Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
No sé cómo ni cuándo la política
española, o buena parte de ella, ha entrado abiertamente en la esfera de ese
nuevo populismo preadolescente y prepolítico que exhiben de modo ejemplar
personajes como Trump en EE. UU., Bolsonaro en Brasil o Milei en Argentina. Una
exhibición que, si bien en un modo mucho más amateur e inocente, no nos es del
todo desconocida a los docentes. De hecho, viendo estos días a la presidenta
del Congreso llamar constantemente al orden, o los gritos, burlas e insultos de
buena parte de los diputados, o a la presidenta Ayuso llamar hijo de puta a
Sánchez desde el fondo del hemiciclo mientras no dejaba de teclear en su móvil
(solo le faltaba estar mascando chicle), era difícil no imaginarse una de esas
aulas de la ESO en las que uno se juega su vocación: «A ver, Isabelita, ¿cómo
has llamado a Pedrito?». «Nada; solo le he dicho que me gustaba la fruta». «¿Y
no crees que deberías pedirle disculpas?» «¡Ay, pero es que a mí también me
dicen cosas, maestro!» …
Otra muestra de la política impúber que
caracteriza con frecuencia a los niños es la del berrinche y el boicot cuando
la realidad no se ajusta a sus intereses y deseos. Ante esa frustración, los
más pequeños suelen reaccionar con rabietas, y los que son un poco más mayores
con actitudes desafiantes en relación con las normas y el statu quo. Las
manifestaciones de estos días, incluyendo las algaradas frente a la sede del
PSOE en Madrid, han tenido algo de esa rebeldía infantil. Aun con dos añadidos
peligrosos: la disparatada pero corrosiva plasta ideológica del «antisanchismo»
(dictadura, alianza con el terrorismo, gobierno ilegítimo, ruptura de España, golpismo,
comunismo…), ya activa desde mucho antes del polémico pacto con los
independentistas, y una capacidad de alteración violenta de la convivencia que
no deberíamos poner en duda.
La ira de algunos, como el filósofo
Savater, ha sido tal, que no ha tenido reparos en promover públicamente la
desobediencia a las leyes en defensa de lo que para él, y no para la – según el
filósofo – piara (sic) de cretinos (sic) que ha votado al
principal partido del gobierno, es lo «constitucionalmente verdadero». No sé
muy bien qué mensaje pretendían transmitir Savater y otros con esta idea ¿Tal
vez el de que las instituciones y procedimientos democráticos no son capaces
por sí mismos de acabar con las presuntas ilegalidades del gobierno y necesitan
de un empujoncito subversivo? ¿De quién, por cierto? Porque si la mayoría de la
ciudadanía ha votado a los partidos que sustentan al gobierno, solo queda
recurrir, en modo platónico, a los sabios (como Savater) y a los valerosos
guardianes (como esos intrépidos militares jubilados que, con su pensión bien a
salvo, han solicitado la intervención del ejército).
El precio político que ha pagado Sánchez
(y el otro, que vamos a pagar todos) por armar un marco de gobernabilidad más
que complicado, y ya veremos si útil, para evitar la llegada al poder de la
ultraderecha, es, desde luego, muy alto, y no tiene por qué convencer a todos.
Pero en un Estado de derecho ha de primar la confianza en los procedimientos
democráticos. Si el Estado o la democracia están siendo subvertidos, ha de
poder demostrarse y denunciarse, en el Parlamento, ante la justicia y, por
supuesto, y si hace falta, en las calles, Siempre que sea de forma civilizada y
siguiendo los cauces propiamente democráticos, y no alentando al asedio diario
de la sede de un partido político por parte de una legión de hooligans neonazis.
Mientras tanto, el gobierno recién
constituido tiene tanta legitimidad como cualquier otro, y declarar o insinuar
lo contrario o difundir acusaciones hiperbólicas y demagógicas (dictador,
etarra, golpista…) que nada tienen que ver con la realidad – ¿en qué dictadura
podría rodearse la sede del principal partido del gobierno durante días o
insultar abiertamente al presidente sin que pasara nada? –, son muestras de esa
manifestación de ira entre infantiloide y fascistoide que, aun cuando no sea
suficiente, de momento, para derribar a la fuerza a un gobierno, genera otras
consecuencias democráticamente disruptivas de las que tendríamos que ser, al
menos, mucho más conscientes.
Piensen, por ejemplo, con qué autoridad
moral va a exigir mañana un maestro o maestra a su alumnado que cumpla las
normas incluso cuando no le gusten, o que confíe en la institución y en sus
procedimientos para resolver conflictos (empezando por los que se generan al
establecer normas y pactos), o que los chicos y chicas no se griten, ni se
insulten unos a otros, ni consideren una «piara de cretinos» a los que piensan
de otro modo, ni que, tras haber llamado hijo de puta por lo bajini a algún
compañero (o al propio docente), repitan con una sonrisa cínica, como hacen sus
gobernantes, que a ellos lo que les pasa es que les gusta mucho la fruta.
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