Se debate estos días sobre la
idoneidad del modelo de confinamiento punitivo y duro que ha adoptado el
gobierno español para afrontar la pandemia, en comparación con el de aquellos
otros países que, en menor o mayor grado – desde Portugal al caso extremo de
Suecia – han optado por un confinamiento más laxo y por apelar al sentido de
responsabilidad de sus ciudadanos. ¿Se ha hecho lo correcto en nuestro país?
Más allá de cuestiones
estrictamente epidemiológicas o éticas, uno de los argumentos de los defensores
del “modelo duro” es el de la presunta y “proverbial” indisciplina de los
españoles con respecto a las normas, motivo por el cual – dicen – se hacía
necesario legislar con severidad, amenazar con cuantiosas multas o hacer
aparecer a la policía y el ejército diariamente en la televisión pública.
¿Pero es esto cierto? ¿Somos
así de indisciplinados los españoles? ¿Se puede hablar, siquiera, y con un
mínimo de rigor, de un modo “español” de ser? ¿Y, si lo hubiera, debería tal
cosa llegar a determinar nuestra forma de gobernarnos? Veamos.
Sobre la presunta
idiosincrasia hispánica no sabe uno con qué fuente de conocimientos
empezar a trabajar: si con la literatura costumbrista del XIX, la sociología
recreativa de columnistas y tertulianos o, directamente, con los chistes de
Arévalo. Dado que los prejuicios ayudan poco a la reflexión (más bien la
sustituyen), me limitaré a constatar lo que me parece más prudente y obvio: que
no hay ninguna manera “española” de ser” (como tampoco la hay sueca, alemana o
palentina). Lo que hay, siempre, es una enorme variedad de conductas y personas
relacionadas en complejas redes sociales (culturales, de género, de clase, de
edad…) que difícilmente permiten hacer generalización moral alguna. Es, desde
luego, indudable que cada país (y pueblo, y barrio, y club, y grupo de amigos…)
tiene costumbres y tradiciones, o miembros más o menos responsables, pero nada
que no sea modulable o que legitime poner en cuarentena los principios
democráticos.
Y hablo de tales principios
porque me parece incongruente mantener convicciones democráticas y, a la vez,
pensar que los ciudadanos son incapaces de actuar con la responsabilidad y la
autoridad política que les adscribe, por principio, la democracia. Si uno cree
de verdad que “sin mano dura somos ingobernables”, lo suyo es apostar por un
estado despótico. De hecho, el tufo a paternalismo (y a su complemento
clientelista) que desprenden a menudo nuestros hábitos políticos – y en esto
los ciudadanos son tan responsables o más que los gobernantes, a los que, sin
embargo, se les echa puerilmente la culpa de todo – podría confirmar la
inmadurez política de la ciudadanía y la necesidad de que se la gobierne en
todo.
Ahora bien, incluso aceptando
el supuesto de que seamos un país aún inmaduro para el autogobierno
democrático, y de que, por tanto, nos “convenga” una cierta tutela despótica,
tendríamos que preguntarnos si la estrategia educativa que permitimos –
y pedimos – a nuestros ilustrados y déspotas tutores es o no la adecuada. ¿Se
fomenta el uso maduro y responsable de la libertad en los ciudadanos negándoles
el ejercicio de esa misma responsabilidad? Educar “para” la autonomía es educar
“en” la autonomía. La experiencia y la lógica enseñan que, si tratas a las
personas como a niños díscolos a los que hay que estar continuamente vigilando,
acaban por comportarse como tales. La coacción y el reglamentarismo producen
tantos pícaros e hipócritas como borregos, es decir, de todo menos ciudadanos.
Aunque claro, también puede ser que, como afirman los más pesimistas, la gente
no tenga la intención de cargar con ese pesado fardo que son la libertad y la
ciudadanía
Pues lo siento (y me alegro):
si queremos vivir en una sociedad libre y democrática no hay más remedio que
permitir que los ciudadanos decidamos y actuemos, en todo, bajo nuestra propia
responsabilidad. Y arriesgarnos en ello a muerte. Como hacen los suecos y en
lugar de “hacernos el sueco”, cosa esta que, en el fondo, no parece más que una
pataleta adolescente o un mal remedo de la autonomía que se nos niega y que,
tal vez, no nos apetezca tampoco tomarnos demasiado en serio. ¿O sí?
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