Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Me acorde del famoso cuadro de Juan de
Valdés Leal, In ictu oculi, mirando un cementerio por la ventanilla del
tren. Contemplar aquel lejano y solitario camposanto a través de los furiosos
parpadeos de un AVE a trescientos por hora, daba qué pensar (sobre todo a un
extremeño acostumbrado al Talgo); pensar en las cosas de este mundo traidor, y
en cuán fácilmente se emborronan ante el horizonte de la muerte, el final del
juego, el reverso absoluto de todo... No hay tren que no conduzca a esa última
estación.
Meditar sobre el fin, como aconsejan
místicos y sabios, disuelve vanas preocupaciones, pero nos inunda, a cambio, de
una tétrica melancolía. En poco tiempo – pensaba – se apagará la vela de este
año sombrío. Como se apaga la luz en la mirada de los niños diariamente
sacrificados por el nuevo Herodes-Netanyahu, o en la de los migrantes que se
ahogan sin un adiós en el foso de nuestros encastillados paraísos, o en la de
tantas mujeres asesinadas o amortajadas en vida en Irán, Afganistán y medio
mundo … Luz a extinguir como la esperanza de los que yacen sin remedio en ese
infierno sin fechas, trenes ni encuentros que son la guerra, la miseria, la
ausencia irreparable, la soledad, la explotación, el abuso…
Cavilaba también en cómo pasa fugazmente
todo, menos la muerte (y algunas deudas): contratos laborales, sueldos, amigos,
amores, gustos y géneros. Y eso por no hablar de la palabra de los políticos,
el barniz democrático de algunos, o la unidad de la izquierda fetén, verdadero
paradigma del «tempus fugit». También en como las certezas se disuelven, de
boca en boca, en ese patio de vecinos global y virtual que son las redes. O en
cómo la inteligencia humana es desbordada por la de sus hijos de silicio. O
incluso en cómo este planeta nuestro, acabose de todo aparente pasar, parece
condenado a pasar página por la insostenible codicia de unos y de otros…
Sin embargo, pese a tanto pesar y pasar,
hay algo – seguía pensando – que se nos debiera haber quedado, vivo y fijo, en
el recuento de traviesas de este ardoroso y traqueteante año. A saber: que todo
lo que creíamos ilusoriamente seguro (una relativa paz, unas democracias
asentadas, la lucha por los derechos humanos, la alerta ante el desastre
ecológico y climático…) no lo es ni por el forro. Y que si no queremos
descarrilar prematuramente, debemos anclar nuestros más locos y optimistas
deseos a algo más fuerte que la vida, tan fugaz y veleta ella. Los artistas y
teólogos barrocos señalaban a una justicia eterna y trascendente; la modernidad
ilustrada eligió otro tipo de justicia, más inmanente y política, aunque
también trascendente (al menos a naciones y mercados): la de un proyecto
cosmopolita fundado en derechos y valores universales. Ahora bien: llegar a esa
estación implica reconducir un tren que, si nos dormimos, puede llevarnos in
ictu oculi – ya saben la cantidad de Trumps, Mileis, Pútines y otros locos
ególatras que andan sueltos – al lugar de nuestras peores pesadillas. ¿Seremos
capaces de mantener los ojos abiertos?
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