C. Monet leyendo y fumando en pipa (Renoir 1872) |
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Gran Bretaña es el primer país que, más allá de informar de lo malo (para la salud) que es fumar, prohibirá completa y gradualmente la venta de tabaco a partir de 2027. A las escasas protestas frente a esta medida (probablemente celebrada por mafias y traficantes) el gobierno británico replica que, dado que los fumadores no son dueños de su voluntad, lo mejor es que el Estado les impida hacer lo que no son capaces de evitar por sí solos.
El argumento es terrible. Implica que los
ciudadanos son incapaces de decidir libremente sobre su salud y que, por ello,
hay que protegerlos de sí mismos privándoles de esa misma libertad. Es el mismo
razonamiento que se hace con los niños y los locos, pero aplicado a toda la
ciudadanía (a los fumadores y a los que podrían elegir serlo). A este
paternalismo humillante se añade el dogma moral que antepone la salud a
cualquier otro valor, como el placer o la libertad misma. Que un individuo
elija correr el riesgo de vivir menos por mor de vivir como él entiende que es mejor
es un anatema. Y de nada sirve que se fume solo, sin perjudicar a nadie, o que
se pague una fortuna en impuestos (el 80% o 90% del precio de cada cigarrillo)
para costear futuros y probables gastos sanitarios; da igual: el gobierno nos
obliga a morir puros, sin vicios y sanos como robles.
Y cuidado que si tragamos con esto no
habrá nada que objetar a futuras prohibiciones en nombre de nuestra salud o
seguridad. ¿Cuál será la próxima: la del alcohol, el juego, la promiscuidad
sexual… todos ellos vicios adictivos (de buenos que son a quienes le gustan) y
poco «saludables»?
Yo, si fuera uno de estos nuevos monjes
inquisidores, muchos de ellos expertos en salud (pero ignorantes en ética),
iría pensando en envolver con advertencias y fotos dantescas – destinadas a
asustarnos como a niños – no solo los paquetes de tabaco, sino también los
botellines, los décimos de lotería o los condones. Y ya puestos, también los
móviles, los coches, los contratos de trabajo, los televisores, las tarjetas de
crédito o las crampones de alpinista… ¿O es que Internet, los accidentes de
tráfico, el estrés laboral, la teletienda o los deportes de riesgo no son
también adictivos y/o peligrosos para nuestra salud?
Kant, el filósofo cuyo tricentenario
celebramos este año, pensaba que la peor y más peligrosa adicción era dejar –
por cobardía, gregarismo y pereza – que otros pensaran y decidieran por
nosotros. Claro que Kant – uno de los padres de la ética y la idea moderna de
libertad – era un pertinaz fumador de pipa. ¿Qué iba a saber él de lo que de
verdad conviene a las personas?
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