Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y en El Periódico de España
La
Navidad no solo es tiempo de cenas y regalos familiares, sino también de
benevolencia hacia el prójimo. Toda la estética y la retórica navideña insiste
en ese acostumbrado mensaje de fraternidad entre los seres humanos. Ahora bien,
¿puede este mensaje ser algo más que simple retórica? ¿Tenemos alguna razón de
peso para comportarnos fraternalmente con los demás? ¿Es cosa de «razones» esto
de ser bueno, o es más bien una cuestión emotiva o de pura fe religiosa? ¿Qué
podría convertir el sentimental ramalazo navideño de solidaridad universal en
principio rector de nuestra conducta?
Es
fácil empezar a responder a esto último. Para ser fraternalmente bueno de
verdad – y todo el año – solo hace falta tener el deseo sincero de valorar y
tratar a los demás como a nosotros mismos. Ahora bien – y aquí empiezan los
problemas—, ¿qué pasa si no albergamos per
se ese deseo? ¿Por qué habríamos de desear desearlo? ¿Qué nos debería
importar a nosotros lo que importe a otros?...
Podemos
soñar con que los humanos tengamos una cierta inclinación natural a considerar
el interés de los demás con similar cuidado y comprensión que el nuestro, pero
esta presunta empatía universal es puesta constantemente en duda por los
hechos. Hechos que muestran que la mayoría de las personas, y salvo que
pertenezca a su círculo más próximo, solo sienten una empatía fugaz y
superficial por la suerte de su prójimo; prójimo del cual no tienen empacho
alguno en aprovecharse si con ello ganan algo para sí y «los suyos». ¿Hace
falta que demos ejemplos?
Otra
respuesta más alambicada (por paradójica) es la que supone que tras el deseo de
interesarse realmente por los demás hay una suerte de cálculo egoísta: «si soy
genuinamente bueno con otros, ellos también lo serán conmigo». Pero, de nuevo,
no parece que esta «ley del egoísmo inteligente» pueda tener rango universal. Tal
vez si respeto a mis iguales más cercanos (a mis vecinos, por ejemplo) haya más
probabilidades de que ellos me respeten a mí. ¿Pero qué pasa si en vez de «mis
vecinos» hablamos de «mis súbditos» o de «mis trabajadores»? La mayoría de los
tiranos mueren de viejos. Y es harto improbable que la relación entre patronos
y obreros cambie de tal modo que sean estos los que puedan explotar a aquellos.
Piensen, por ejemplo, en los niños o mujeres que exprimimos en África o Asia
para gozar de productos baratos aquí. ¿Creen que tendría sentido ser buenos con
ellos «para que ellos también lo sean algún día con nosotros»?
Tampoco
el recurso a las leyes o acuerdos normativos nos libra del problema. La ley por
sí misma, desprovista de otros argumentos, no es más que retórica y coacción.
Pero la capacidad humana de coacción es limitada. ¿Por qué íbamos a respetar
las leyes cuando nadie nos viera, o cuando pudiéramos corromper al juez?
Tampoco los acuerdos o consensos sirven de mucho si no hay una voluntad y una
convicción firme que los sustente. Ahí tienen las resoluciones de la ONU u
otros acuerdos internacionales, convertidos en papel mojado en cuanto dejan de
interesar a unos u otros.
Por
supuesto, tenemos también a la religión. Las religiones procuran una retórica
mucho más poderosa que la política y una coacción ilimitada (Dios lo ve todo,
así que no hay escapatoria al que incumple su ley). El problema es que hay que
creerse el cuento; y que gran parte de él ocurre en un ámbito trascendente, que
es donde realmente cabría una solidaridad y una justicia real.
¿Entonces?
Si ni las emociones, ni la utilidad, ni la ley (tampoco la de Dios) ofrecen
motivos suficientes, ¿por qué habríamos de comportarnos fraternalmente con el
prójimo?... A esta pregunta, la ética puede proporcionar una visión que, sin
dejar de ser crítica, recoja, a través de una criba racional, «lo mejor de cada
casa». Así, se podría llegar a reconocer que hay un cierto afán natural (aunque
insuficiente) por empatizar y cooperar con los demás; que comportarse bien con
los de tu especie es bastante útil (aunque no en un sentido estrecho de
utilidad); que la conducta moral es intrínsecamente normativa (aunque no solo
eso); y que la alusión a lo trascendente acaso sea inevitable (aunque no bajo
el lenguaje mítico de la religión) …
Tal vez
– y recogiendo todo lo anterior – la clave para ser bueno con el prójimo esté
en incluir entre nuestros intereses personales el de habitar un mundo coherente
y armonioso, en el que a seres reconocidos como iguales les correspondan
propiedades y derechos iguales, y en el que el conjunto de nuestras acciones,
tanto en presente como a lo largo del tiempo, adquieran sentido en orden a un
marco mayor que trascienda y dote a nuestra particular existencia de valor,
belleza y verdad universal… No es fácil, pero sin entender algo como esto la
posibilidad de que la retórica navideña nos salve de nuestra discapacidad moral
es poco más o menos la misma que la de que nos toque el gordo de la lotería.
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