Durante estos días hemos tenido que
soportar declaraciones vergonzosas acerca de los migrantes llegados a la
península desde Canarias; algunas de ellas de dirigentes políticos con mando en
plaza. Ahí tienen al inefable vicepresidente de Castilla-León anunciando una
invasión extranjera. O a la presidenta de la Comunidad de Madrid invocando nada
menos que a la seguridad nacional. O a un increíble concejal de cultura (¡) de
Málaga proponiendo que se marque a los migrantes como a animales (sic) para
protegernos, según él, de delitos y enfermedades contagiosas.
Pero lo preocupante no es solo la
irresponsable demagogia de algunos políticos, sino también las cosas que se
dicen por esas nuevas calles y plazas que son las redes sociales. Entre todas
las simplezas, bulos y barbaridades que he tenido que escuchar, hay una que me
llama especialmente la atención. Es la de invitarnos, a los que pedimos que se
acoja a los migrantes como la ley, el deber y Dios mandan, a que los metamos en
nuestras casas. «Si tan solidario
eres – te dicen – llévatelos a tu casa y ocúpate tú de ellos».
Se podrían dar muchos argumentos para
explicar por qué no es fácil, y ni tan siquiera posible crear un centro de
acogida o un hospicio clandestino en tu casa. Y decenas más acerca no solo de
la necesidad legal y moral de socorrer a estos migrantes, sino también de la
conveniencia a todos los niveles de hacerlo. Pero hay algo especialmente
interesante de analizar en esa desabrida «invitación» a que nos metamos los migrantes…
donde nos quepan.
Veamos: se supone que el que te pide que
te lleves los migrantes a tu casa es porque le parece inaceptable que sea el
Estado el que los acoja y ayude. Bien: es la posición ultraliberal de que la
caridad o la solidaridad son cosa de cada uno, no del Estado. Quien quiera ser
solidario que se haga socio de una ONG o que se lleve a los migrantes a su casa
– dirán –; pero nadie debería obligarnos a tal cosa a través de nuestros
impuestos – añaden –.
Sobra decir que esta posición es
perfectamente legítima. Faltaría más. Lo que no es tan aceptable es ser
inconsecuente con ella, so pena de volverse uno loco y volver locos a los
demás. Así, si uno es ultraliberal y niega el derecho del Estado a intervenir
en las relaciones económicas o laborales con otras personas, tendría que estar
contentísimo de que llegaran migrantes. ¿No ha de ser el mercado de trabajo un
mercado libre? ¿No es la mano de obra una mercancía más? Para un liberal, desde
luego que sí. Por ello, nadie entendería que ese mismo liberal exigiera al
Estado que no interviniera para socorrer a los migrantes, pero que sí lo
hiciera para impedirles venir, «no sea que
le quiten el trabajo a los de aquí». Si lo que
debe imperar es el mercado, y un senegalés o un sirio trabajan igual o mejor
por menos dinero, ¿a quién deberíamos contratar – desde una perspectiva liberal
– para nuestra empresa o para lo que sea?
Por supuesto que aquí se entrecruzan los
sentimientos nacionalistas (aquello de «los españoles primero», o «los extremeños»,
o «los navarros», etc.).
Pero ojo, esto ya no es ser un liberal, sino más bien todo lo contrario: es ser
una especie de nacionalsocialista. Un ultraliberal ha
de defender a ultranza la libertad económica y la libre concurrencia del
talento individual, venga de donde venga. Desde una perspectiva liberal-meritocrática,
ser español no tiene ningún mérito (nadie elige su lugar de nacimiento), ser un
buen médico o albañil sí, seas de Cuenca o de Tombuctú.
Así que fíjense, tanto los que creemos en
el valor de esa casa común que es el Estado (a ser posible sin el siniestro
sótano del nacionalismo), como los que reniegan de ella (los más
ultraliberales), deberíamos estar de acuerdo en lo lógico y conveniente de
acoger e integrar a los migrantes. No solo son personas con los mismos derechos
que nosotros, entre ellos el de competir e intentar mejorar su vida (diría el
liberal), sino la única esperanza que tiene este país, o Europa entera, para
renovar su ímpetu productivo (empezando por su población en edad de trabajar) y
refundarse como una civilización capaz de integrar otras culturas bajo un mismo
sistema universal de valores. La otra opción (cerrar fronteras – y pudrirnos
dentro –) solo es retóricamente válida para falsos ultraliberales deseosos de
lograr el poder – y vivir del Estado – al precio de sembrar todo el odio que haga
falta. Puro nacionalsocialismo.
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