Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Una de las máximas más certeras que conozco es esa de que “por la boca muere el pez”. Aunque se usa para aludir a gente poco discreta o mentirosa, se refiere también al hecho, obvio, de que es a través del habla como se desvela lo que las personas son.
Seguramente, todos tenemos la experiencia de topar con
individuos de lo más aparente que, al mostrarnos su incapacidad para hablar o
dialogar con inteligencia y sentido, han perdido, de golpe, todo su atractivo
inicial. A lo sumo, y en caso de expresarse en algún otro lenguaje de menor
rango – digamos, no sé, el de los mimos o los músicos –, se les ha podido
aguantar un rato – todo lo sublime que quieran –, pero no más. Al fin, no solo
de imágenes y emociones vive el hombre.
A veces pongo a mis alumnos en una reveladora disyuntiva.
Tienen que irse a vivir para siempre a una isla desierta, y solo pueden elegir
a uno de estos dos acompañantes: un perro que habla, o un ser de aspecto humano
(todo lo atractivo que quieran) que únicamente puede ladrar. La mayoría escoge,
sin dudarlo, al perro. Intuyen que un ser que no pueda comunicarse en un
lenguaje verbal (o en algún otro análogo, como el de signos o el código
Braille) ni siquiera merece claramente la categoría de “humano”.
Ocurre algo similar si colocan a un niño pequeño frente a la
representación de un objeto u animal que hable como una persona y, a
continuación, ante un personaje con forma humana que solo emita sonidos
mecánicos o propios de otros animales. En el primer caso, el niño se
identificará rápidamente con la cafetera habladora o el dragón parlanchín; en
el segundo, probablemente se asuste y no quiera saber nada con el “monstruo”
aquel. Lo humano del ser humano – lo saben hasta los niños – está, pues, en el
hablar.
Tal vez parezca simple, o injusto, pero solo encuentro dos
criterios fiables a la hora de evaluar como tal a una persona: su aptitud para
dialogar con honestidad y empatía, y que sepa escribir o, cuando menos, hablar.
No me interesa (ni me fio de) la gente que no es capaz de rebatirse a sí misma
(que es la forma más seria de reírse de sí) o de emplear el lenguaje con cierta
pulcritud. Sin duda, se puede saber dialogar y escribir, y ser un canalla. Pero
en este caso hay cura. Quién, en cambio, no domina el lenguaje, no domina su
pensamiento; y quien no domina su pensamiento no tiene forma alguna de
dominarse a sí mismo.
Crear o recrear – interpretándolo – un texto, trazar en él
un mapa de ideas y operaciones, sembrarlo de hipótesis, abonarlo con argumentos
y contraargumentos, y dejar, con todas sus podas, que crezca por sí solo, es el
único modo que concibo de desvelar o dar a luz lo que uno piensa – tan
distinto, a menudo, de lo que cree pensar –. Decía Platón que la escritura
sustituye el pensamiento por la memoria. ¡Pero lo decía en uno de sus más
prodigiosos escritos! Fuera de ese combate mayéutico, en fin, con el
lenguaje y el texto – compendio de todo diálogo posible –, que es el arte de
escribir, apenas cabe aventurarse en el pensamiento.
Escribo todo esto, no para insistir en aquello de la
degradación actual del lenguaje – algo que es cierto, pero que también hay que
valorar en el contexto de unos índices de escolarización o de acceso a los
medios multiplicados en muy poco tiempo –, sino más bien para denunciar la
perversa idea de que esa degradación en el uso de la lengua (incluso la
administrativa o la educativa) es poco menos que un requisito democrático.
Circula así la consigna, por claustros, consejerías o
ministerios, de que, “para que todo el mundo lo entienda”, hay que simplificar
(que no es lo mismo, sino lo contrario, a veces, que clarificar) medios
y mensajes, aliviando al lenguaje de estructuras complejas, párrafos extensos,
vocabulario excesivo y argumentos que no quepan en el espacio de un tuit (que
es el formato ya asentado de la declaración pública). Pareciera que la
Administración se empeñara en imitar la economía del lenguaje verbal (y de la
inteligencia) que imponen los medios audiovisuales.
Ahora bien, el imperativo de vulgarizar el lenguaje solo responde a una idea muy burda de lo que es “democrático”. La democracia es el gobierno del pueblo. Pero el pueblo ha de gobernar algo, digamos el Estado, que posee una entidad y unas funciones propias, entre otras la de capacitar o educar a la gente que ha de gobernarlo. Y educar no equivale a homogeneizar la práctica del lenguaje, sino a reconocer lo valioso de su heterogeneidad y promover aquellos usos que más y mejor nos permiten ser y comunicarnos. Hacer apología de la simpleza, en una época tan complicada de pensar como esta, es otra manera – otra más – de infantilizar, tutelar y entontecer plácidamente a la gente, manteniendo las desigualdades fundamentales bajo la apariencia de que, como hablamos igual (de mal), estas han dejado de existir.
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