Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Volvemos a las andadas con el caso de Plácido Domingo, uno
más de los que tienen a la llamada “cultura de la cancelación” como trasfondo.
Como algunos aluden a que el debate incumbe a la relación entre ética y
estética, vamos a tratar brevemente de este asunto.
Mi opinión es que el boicot al tenor u a otros artistas,
convictos o sospechosos de delitos sexuales o actitudes sexistas, racistas,
homófobas, transfóbicas, etc. (Allen, Polanski, Gibson, Rowling y una larga
lista), no tiene sustancialmente nada que ver con el problema de las relaciones
“ética-estética”, sino que refiere un asunto de cariz básicamente ético, y en
torno al que se supone una, cuando menos discutible, concepción de lo que debe
ser una política de reparación de las víctimas y de prevención del machismo, el
racismo o cualquier otra actitud a erradicar.
En cuanto al problema de lo ético y lo estético, este suele
referirse a la relación que se da entre el contenido de una obra de arte
y los valores vigentes (y no, o muy torcidamente, a la relación entre la obra y
la catadura moral del artista). Así, el problema entre ética y estética se
plantea cuando en una obra o evento artístico se representan contenidos que,
según el censor (que hace también, involuntariamente, de intérprete y crítico de
arte), se consideran moralmente reprobables (la exaltación del terrorismo o el
machismo, la incitación al odio, el maltrato de animales como en los toros –
donde no solo se “representa” sino que se realiza de verdad –, etc.).
Mas este no es el caso que nos ocupa aquí: las óperas que interpreta Plácido
Domingo no representan, por si mismas, una incitación al acoso sexual…
De otro lado, el criterio de “superioridad de lo ético sobre
lo estético” que se propone para justificar el rechazo a los recitales de Plácido
Domingo no se aplica a todos los casos análogos, lo que debilita la autoridad
del criterio. Al menos de momento no pedimos un certificado de penales o de
“buena conducta” a la generalidad de los autores (cuando se conocen) de las
novelas, canciones, cuadros o monumentos que admiramos. Tampoco lo hace el
Estado cuando, por ejemplo, celebra un concurso para contratar o dar un premio
(es más: lo que se exige en estos casos es el anonimato, para que el
conocimiento de la identidad del artista no afecte al juicio objetivo sobre su
obra). Bien. ¿Deberíamos hacerlo a partir de ahora, y rechazar a artistas que
no estén limpios de ciertos delitos, actitudes u opiniones? En cualquier
caso, ¿por qué boicotear la obra de P. Domingo o W. Allen y no la del misógino
Nietzsche, la del traficante Rimbaud o la del maltratador Picasso, por no
hablar de miles de hermosísimos monumentos, templos, pirámides o ciudades
enteras construidos y financiados gracias a la sangre y el hambre de la gente?
¿Deberíamos dejar de ir a verlos y negarnos a que se mantengan con dinero
público?
Y, por descontado, todo esto no afecta únicamente a la
estética. Sabemos, por ejemplo, que muchas empresas de renombre han explotado
hasta la extenuación y la muerte a hombres, mujeres y niños. ¿Deberíamos dejar
de comprar la ropa que se confecciona en los insalubres talleres de China o
Malasia, o los automóviles o medicamentos de empresas que se aprovecharon, en
un pasado no tan lejano, de la mano de obra de los prisioneros nazis? O, por
dar más ejemplos, ¿renunciamos a todos los avances tecnológicos (entre ellos
internet) que son fruto de la investigación con fines bélicos o del trabajo de
científicos moralmente sospechosos?...
Los casos como el de Plácido Domingo no son, en fin, un
problema de “ética y estética”, sino de ética, y de política. Y la cuestión
pertinente respecto a ellos es si la estrategia de señalamiento masivo de todo
aquel cuya conducta nos parezca intolerable es o no es apropiada o si, cuando
menos, debe sujetarse a ciertos límites marcados por las garantías jurídicas,
la prudencia antes de acabar con la reputación de alguien, el principio de la
reinserción (y no del simple encapirotamiento moral) o la atención a
propósitos más educativos que punitivos.
Pues todos sabemos que la única solución consistente al
problema del acoso sexual (y la mayor muestra de apoyo, por tanto, a las
victimas) es la educación. Y someter a acoso a quien acosó, ojo por ojo,
señalándolo indefinidamente por algo de lo que se ha arrepentido, no parece muy
educativo. A no ser que concibamos la educación como escarmiento. Si es
así, bien podríamos llevar a los niños, como se hacía hace siglos, a las
ejecuciones o linchamientos públicos, y decirles: mira, querido, esto que le ha
pasado a ese señor es lo que te va a pasar a ti si haces lo mismo. Incluso si
fuera un procedimiento eficaz (que ni lo es ni lo ha sido nunca), el fin, por
noble y justo que sea, no justifica esos medios.
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