Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Deliro si afirmo que vivimos en una sociedad
“psicopatologizada”, en la que muchos de los problemas sociales o morales se pretenden
arreglar con psicólogos? ¿Es paranoico decir que la psicología forma parte hoy
del dispositivo ideológico que nos amansa y ciega con el mayor de los cuidados?
¿Supone un exceso de psicopatía por mi parte, en pleno frenesí
publicitario-institucional en torno a la salud mental, expresar mis dudas al
respecto? Vayamos por partes.
No hay duda de que el Estado debe ofrecer atención
psicológica y de calidad para todos, ni de que hay que dejar de estigmatizar la
enfermedad mental (un estigma debido, en parte, a que afecta a nuestra
identidad como personas en mucha mayor medida que la enfermedad física). Ahora
bien, dicho esto, y dejando las enfermedades mentales a un lado, ¿deben los
psicólogos ocuparse del malestar emocional que destila por todos sus
poros nuestra sociedad del bienestar?
Yo creo que no. Primero porque ese malestar solo es
“emocional” en la medida en que no se deja analizar y entender fácilmente, por
lo que lo que hay que hacer es dar a la gente herramientas intelectuales para
hacer ese análisis (esto es: educación crítica, y no bonos para el psicólogo).
En segundo lugar, porque ese malestar tiene causas objetivas (económicas,
sociales, ideológicas) que solo pueden resolverse reevaluando nuestros valores
(y actuando en consecuencia), algo que en ningún caso compete a la psicología
como tal.
Dicho de otro modo: un psicólogo no es un sabio consejero
espiritual, ni un filósofo experto en ética, ni un mago o sacerdote que te
asegure la bienaventuranza. Así, si el mundo te parece una bazofia, o te das
cuenta de que la vida no tiene sentido, o reparas con angustia en la soledad y
miseria material y moral que te rodea, la solución no es hacer terapia. La
terapia psicológica no puede suplir el análisis político, ético o filosófico
sobre la propia vida, ni el compromiso para cambiar las cosas que deviene,
eventualmente, de dicho análisis. Y estoy seguro de que los psicólogos estarán
en esto de acuerdo conmigo.
El uso ideológico de la psicología como presunto remedio
para todo arraiga, por demás, en la ingenua (yo diría que religiosa) creencia
contemporánea en la omnipotencia de la ciencia para solventar nuestros
problemas. La gente piensa que igual que el científico puede resolver
(mágicamente, porque poca gente entiende cómo) problemas técnicos o logísticos,
puede resolver también, encarnado en la figura del psicólogo, todo tipo de
asuntos morales o existenciales. Pero nada de eso. No hay psicólogo o experto
científico que nos libre de pensar en cómo debemos conducir nuestra vida para
ser realmente dignos o felices.
La psicopatologización de los problemas sociales y morales
se extiende a todos los ámbitos. Estos días he tenido que escuchar, por activa
y pasiva, que la creciente ansiedad y preocupación de los jóvenes no es la
lógica consecuencia de sus escasas perspectivas de empleo, de la precariedad en
la que viven, de las ideas erróneas sobre el éxito que les hemos metido en la
cabeza, o del debilitamiento de los lazos comunitarios frente a la vorágine del
narcisismo digital, sino, simplemente, de que “sufren de más trastornos
mentales”. Así, más que una masa de jóvenes en situación de hartazgo y tal vez
proclives a forzar un cambio sociopolítico, lo que conseguimos es una panda de
trastornados cuya principal reivindicación es contar con más terapeutas. La
estrategia, calculada o no, es perfectamente perversa.
Seamos claros. Lo que necesita la juventud no son
psicólogos, sino perspectivas e ideas ilusionantes con las que dar sentido y
transformar al mundo. Y también, y como diría un marxista, una cierta
“conciencia de clase”. Es necesario recuperar los lazos de camaradería y
solidaridad intra e intergeneracional, dañados por el ultraindividualismo de
nuestro tiempo y acentuados por la cultura digital y la pandemia. En este
sentido, diría que hasta un botellón es más “saludable” que hacer terapia
on-line. Si le quitas el elemento criticable del alcohol (una crítica cuando
menos curiosa en un país en el que hay veinte veces más bares que bibliotecas),
el fenómeno del botellón no es más que una forma “low cost” de cultivar los
lazos sociales en el único lugar accesible que aún no está sujeto al negocio (y
al control) digital, y que la mayoría de los jóvenes pueden sentir como suyo, y
que es el espacio público.
El día, por cierto, en que los jóvenes ocupen ese espacio no
solo para beber y charlar, sino para exigir con justa fiereza el futuro que
descaradamente les negamos, no iba a haber psicólogos (ni bares) suficientes
para paliar nuestra apoltronada y culpable angustia de adultos.
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