Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico de Extremadura.
A los humanos nos mola lo simple, nos
chifla tenerlo claro, nos pone atajar un problema con una frase
sentenciosa o una solución presuntamente infalible. Y más aún hacerlo con esa
vehemencia sandunguera y gesticulante que gastamos por aquí, y que viene de
perlas para disimular la incapacidad de analizar con rigor asuntos mínimamente
complejos.
Tomemos como ejemplo el incremento de los
problemas de salud mental entre los más jóvenes. ¿Podría alguien negar que este
sea un asunto complejo? Pues sí: hay gente (expertos nacionales incluidos) que
cree que el problema es sencillísimo. Su causa fundamental estaría en el uso
del móvil, y la solución definitiva: prohibirlos. Más fácil imposible.
Comprobemos ahora si esta «genialidad» tiene algún fundamento.
Conviene empezar recordando que el uso
masivo de teléfonos inteligentes es solo la punta del iceberg de una imparable
transformación cultural generada, sí, por el «malvado»
tecno-capitalismo, pero también por las
necesidades y deseos humanos. A quien le dijeran hace cien años que iba a poder
utilizar una máquina de bolsillo para comunicarse en tiempo real con cualquier
persona del mundo, procesar todo tipo de información, trabajar a distancia,
proveerse de bienes en un mercado global y administrar todos los aspectos de su
vida, no dudaría en calificarlo como una mejora indiscutible… ¡Qué esta
revolución cultural supone efectos imprevisibles! Sin duda; como cualquier
otra. ¡Qué debemos vigilar esos efectos y tomar medidas de protección de los
menores! Está claro; como también que la principal medida de protección es
educar a esos menores en el uso benéfico y controlado de esas tecnologías y no
en prohibirles su uso, algo que resulta tan contraproducente como
incapacitante.
Pero vayamos al aspecto capital del
asunto: como en muchas otras épocas de la historia, lo novedoso y disruptivo se
convierte en el chivo expiatorio de problemas previamente existentes. En este
caso no solo de la salud mental, sino de muchos otros, tal como la violencia,
el acoso, el fracaso escolar y toda la gama de conflictos sociales y
existenciales que suelen afectar a niños y adolescentes. ¿De todo esto tienen
la culpa las nuevas tecnologías? ¿Hay algo que realmente justifique la
demonización del uso del móvil entre los jóvenes? Veamos.
Si uno escucha desprejuiciadamente a esos
jóvenes presuntamente «enganchados» al móvil comprobará que los problemas que les aquejan son los
mismos de siempre: desorientación, incomprensión, soledad, acoso, indecisión, inseguridad...
¿Los móviles y la tecnología digital han amplificado todos estos problemas?
Quizás. Pero también han generado nuevas formas de afrontarlos. Por ejemplo:
las agresiones que antes quedaban impunes ahora generan una censura
generalizada en las redes; frente al acoso y la homogenización a la
fuerza de los viejos espacios sociales (la calle o el aula), las nuevas
tecnologías ofrecen lugares alternativos donde poder cultivar libremente la
diversidad; a la idea de Internet como fuente de distracciones, la sigue la de la
red como un yacimiento casi infinito de recursos formativos; y si bien es
cierto que las interacciones on line no permiten un pleno contacto
físico, también lo es que proporcionan nuevas y más abiertas formas de
sociabilidad…
Hay otros argumentos tópicos, pero igualmente
endebles, para demonizar el uso del móvil en la gente joven. ¿Matan las pantallas
la imaginación? Tal vez las de la tele o el cine, porque las de los móviles ofrecen
posibilidades nunca vistas para crear y recrear imágenes y textos de forma
interactiva. Tampoco está claro que las nuevas tecnologías promuevan la
pasividad, o la «intolerancia a la
espera o a la frustración»; siempre
que entendamos correctamente el concepto de actividad (curioso esto de
tachar de «pasiva» la conducta de jugar o interactuar con el móvil, y no a la de pasar
la tarde en el bar o viendo la tele) o que reconozcamos que el ritmo del
tráfago social, cultural o productivo es hoy distinto al que era hace años. Y
en cuanto a los problemas que suscita el estar comparándose continuamente con
los demás, o con modelos «irreales»,
no es más que la última versión de ese invencible afán humano por conocerse a sí
mismo a través del espejo del otro (incluyendo ese «otro
mítico» que antes eran dioses, santos o reyes,
y ahora son artistas o famosos) ...
Nadie niega, en fin, que el uso masivo de
móviles u otras tecnologías genere problemas nuevos (la privatización del
espacio público, por ejemplo), pero de ahí a suponerlo como la causa principal
de problemas tan complejos como el incremento de las agresiones sexuales o los
suicidios va un abismo insondable. Dicho incremento tiene causas mucho más
profundas y preocupantes, y vulgarizar el diagnóstico o clamar por soluciones
simplonas no genera más que confusión, ruido y furia inquisitorial.
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