Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Este curso no estoy dando clases; cosa de
la que me alegro en estos días aciagos. ¿Con qué cara trataría, por ejemplo
hoy, de la importancia de los derechos humanos en una clase de Valores Éticos?
Es fácil declamar puntualmente en un papel o un foro político acerca del
respeto a la dignidad humana mientras, por detrás, permitimos que «uno de los nuestros» mate
impunemente a miles de civiles; pero hacerlo todos los días frente a los ojos
de veinte o treinta adolescentes es… agotador, imposible, patético...
Es cierto que mis alumnos huelen ya que
el mundo se mueve bajo los parámetros del más crudo realismo político; que las
naciones se construyen a sangre y fuego; y que buena parte de la riqueza que
atesoran y disfrutan es proporcional al empobrecimiento y el expolio de otras
naciones y personas. Pero, aun así, no dejan de pensar que el ser no es
exactamente lo mismo que el deber ser.
Esto último no es un trabalenguas
filosófico ni un alarde de optimismo insensato. Fíjense que, de hecho, no hay
nación, ejército o grupo terrorista, por bárbaras o despiadadas que sean sus
acciones, que no tenga la necesidad de justificar(se)las como un deber.
Las ideas morales, las creencias, los mitos y las palabras van también a la
guerra, y no son armas poco eficaces o temibles. Vencer sin convencer(se) de lo
justo de la victoria y de la necesidad moral de asumir su coste en dolor
y sangre, no constituye una verdadera victoria, ni ante uno mismo ni ante
nadie.
Es cierto que las dos ideas fundamentales
que han servido tradicionalmente para justificar como justas casi todas las
guerras, guerrillas, genocidios o atentados de este mundo – las ideas de Dios
y de Patria – no han servido en absoluto para desarrollar una ética
distinta a la de la diferencia y el conflicto con los demás (todos infieles o
extranjeros). Egipcios, griegos, persas, cartagineses, romanos, bárbaros,
cristianos, musulmanes, chinos, rusos, ucranianos, israelís o terroristas de
Hamás, han matado y muerto desde los comienzos de la historia hasta nuestros
días (y fueran cuales fueran sus motivos más materiales), bien en nombre de su
país, imperio, ciudad o nación, bien en nombre de su dios particular (o bien en
nombre de ambos, a menudo simbólicamente unidos).
Sin embargo, hace poco más de dos siglos
se asentó (o se «normalizó», como se dice ahora) un discurso alternativo al de las mitologías
religiosa o nacionalista, una nueva forma de comprender a las personas, no ya
como creyentes o nativos de una religión o patria particular, sino como
individuos pertenecientes a la clase común de los humanos. Clase que pretendía
hacernos a todos y a todas ciudadanos poseedores de derechos, razón, libertad y
de una natural inclinación fraterna hacia todos los que guardaran ese nexo
esencial con nosotros que llamamos «humanidad».
Estas palabras e ideas, viejas en su raíz
clásica pero modernas en su eclosión revolucionaria e ilustrada, nos hicieron
concebir esperanzas acerca de un mundo progresivamente en paz, sin absurdos
muros o creencias excluyentes que justificaran el presunto deber de la guerra.
Es verdad que las ideas ilustradas sirvieron también de máscara moral a la
codicia y el miedo, y que en nombre de la «civilización» se
colonizaron y destruyeron civilizaciones enteras; pero aun así, esas ideas
parecían prometernos una moral nueva y mejor que las de la imaginería
nacionalista o religiosa, dadas, por su condición particular e irracional, casi
obligatoriamente a la violencia.
Eso creíamos… Y eso resulta cada vez más
difícil de creer. Comprobar en estos días como Occidente se rinde por entero,
una vez más, al pragmatismo de corto alcance y al retoricismo más cínico ante
el conflicto palestino-israelí, es demoledor. Volver a aplicar el doble rasero
a Israel, permitiendo que triture a millones de civiles (para acabar a cañonazos
con las moscas del terrorismo que él mismo contribuyó a crear), mientras se
demoniza a Rusia o Irán por hacer lo mismo, equivale a desproveerse de toda
autoridad moral; esa autoridad ilustrada con la que Occidente podría aspirar a
vencer – y convencer – a esos males crónicos que son el totalitarismo
nacionalista y el fundamentalismo religioso.
Pero no. «¿Quiénes
se creían que eran estos europeos con sus derechos humanos y sus valores
colonialistas?» – dirán ahora los
profesores rusos de Defensa de la Patria, o los imanes radicalizados en
sus madrasas –. «¡Si son igual que
nosotros – deberían decir también – y utilizan las palabras solo para recubrir
de humo su codicia y deseo de poder!».
Si es así, y asumimos sin complejos que
somos sin remedio iguales en rapacidad y discordia (en lugar de en derechos y
razones), no hay la más mínima esperanza de salvar nuestras milagrosas clases
sobre derechos humanos del histórico tsunami de horror y vergüenza que se nos
viene a todos encima.
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