Los que han visto El Padrino, la legendaria película de Francis F. Coppola sobre la mafia, recordarán la escena en que los miembros de la familia Corleone reaccionan con ira e incredulidad al saber que uno de ellos (Michael, el hijo menor) se ha alistado para defender a su país en la guerra: no entienden que nadie en su sano juicio cometa la idiotez de anteponer el interés público al de «la propia sangre». Algo parecido he oído muchas veces en mi propio entorno: que lo único importante es la vida privada, la familia, y que el compromiso cívico y político, si no sirve inmediatamente a aquella, carece de valor y sentido. De hecho, todavía se oye exclamar aquello de «yo no me meto en política» como expresión de decencia y buen sentido, dando a entender que el que lo hace es un sinvergüenza o un idiota que descuida sus verdaderos intereses.
Es curioso que este uso del término «idiota»
sea el opuesto al que se cree que tuvo originariamente, al menos en una de sus
acepciones. En la Grecia clásica «idiota» no se refería al que descuidaba lo privado
para ocuparse de lo público, sino al que descuidaba su faceta pública y actuaba
como simple particular. Justo lo contrario. Y eso que los antiguos griegos
vivían en un ecosistema político parecido al nuestro: democracias más o menos
convulsas e inestables rodeadas de amenazantes (y tentadores) regímenes
totalitarios. Tan peligroso era el mundo – antes y ahora – que seguro que las
abuelas griegas dirían a sus nietos lo mismo que las nuestras: que, hiciesen lo
que hiciesen, no se «significaran» nunca. ¿Pero por qué les haríamos más caso
los de nuestra generación que los griegos de hace dos mil quinientos años?
A este desprecio de lo político en
sentido amplio han contribuido, sin duda, muchos factores: el espectáculo
mediático en torno a la corrupción política, el «coste de información» que
supone para el ciudadano medio valorar problemas cada vez más complejos, la
concepción ultraliberal del Estado como una empresa limitada a asegurar el
bienestar particular, o la idea – no menos liberal – de que la democracia no es
más que negociación de intereses y que toda invocación a la justicia o a las
virtudes cívicas es idiotez o hipocresía.
No obstante, algo parece estar cambiando
en todo esto. Hace tiempo que se observa un interés cada vez mayor y general
hacia los asuntos públicos. La gente se manifiesta por doquier (especialmente
en redes sociales) y se apasiona por la discusión política, frecuente en los
medios. Encender la televisión o la radio y encontrarte una tertulia, por
sesgada o bronca que sea (en lugar de un desfile, un partido de fútbol o una
corrida de toros), es un síntoma de que la democracia mantiene sus constantes
vitales. Es cierto que la discusión en redes es a menudo sórdida, pero
demuestra que la ciudadanía está deseando participar en el debate público y
que, además, lo hace con convicción, sin caer en el prejuicio falaz de que toda
opinión es igualmente subjetiva y equivalente a su contraria.
Ahora bien, en este tumultuoso retorno a
la actividad cívica no es oro todo lo que reluce. Los medios y redes que
promueven el debate fomentan también su polarización extrema, generando
burbujas ideológicas que actúan a modo de estructuras familiares (dan y
exigen apoyo incondicional, desconfían de los extraños, sirven a objetivos tribales,
y promueven autoestimas, identidades y afectos fraternos). Estas «fratrias» o «familias»
mediáticas o internáuticas, a las que muchos individuos sienten que pertenecen
de modo tácito o anónimo, parecen una forma de conciliar la actividad cívica
con algunos de los factores que la dificultan (el esfuerzo de analizar temas
complicados, la falta de tiempo, el aislamiento social…), pero acarrean un
nuevo tipo de idiotez política, una manera más sibilina de reducir nuestras
acciones al ámbito privado, consistente ahora en creer que participas en la
vida pública cuando, en el fondo, solo lo haces en tu grupo particular
de referencia. Esos universos ideológicos paralelos, cerrados y definidos unos
contra otros – y que parecen reproducir ya los propios partidos políticos –, escenifican
un estado casi prepolítico de lucha de clanes que no conviene en absoluto a la
vida democrática.
¿Cómo librar a la vida pública de esta
nueva forma de idiotez? La única manera es demostrar a la ciudadanía que el
interés particular es inseparable del general, y que las opiniones o posiciones
políticas son, en general, tan contrapuestas como complementarias. Ni la
realización plena y moral de los individuos puede prescindir del ejercicio de
la ciudadanía (y si viviéramos en una tiranía lo comprenderíamos mejor), ni el
desarrollo de una sociedad democrática es posible sin el diálogo crítico,
empático y honesto con uno mismo y con los demás, especialmente con aquellos
que no piensan como nosotros. Convencerse de esto es la única forma de evitar
la idiotez; la política y la otra.
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