Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Cada vez que le cuento esto a mis alumnos, alucinan. En
parte porque estas cosas, por suerte, casi ya no pasan (o eso espero). Era mi
último año en el bachillerato nocturno y, como trabajaba, decidí, de acuerdo
con los profesores, dejar un par de asignaturas para septiembre; una de ellas,
mi favorita: Historia de la Filosofía. Tras estudiar a fondo y a placer durante
el verano, hice mis exámenes lo mejor que pude, incluso con virtuosismo (ese
virtuosismo amateur – y un tanto arrogante – del adolescente apasionado
por una materia). Pero, para mi sorpresa, la profesora de Filosofía me puso un
insuficiente como un castillo. ¡Un suspenso, y en filosofía! No solo se trataba
de un golpe para mi ego, sino, sobre todo, de la condena a repetir curso con
una sola materia, y a aplazar un año entero el examen de acceso a la
Universidad.
De nada sirvió que al revisar la prueba no pudiera
mencionarme ningún error de relevancia, ni que el resto de los profesores
intercediera por mí, ni el notable de mi nota media. A la profesora no le
parecía suficientemente bueno mi examen y punto. Y entonces, cuando ciertos
profesores decían “y punto”, no había nada que hacer. Se podía reclamar, pero
era perder el tiempo. Un desastre. Pensé hasta en dejar los estudios. Mi única
y mísera satisfacción fue volver al instituto, recién acabada la carrera (de
Filosofía, claro) y, con no sé qué pretexto, exhibir ante aquella profesora la
sucesión de matrículas de honor de mi expediente, las becas, el premio del
Ministerio, las primeras publicaciones…
Me quedé muy a gusto, sí. Pero el año académico que absurdamente perdí
(y todo lo que ello supuso) no me lo quitó nadie.
Dicho esto, entenderán ustedes que aplauda, casi
incondicionalmente, una ley educativa que, como la presente, viene a garantizar
que las decisiones sobre la promoción de los alumnos sean obligatoriamente
colegiadas incluso cuando hay suspensos. ¿Por qué? Porque una decisión tan
compleja y determinante no puede depender de una sola persona, sino de todo el
equipo docente, y de la ponderación lo más objetiva posible de todo un plantel
de factores, y no solo de la valoración individual de un examen.
¿Que esto es difícil? Sí, claro. Educar es, en general, muy
difícil. ¿Qué habrá que establecer criterios para no incurrir en
arbitrariedades o agravios comparativos? Por supuesto. ¿Que esto va a convertir
algunas sesiones de evaluación en algo más complicado que discutir sobre las
décimas obtenidas en una prueba, o sobre lo “cortito” o lo “vago” que es un
alumno? ¡Ya era hora! Tratar con complejidad lo complejo de evaluar a los
alumnos es una vieja asignatura pendiente con la que, inexplicablemente, hemos
pasado una y otra vez de curso y de ley educativa.
De otro lado, hay quien dice que permitir que se titule con
uno o dos suspensos es el acabose de la “cultura del esfuerzo”. Pero
esto resulta igualmente discutible. Partamos de la idea, que nadie niega, de
que el esfuerzo es necesario para aprender. Pero también del hecho de que solo
aprende el que quiere, es decir, el que comprende el sentido y el valor de lo
que le enseñan. Así, si “esfuerzo por aprender” significa entregarse con
firmeza a una tarea por decisión propia y porque se cree que vale la pena, ¿tan
terrible es titular o promocionar a un chico o chica que se ha esforzado en la
mayoría de las materias, pero no ha logrado descubrir el interés o valor de
alguna? Salvo excepciones, que habría que considerar, no creo que esto sea, en
este ámbito formativo al menos, ningún error de bulto. A no ser que lo que
también queramos “enseñar” a los chicos es a pasar por el aro de aparentar
aprender a toda costa lo que no quieren ni entienden, memorizándolo y
reproduciéndolo mecánicamente (es decir, a no ser que queramos cambiar el
esfuerzo genuino y con sentido, por el esfuerzo ciego y embrutecedor).
¿Pero queremos eso? ¿De qué sirve el esfuerzo sin sentido?
¿Qué tiene que ver con la educación, es decir, con la relación entre el deseo
innato de aprender y la competencia del profesor para encauzarlo desde la
convicción en el valor de lo que enseña? Yo creo que nada.
Es, además, llamativo que se le exija al alumno demostrar
constantemente su esfuerzo, mientras que este se le suponga, por defecto, y
casi de forma vitalicia, al profesor. Algo que no casa con el principio de que
un fracaso educativo es cosa de todos: del que enseña (que es el profesional),
del que aprende, y de lo que rodea a ambos. Aunque solo paguen, como de
costumbre, los más débiles. Por eso yo, tras mi insuficiente en aquel examen de
Filosofía, tuve que quedarme un año en el dique seco, y la profesora que,
contra toda evidencia y frente a todos sus compañeros, determinó que no merecía
superar el curso, siguió con su vida tan campante, y sin que nadie le exigiera
repetir algún tramo de su, me temo que inexistente, formación pedagógica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario