo sin demasiado rigor. Es cierto. Pero no conviene
confundir las cosas. Una tertulia (pública o privada, mediática o no) no es
un congreso académico, sino una reunión de personas hablando y diríamos que en
ejercicio de su ciudadanía democrática. ¿Y qué ejercicio es ese? Pues está
claro: el de opinar, a partir de la información de la que el ciudadano medio
dispone, sobre asuntos (por frívolos que sean a veces) de interés público.
Esto último es importante aclararlo. La democracia es el
imperio de la opinión y no, en absoluto, del juicio de los expertos – lo que
equivaldría a una suerte de tecnocracia u oligarquía de sabios –. Esto quiere
decir que, aunque confiemos en los expertos y los científicos para obtener
información, la toma de decisiones no depende de ellos, sino de la ciudadanía
en su conjunto. Esto tiene su lógica: la ciencia es un saber descriptivo y
técnico, que se ocupa de hechos, y no de valores, por lo que carece de
competencia política para dilucidar lo que es justo e injusto. Así, dado que no
creemos que haya expertos o científicos en el asunto de la justicia, no queda
otra que recurrir a la opinión, sea la de uno solo (como en los regímenes
despóticos), sea la de la mayoría (como en las democracias). De ahí el valor
político y cívico del debate de opinión, esto es: de las tertulias y los
tertulianos, sean de barra, de plató, de red social o de bancada parlamentaria.
Por supuesto, esto no quiere decir que no se pueda y se deba
mejorar la calidad del debate público. Es cierto que las tertulias mediáticas (y
todas las demás) son caldo de cultivo para la demagogia y el populismo, algo
casi consustancial a la democracia, siempre en un tris de convertirse en un
patio de vecinos, pero evitarlo no consiste en denigrar el trasiego de
opiniones que la constituye (sustituyéndolo por el pontificado de los
tecnócratas), sino en perfeccionarlo.
De entrada, hay que reconocer que encender la tele o la
radio y toparse con una tertulia (preferentemente política o cultural, pero hasta
las más frívolas valen) es democráticamente preferible a hacerlo con un
desfile, una corrida de toros o la Santa Misa (los tres programas favoritos del
extinto régimen). En segundo lugar, se trata de elevar el nivel, diríamos
filosófico, del tertuliano medio. No dictaminando que sean los más sabios o
filósofos los que únicamente hablen, ni haciendo que los que siempre hablan
sean filósofos, sino dándole voz a una ciudadanía filosóficamente cada vez
mejor formada.
Es el sueño con que alucinamos algunos en esta caverna: el
de concebir la democracia como el gobierno de un pueblo educado para hacer
política, esto es, para poder dilucidar libre, pero también crítica y
racionalmente (si es que ambas cosas, ser libres y actuar racionalmente, no son
lo mismo), lo que es o no es justo. Y hacerlo, claro está, en diálogo –o
tertulia – permanente con los demás. No se va a lograr mañana. Pero si nos
acostumbramos a hablar y discutir – en los medios, en la calle, en las aulas,
en donde sea –, las cosas solo pueden ir a mejor. O eso opino yo.
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