Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
No hay
régimen político que dependa tanto de la educación como la democracia. Las
razones son al menos dos. La primera es la obligada y constante perfectibilidad
de un régimen fiado a una consideración utópica del poder (aquella por la que
este pretende distribuirse igualmente entre todos); y la segunda, la obligación
de preparar a quienes ostentan idealmente ese poder – es decir: a la ciudadanía
– para el ejercicio de su función soberana.
Un
régimen como el democrático, fundado en el ideal de elevar la voz de todos a
autoridad suprema, exige ciudadanos dotados de determinadas competencias o
virtudes que no son innatas ni surgen por ensalmo y que, por lo mismo,
requieren de educación. De mucha educación. Uno no nace, sino que se hace
demócrata. La pregunta es cómo.
Veamos.
Gobernar consiste en juzgar y tomar decisiones. Así que lo primero para educar
en democracia sería preparar a la ciudadanía para emitir juicios certeros y
ponderados. Un buen ciudadano ha de ser diestro en el análisis crítico de la
realidad, del conocimiento de que dispone, y de los valores que subyacen a las
opciones entre las que ha de escoger, evitando supuestos infundados, dogmas,
sesgos y prejuicios. Y todo esto no cae del cielo, ni se aprende en la barra de
un bar…
Lo
mismo cabe decir con respecto al diálogo y la argumentación, componentes clave
de la vida democrática. La competencia dialéctica no se adquiere viendo las
tertulias de la tele, sino a través de un tipo complejo de ejercicio crítico
por el que, tras examinar racionalmente todas las opciones (propias y ajenas),
se intenta reconstruir colectivamente una tesis común. Es lamentable que
a los niños se les enseñe a leer, escribir, calcular o recordar hechos
históricos, pero no a dialogar de modo cooperativo, valorando con objetividad
las razones del otro y evitando falacias y errores lógicos, habilidades de la
que depende esencialmente – mucho más que de todas las leyes juntas – nuestro
sistema de convivencia.
A las
capacidades para el juicio y el diálogo crítico hay que sumar una buena
educación ética. No moral, ojo. Sino ética. La moral inculca valores y nos
indica lo que debemos hacer. La ética somete a análisis racional los valores y
nos proporciona herramientas y marcos argumentativos para que seamos nosotros
los que decidamos lo que debemos hacer. La diferencia está bien clara. Y si
bien es deseable que la ciudadanía asuma ciertos valores democráticos, aún es
más deseable y democrático que los escoja por sí misma. La moral mínima
socialmente exigible no se aprende con homilías laicas, sino por pura convicción,
dando y exigiendo razones, si es que las hay…
Por lo
demás, no hay forma de inculcar el valor supremo de cualquier democracia – a
saber: el de considerar al otro realmente como un igual, y no como un simple
medio para nuestros fines– sin esa profunda reflexión ética y filosófica que
nos hace entender que entre nuestros intereses más particulares está el de
darles sentido en el marco de una realidad, más coherente y armoniosa, en la
que quepan los intereses de todos. En esta profunda comprensión de la conexión
entre individuo y sociedad está, entre otras cosas, la raíz de actitudes y
emociones tan democráticas como la empatía y la fraternidad.
Toda
esta educación democrática ha de dirigirse, por último, a todos (el saber, como
el poder, ha de ser patrimonio de todos), a través de un currículo único y una
escuela pública y plural que refuerce los vínculos comunitarios (no se trata de
que haya tantos colegios como opciones ideológicas, sino de que todas las
opciones puedan convivir en el mismo colegio, para que sean los propios alumnos
quienes puedan elegir entre ellas).
Es una
pena, por cierto, que todas estas competencias, principios y características no
sean evaluadas y puntuadas en las pruebas PISA. O que en dichas pruebas no se
consideren las diferencias entre países más o menos democráticos y
totalitarios. Es claro que los segundos pueden concentrarse en una educación
técnico-científica, dirigida a satisfacer intereses productivos o estratégicos
sin «perder el tiempo» promoviendo el pensamiento crítico, el diálogo, la
reflexión ética o el desarrollo integral del alumnado. ¿Pero es eso lo que queremos?
La tecnología y la ciencia nos ayudan a vivir, pero es más importante saber – y
poder decidir democráticamente – cómo queremos vivir – y convivir— sin
equivocarnos más de la cuenta.
Sencilla y llanamente perfecto y profundo
ResponderEliminarMuchas gracias!
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