Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura
Borrachos, jugadores, salidos, avariciosos, empollones, tragaldabas, traviesos… Para todas estas calificaciones morales se dispone hoy de un sustituto médico: alcohólicos, ludópatas, víctimas del síndrome de hipersexualidad, workaholics, aquejados del trastorno de apetito desenfrenado, afectados por déficit de atención e hiperactividad … No son los únicos. También tenemos los adictos a internet (ciberdependientes), a las compras (oniomaniacos), al ejercicio físico (vigoréxicos), a la comida sana (ortoréxicos), al running (runnoréxicos), a los viajes (dromómanos), al dinero (crematomaniacos), al móvil (nomofóbicos)… Gran parte de las conductas que, con el lenguaje de antaño consideraríamos moralmente censurables o anómalas, tienden a considerarse ahora como trastornos psicológicos.
Convertir presuntos defectos morales en problemas médicos
tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La ventaja es el conocimiento profundo
de ciertos patrones de conducta antes caricaturizados y atribuibles a simple
malicia o cretinez. La desventaja, y no pequeña, consiste en concebir a la
gente como víctimas pasivas de todo tipo de enfermedades, en lugar de como
personas capaces de tomar sus propias decisiones.
Para algunos filósofos, esta “patologización” de los
comportamientos anómalos o indeseables sería un síntoma más del
“posmoralismo” hedonista e infantiloide en el que, tras el ocaso de los grandes
ideales, se hunde nuestra civilización. En el reino de la posverdad y del
relativismo de los valores – suelen decir –, no hay otro fin que el del culto
al cuerpo y la rápida satisfacción de los deseos particulares, de manera que
las conductas descontroladas (que proliferan en este caldo de cultivo) son
concebidas como simples disfunciones a eliminar, sin mayor esfuerzo (moral),
por el profesional (el psicólogo) de turno. Además – siguen diciendo – esta
reducción de lo moral a psicología (de lo “bueno” al “bienestar”) representa la
excusa perfecta para que el Estado, en aras de garantizar la seguridad y la
salud de los cuerpos, restringa las libertades y los derechos individuales…
Yo creo, no obstante, que hay algo más viejo y profundo en
esta patologización de lo moral.
Hagamos un poco de “arqueología” filosófica. Ya en la época clásica, y
frente a la extravagante (pero exquisitamente lógica) teoría
socrático-platónica de que toda conducta humana es fruto del conocimiento (o de
la falta de él), algunos pensadores, como Aristóteles, reaccionaron postulando
la existencia de la “acrasia”: un misterioso estado pasional de
debilidad por el que las personas eran incapaces de llevar a cabo aquello que
les dictaba su razón. Ante esta incomprensible “autorresistencia” solo cabía la
fuerza de voluntad. Toda la moral occidental descansa, desde entonces,
sobre este voluntarismo, según el cual la persona buena es
aquella que, dominando voluntariosamente sus pasiones más irracionales,
es capaz de imponerse a sí misma lo que su entendimiento reconoce como digno o
valioso.
Ahora bien: si la voluntad es la mediación entre razón y
sinrazón, ¿de qué naturaleza, racional o irracional, es ella misma? Esta
cuestión no es fácil de responder. Para los platónicos, la voluntad solo tenía entidad
confundiéndose con la razón, mientras que para los aristotélicos se
identificaba con ciertos hábitos o virtudes prácticas. Durante la Edad Media,
la voluntad moral se vinculó con la fe y la gracia divina, y, en la modernidad,
con una suerte de entidad metafísica ajena a toda explicación científica (Kant)
que acabó resolviéndose en pura irracionalidad (Schopenhauer, Nietzsche). Tras
este recorrido, después de la “muerte de Dios”, y de las ideologías
justificadas en la “voluntad de poder”, ¿qué podría quedar hoy de ese vetusto y
cuasi maldito concepto de “voluntad”? Nada.
Ahora, muerta la voluntad, solo quedaban dos instancias a
las que acoger el criterio moral: el entendimiento, volviendo así a la
tesis platónica (lo bueno es lo que determina la razón), y la emotividad
(lo bueno es lo que me hace sentir bien), que es sobre lo que finalmente se
fundó nuestra “sociedad del bienestar”.
¿Qué es entonces, desde esta concepción postmoderna y sensualista, un problema
moral? Respuesta: un simple estado emocional de malestar (como el
que siento cuando no puedo dejar de beber, jugar, trabajar, etc.). ¿Y cómo ha
de solventarse? Como diría Spinoza, con una pasión más fuerte, esto es:
mediante un estado de pasividad aún mayor, inducido desde fuera, por alguien
que (por nuestro bien) nos somete, trata, cuida y dirige. En esto
consiste fundamentalmente la patologización actual de los problemas morales: en
el ocaso de la voluntad y el triunfo de lo irracional, de la acrasia y de las
pasiones. Incluso de la pasión por lo patológico mismo. Hasta el punto de que
no sé si seguir pensándolo o hacérmelo mirar.
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