Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Mallorca.
Sale a la luz que una comisión escolar canadiense ha quemado
o destruido cerca de cinco mil obras de las bibliotecas de Ontario por
considerar que presentaban estereotipos de los pueblos indígenas, eran
irrespetuosos con sus prácticas culturales o, simplemente, contenían términos
como “indio” o “esquimal”, considerados hoy peyorativos. Entre las obras
destruidas se encuentran ejemplares de Astérix o Tintín, así como novelas y
cuentos dirigidos al público infantil y juvenil.
No por esperables, dejan estas cosas de generar
preocupación. Digo esperables porque hace ya tiempo que las guerras culturales
se han convertido en novedoso opio y fuente de adrenalina política para el
pueblo. Juzgar moralmente a los demás siempre pone, y en este resurgimiento del
espíritu puritano mucha gente se está acostumbrando a exigir (o peor: a
tolerar) que se prohíba todo lo que parezca ofensivo a cualquier minoría o
colectivo con capacidad de convocatoria. Comenzaron con la cultura popular,
censurando series de TV, canciones de rap o películas de Walt Disney. Metieron
luego la cabeza en los museos, con campañas para retirar obras de arte “poco
edificantes”. Y hace años que andan destrozando bibliotecas y removiendo
estatuas. Todo esto a la vez que mantienen campañas de acoso y derribo de todo
aquel o aquella (artistas, profesores, humoristas…) que no comulga con el pack
biempensante.
Más allá de lo difícil que resulta soportar a estas hordas
de iluminados odiadores (obsesionados por los “delitos de odio” de quienes no
odian lo que ellos), de su insufrible complejo de superioridad moral (que les
impele a protegernos paternalmente de todo mensaje pernicioso, como si fuéramos
cretinos morales), y de la absoluta ineficacia de sus métodos (¿habrá algo que
incite más a la lectura que prohibirle un libro a un niño? ¿Y algo más
educativo que leerlo con él?), el problema más grande y profundo que parece
tener este tipo de ultras puritanos es el de la risa.
Y no les faltan motivos. Fíjense que los argumentos, por
razonables que sean, se pueden desactivar fácilmente con falacias, eslóganes,
ataques o apelaciones al activismo o la emoción, pero la risa es siempre
incontenible y casi siempre incontestable. Una buena broma nos deja sin
réplica. Si el insulto suele descalificar a quien lo emite, la burla, cuando es
efectiva (es decir, cuando da la risa), deja en evidencia al burlado. Y esto,
siempre tan conveniente, de que se rían de ti y de lo que dices, no lo soporta
cualquiera. Y menos un fanático.
Tal vez por esto, la liga de colegios católicos de Ontario
aficionada a quemar libros la haya tomado con Astérix el Galo, la divertidísima
colección de historietas de Uderzo y Goscinny en que los autores se burlan
amablemente de todo y de todos (empezando por los propios galos, que son
constantemente caricaturizados, junto a los belgas, los ingleses, los
españoles…) y en la que, curiosamente, lo que se transmite – de forma harto
ingenua – es una defensa a ultranza del indigenismo frente al imperialismo
romano.
Y digo de forma ingenua porque – ahora que andan moviéndose
y derribándose estatuas de Colón y otros –, los pueblos indígenas no son ni han
sido unos ángeles que no merezcan, como todo dios, su ración de burla y
crítica. Lo siento por los que siguen creyendo en el bíblico (o rousseauniano)
mito del Edén, pero no hay pueblo o civilización, por colonizada que haya sido,
que no tenga sus luces y sus sombras. De hecho, algunos de los pueblos
conquistados fueron, antes, tiránicos y crueles conquistadores de otros como
ellos. Y muchas sociedades de cazadores-recolectores son y han sido tan
belicosas y sanguinarias como sus medios les han permitido. Desengáñense: hasta
ahora, y salvo casos marginales, ningún grupo humano se ha asentado sobre un
territorio sin usar de la fuerza para ocuparlo y/o para evitar la intrusión de
otros, y me temo que muy pocos, si es que alguno, ha dejado de aprovecharse,
cuando la opinión la pintaban calva, de las debilidades del vecino.
Esto no quiere decir, obviamente, que uno apruebe o tolere la
humillación, la marginación o el genocidio de los pueblos indígenas, ni que
ponga al mismo nivel a los hoy poderosos y a los que ya no lo son, ni que no
haya que resarcir, en justicia, a todas las víctimas posibles de todos los
atropellos cercanos. Lo que hay que tener claro es que la batalla para
erradicar las relaciones de dominación tiene que proyectarse hacia el futuro,
sin negar o mitologizar el pasado, sino reconociéndolo como tal y aprendiendo
de él. Quien no conoce y comprende la historia está condenado a repetirla. La
prueba está en observar a estos aprendices canadienses de Torquemada.
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