Un asunto capital en una democracia es la manera en que se
genera y modula la opinión pública y, por tanto, la voluntad de la ciudadanía.
Dado que en teoría el ciudadano es el que manda (junto a las leyes que él mismo
se da, y ciertos principios y procedimientos fundamentales), importa garantizar
la “calidad” del proceso por el que aquel forma sus propios juicios. Así, surge
una pregunta siempre candente para los filósofos: ¿qué hay que hacer para
que las opiniones que se generan y difunden entre la ciudadanía sean tan justas
y objetivas como puedan ser?
Según algunos (vamos a llamarlos “liberales ortodoxos”), no
hay que hacer nada. Que la gente tenga opiniones “justas y objetivas” resulta,
incluso, quimérico. Los ciudadanos – dicen – no tienen habitualmente razones
objetivas (¿existe tal cosa?), sino deseos e intereses particulares (a los que
su razón sirve, a lo más, de justificación o instrumento). La legitimidad
democrática no depende, pues, de cómo de bien informada o argumentada esté la
opinión pública, sino solo de garantizar que cada opinión pueda expresarse
libre y proporcionalmente (según sea su poder) para que, finalmente, “gane” la
que concite más apoyos.
Según otros (antítesis de los anteriores), las ideas
objetivas sobre lo Justo sí que existen: son, precisamente, las suyas
propias. Y si parte de los ciudadanos no las reconocen es por falta de
educación, de conciencia de clase, de madurez política, o porque, en el estado
de alienación en el que viven, se dejan manipular (por el “sistema”, el “enemigo”,
los “poderosos”) ¿Qué habría que hacer entonces? La respuesta, para estos
(vamos a llamarlos “estatalistas dogmáticos”), consiste en “reeducar” a la
ciudadanía en los valores e ideas adecuadas.
Finalmente, entre ambos extremos, están aquellos que creen –
que creemos – que en un contexto democrático no debe haber demasiadas ideas a
priori acerca de lo que es Justo, pero sí el hábito de aproximarnos
permanentemente a ellas mediante el debate público. Sin una idea común de justicia no hay
comunidad; pero sin espacios en los que la ciudadanía sea quien delibere y
determine cuál pueda ser esa idea común, dicha comunidad no puede ser
democrática.
Ahora bien, ¿dónde y cuándo podría existir hoy esa escena
deliberativa en la que los ciudadanos pueden formarse – y no solo expresar – su
propia opinión sobre lo que es justo de forma libre y autónoma, esto es, de
manera racional, crítica, dando y recibiendo argumentos en un diálogo
constante, franco y abierto con los demás? Es claro que ese espacio de debate no es el de las
instituciones representativas, al menos en tanto estas no estén ocupadas por
ciudadanos (hay fórmulas para ello), en lugar de por los cuadros de los
partidos. Tampoco los partidos, o los grandes medios de comunicación,
consagrados ambos a la lucha por el poder, son el lugar para otros debates que
no sean los puramente estratégicos. ¿Entonces?
El de “sociedad civil” es un concepto en decadencia. Nadie
cree que en los “lobbies”, los “think tanks” o los sindicatos se debata de
forma abierta y desinteresada acerca del bien común; como tampoco que las ONG,
las pequeñas asociaciones o el mundo de la cultura tengan un peso relevante en
la opinión pública (salvo cuando se acogen a la financiación gubernamental o el
apoyo de los grandes medios). El resto son las infinitas pistas del circo de
las redes sociales, en las que el debate, si lo hay, está sujeto al control e
interés de sus dueños (las compañías tecnológicas y sus clientes).
¿Y la educación? Tampoco. El enfoque pragmático y
productivista al que se ve, cada vez más, sujeta, apenas deja sitio, ni en las
aulas ni fuera de ellas, para el debate político, ético o filosófico
(sustituido, a lo sumo, por la retórica de la educación en valores).
La conclusión es tajante. Los ciudadanos no tenemos hoy más
lugar en que ejercer nuestra soberanía que las urnas y las redes sociales; lo
que equivale a sustituir el debate público por la simple expresión de los
intereses subjetivos y los arrebatos dogmáticos. Ahora bien: si el juicio
maduro y autónomo de la ciudadanía no tiene lugar, tampoco la democracia puede
ser otra cosa que pura ficción.
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