Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario El País.
Hace unas semanas, con motivo de la presidencia española de
la UE, se reunieron en Madrid un buen número de autoridades educativas para
esclarecer el rol de la educación en la promoción de los valores europeos y la
ciudadanía democrática. La jornada, que fue inaugurada con una magnífica
ponencia de la filósofa Adela Cortina, se cerró con un mensaje claro y
esperanzador, pero también con la constatación de una serie de problemas a
resolver.
El mensaje es que el proyecto europeo no podrá desarrollarse
ni ampliarse sin una política clara de refuerzo de aquellos valores y actitudes
que comparten sus cuatrocientos cincuenta millones de ciudadanos y veintisiete
naciones (de momento). Dichos valores, expuestos en los tratados más
importantes y en la Declaración de los Derechos Humanos, representan una visión
común de lo que es justo y promueven actitudes (la tolerancia, el diálogo
democrático…) que permiten la convivencia entre naciones, culturas y personas
con concepciones relativamente distintas de lo que es bueno, deseable o sagrado.
Sin esos valores y actitudes las leyes y procedimientos carecerían de
legitimidad y eficacia, y el proyecto político europeo resultaría sustancialmente
inviable.
Ahora bien, ¿cómo lograr que los ciudadanos europeos
entiendan y compartan la vinculación identitaria que supone el compromiso con
estos valores y actitudes en un contexto, además, en que todo (populismo
xenófobo, nacionalismo divisor, radicalización política, fundamentalismo
religioso, guerras…) parece ponérseles en contra? Está claro que esta tarea
incumbe a la educación, pero con declararlo no basta.
Los problemas para promover educativamente los valores que
nos unen como europeos son varios. Uno tiene que ver, sin duda, con la falta de
articulación entre los distintos sistemas y currículos educativos nacionales y
regionales. Otro, más importante, radica en la resistencia de muchos gobiernos
a dotar del peso educativo que se requiere a la formación cívica, considerada a
menudo como una materia marginal sin apenas dotación horaria ni especialización docente. Una
consideración que supone un verdadero contrasentido si la contrastamos con el
acostumbrado discurso político en torno al papel de la educación en una
sociedad en la que proliferan los discursos de odio, la violencia de género, el
acoso sexual, la homofobia, la desinformación, la desigualdad, los radicalismo
de toda laya o la irresponsabilidad medioambiental.
¿A qué se debe este desprecio hacia aquello en lo que se
funda nuestra identidad común y la resolución de muchos de nuestros problemas?
No es fácil de averiguar. Aunque hay causas que son bastante visibles. Una de
ellas es el temor a la instrumentalización política de la educación cívica, a
la que se tacha en ocasiones de adoctrinadora y que sirve a menudo como campo
de batalla en la lucha ideológica entre partidos (algo de lo que sabemos
bastante en nuestro país).
Ante el riesgo de instrumentación política de la educación
cívica, algunos países europeos han optado directamente por reducirla al mínimo.
Otros han apostado por estrategias más laxas, pero igualmente esterilizantes,
como la de transversalizarla, diluyéndola en otras áreas o materias, o como
la de limitarse a promover metodologías más o menos innovadoras para
impartirla, como si el problema fuera técnico o didáctico y no netamente político.
Pero la solución a la crisis de identidad y valores que
experimenta Europa no se resuelve disolviendo la educación cívica en otros
ámbitos educativos (a nadie se le ocurriría hacer lo mismo con la enseñanza de
la Lengua o la Historia), ni limitándose a aplicarle estrategias didácticas
innovadoras. Lo que de verdad se precisa es una política educativa que ponga la
educación cívica y en valores europeos en el centro del currículo, dándole el
mismo peso que a las materias tradicionales, y dotándola de un enfoque crítico
que aleje toda tentación o sospecha de adoctrinamiento o instrumentalización
partidista.
La incidencia en el enfoque crítico es fundamental. Los
profesores de educación en valores actúan a veces como simples apologetas (y en
esto da igual lo innovadores que sean sus métodos), asumiendo que no hay que justificar
la suprema «verdad»
de lo que enseñan. Craso error; más aún cuando los jóvenes no dejan de recibir
mensajes y argumentos tendentes a relativizar o negar esos «verdaderos
valores».
Sabemos por experiencia que sin una ardua tarea de argumentación, análisis crítico,
diálogo participativo y reflexión personal, es imposible que el alumnado
interiorice como propios los principios y valores que queremos sembrar en
ellos.
La disposición de la educación cívica en un lugar central
del currículo y la adopción de un enfoque crítico, entrenando al alumnado en
las competencias en las que ha destacado históricamente la tradición cultural
europea (el análisis racional, la reflexión filosófica, el diálogo
argumentativo…) son, pues, los componentes clave para promover la educación en
valores cívicos y democráticos de un modo realmente eficaz y sin instrumentalización
política de ningún tipo. Saberlo ya es algo. Poner en práctica este saber y
articularlo en los sistemas educativos de toda Europa sería todo un hito. Pero
un hito del que depende el futuro del modelo y el proyecto político que
defendemos: el de una Europa unida, próspera y pacífica, en la que, pese a todo
lo que queda por mejorar, y casi a contracorriente de lo que ocurre en el resto
del mundo, siguen aconteciendo hoy las mayores y más profundas conquistas sociales,
morales y legislativas que ha visto nunca la humanidad.
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