Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Los sofistas tuvieron mucho éxito entre los ciudadanos de
pro, que no dudaban en pagarles para aprender a hacer pasar sus opiniones por
justas y verdaderas. Sobra decir que la mayoría de esos sofistas no tenían nada
por propiamente “justo” o “verdadero” (lo de la “posverdad” es muy antiguo);
pensaban que tales cosas eran tan variables como los intereses y deseos
subjetivos de las personas, y que lo que prevalecía era siempre lo que dictaba
el que tenía más labia y, por ello, poder.
¿Vivimos hoy un renacimiento de la sofística? No lo duden.
La tesis de que la verdad no existe (o de que no merece la pena buscarla), y
que lo que importa es lo persuasivo o buen comunicador que uno sea, forma parte
del bagaje ideológico de nuestro tiempo. Lo podemos observar en el detalle con
que preparan sus intervenciones los políticos, en la calculada demagogia de los
“líderes de opinión”, en la insistencia con que se busca el efecto emotivo y el
aplauso fácil en los medios, y en la demanda de expertos en comunicación de
toda laya (publicistas, asesores de imagen, gestores de redes, storytellers,
expertos en oratoria) por parte de gobiernos, empresas y hasta colegios.
No exagero: en muchos centros de enseñanza se está asentando
la costumbre (tan anglosajona) de los “torneos de debate”, eventos en los que
varios equipos de alumnos compiten entre sí para medir cuál es más persuasivo
ante un tribunal de expertos. ¿De expertos en el tema de que se trata? No. De
expertos en tratar de cualquier tema de forma eficiente y persuasiva. Al fin,
en estos torneos más que la verdad lo que se persigue es la habilidad para
construir estrategias argumentales con que defender e imponer una tesis (la que
te toque) frente al equipo contrario.
No hay nada que objetar, por supuesto, a que los alumnos
mejoren sus dotes retóricas o aprendan a argumentar con corrección. Pero la
educación ha de tratar de más y más nobles e importantes cosas que de “hablar
bien”; cosas que, como el diálogo, el pensamiento crítico o la competencia ética,
están siendo arrinconadas o sustituidas por presuntas “innovaciones”
provenientes de la esfera del coaching empresarial, las técnicas de
venta (de productos u opiniones, tanto da) o de la psicología de moda.
Así, el diálogo educativo es algo muy distinto al torneo de
oratoria. El fin del diálogo no es saber hablar, sino buscar el saber; en él no
se trata de una competición o un concurso de talentos retóricos, sino de una
investigación en común (como la de los programas de Filosofía para niños
de muchas escuelas) en que la generosidad hermenéutica con respecto a las tesis
del otro, el cuestionamiento constante de las propias, o el deseo de aprender (y
no de vencer) son las principales pautas.
Tampoco el pensamiento crítico tiene nada que ver con lo que
se “vende” como tal en el mercado de la innovación educativa. La capacidad para
someter a análisis racional los fundamentos (ontológicos, epistemológicos,
axiológicos) de nuestras ideas, deseos, afectos o acciones, no es la misma cosa
que recibir un cursillo del gurú, coach o experto en liderazgo de turno sobre
cómo gestionar la información, practicar el “pensamiento lateral” o no dejarte
engañar en las redes.
La educación ética no es tampoco nada que convenga confundir
con los postulados de la psicología positiva, los cinco pasos para mejorar la
“inteligencia emocional” u otros grandes éxitos de la literatura de autoayuda.
Conocernos y tomar las riendas de nuestra vida exige una reflexión mucho más
seria sobre lo que somos y debemos ser, así como sobre los valores desde los
que afrontar los graves dilemas morales y políticos a los que se asoma nuestro
tiempo.
Sé que lo tenemos crudo (no hay día que no aparezca en prensa
un publirreportaje pagado, y disfrazado de noticia, ponderando a algún gurú del
coaching y la “innovación” educativa), pero no podemos renunciar a una
concepción de la educación en la que el diálogo veraz, el pensamiento crítico o
la capacidad ética, sean sustituidos por las habilidades oratorias, la
“aptitudes para el liderazgo” o la venta de recetas para el bienestar
emocional.
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