Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura y El Diario de Mallorca.
“¿Pero es que nadie piensa en los niños?”, exclama con
frecuencia Helen Lovejoy, la esposa metomentodo del reverendo de Los Simpson,
que acostumbra a soltarla gimoteando, venga o no a cuento, en las más
variopintas circunstancias. Supongo que el guionista la introdujo con el fin de
satirizar el lacrimógeno y demagógico recurso de apelar a los niños para
enturbiar emocionalmente cualquier disputa. O, quizá también, para señalar a
aquellos que, aunque digan lo contrario, ni por asomo piensan de verdad en los
niños.
Me acordé de la frase en mitad de un bautizo al que asistí
hace unos días. Una de las niñas a bautizar tenía ya diez años, y el cura, en
buena lógica, le preguntó que con qué nombre quería ser bautizada. La niña, de
nombre Miriam, tras unos minutos de perplejidad, y ante la insistencia del
cura, acabó por responder, y con una vocecita apenas audible le dijo a toda la
Iglesia que como quería llamarse de verdad era Noa. La cara de los padres era
un poema. El cura intentó mediar y propuso Miriam Noa. Pero la madre estalló
entonces: “ni Noa ni Noe – vino a decir –, la niña se llamará Miriam y
sanseacabó”. El espectáculo fue patético. Me pregunto que hubiera pasado si la
niña, en lugar de Noa, hubiera pedido llamarse Juan José.
La anécdota es significativa de lo poco o nada que
respetamos a los niños, y de cómo, bajo toda la pringosa sensiblería al uso,
poca gente piensa realmente en ellos. Dudo que la humillación que recibió el
otro día esa niña, al comprobar como su timidísimo arrebato de voluntad era
aplastado delante de todos, y en mitad de una ceremonia sagrada, pueda
olvidársele fácilmente.
Pero no solo se trata del nombre (algo tan personal), o de
frivolidades como la decoración del cuarto, el corte de pelo o la ropa que se
usa (que algunos padres escogen para sus hijos como si jugaran con muñecos). La
tiranía y el poder arbitrario de los adultos se expresa en cosas mucho más
serias, imponiéndoles, sin razonar ni escucharlos, actividades, afinidades y
normas, amén de – y esto es lo más grave – ideas, creencias y valores de todo
tipo.
Con lo anterior no estoy diciendo que no haya que transmitir
ideas y valores a los hijos (¿qué sería educarles si no?), sino que es una
completa falta de respeto a su personalidad hacerlo de modo dogmático y
excluyente. Como si, por ser pequeños, no hubiera que darles razones y
concederles la palabra. O como si se fuesen a “contaminar” por relacionarse con
ideas y valores distintos a los de su entorno. El “las cosas son así y punto”,
o el “porque lo digo yo (que soy tu padre, madre, profesor…)”, son dos de las
mayores agresiones que se pueden cometer sobre ese ser racional en ciernes que
es un niño. De nada sirve dejar de darles bofetadas (costumbre ya superada, por
suerte) y seguir maltratándoles con esos golpes morales a su dignidad.
Otro caso claro de esta transmisión cerril y dogmática de
ideas y valores es el protagonizado por aquellos padres empeñados en llevar a
sus hijos a colegios estrictamente acordes con sus creencias. Este obtuso deseo
es parte del no menos perverso argumento de que los padres tienen derecho irrestricto
a escoger la educación moral de sus hijos. Un derecho que, obviamente, no
solo ha de estar limitado por el sentido común y por el Estado (es decir, por
la sociedad en su conjunto), sino también y, sobre todo, por el propio derecho
de los hijos a ejercer su libre criterio y elegir sus propios valores.
Ahora bien, para que los niños puedan ejercer ese derecho
hay que educarles en el aprecio de la pluralidad y el ejercicio de la
autonomía, invitándolos a desarrollar esas capacidades que resultan igualmente
fundamentales para ser buenos ciudadanos: las del diálogo, el razonamiento y el
respeto por los que no piensan como nosotros. Lejos de encerrarlos en “burbujas
ideológicas”, se trata de invitarlos a que conozcan ideas y valores distintos,
exponiéndolos así a contradicciones y dilemas que vayan alimentando y afinando
su propio juicio moral.
Porque a todo esto, sepan, quienes aún no lo saben, que los
niños, desde muy pequeños, piensan. Y que piensen quiere decir que, con un
lenguaje a veces pleno de imágenes, pero también de sentido, son capaces de
dudar, preguntar, pedir y dar razones, inquirir si algo es bueno o malo, justo
o injusto, verdadero o falso, así como de distinguir contradicciones y malos
argumentos (¿qué niño no sabe, desde muy pronto, lo que es una contradicción,
oyendo y viendo, por ejemplo, lo que dicen y hacen luego sus padres?).
Si los niños, en fin, además de materias tan abstractas como
matemáticas o geografía, aprendieran desde el principio ese más concreto saber
que es el de la reflexión y el diálogo sobre valores, habría muchas más noas
en el mundo, y muchos más padres, madres y maestros convencidos de que “pensar
en los niños” no es lo mismo que pensar por ellos.
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