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Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
¿Es
bueno obsesionarse con los planes y propósitos de año nuevo? Por supuesto.
Hacer planes tiene muchísimas ventajas. Es útil para fingir que controlas tu
vida, para soñar, para entretener el amor, para gozar con los amigos y, sobre
todo, para no hacer otra cosa que esa. Hacer planes es algo tan
insuperablemente bueno que, de hecho, anula cualquier otra posibilidad de
acción.
Que
planear sea un bien insuperable es algo que todo el mundo sabe. Por mucho y
bueno que sea lo que hagamos, siempre podemos soñar o planear algo mejor.
Nuestra capacidad de imaginar es infinita; nuestras fuerzas, no. Entonces,
¿para qué matarse intentando llevar a cabo lo que nos proponemos? ¿No es mejor pasarse el día concibiendo y
compartiendo ensueños? ¿Quién quiere ser una alienada hormiga amontonando
logros en lugar de la cigarra que los inspira? Los humanos, como decía el poeta,
estamos hecho de la materia de los sueños.
Que
los seres humanos somos más cigarras que hormigas está claro. Nos define lo que
hacemos con la cabeza, no con las manos. Para esto último (y para la parte
mecánica de lo primero) ya están las máquinas. De ahí el lógico desprecio a los
oficios menestrales y mecánicos que nos deshumanizan, y el gusto por la
especulación y el vagabundeo mental. En esto, los católicos latinos siempre
tuvimos la razón frente el sombrío culto al trabajo de los protestantes
anglosajones. Y que estos hayan impuesto su diabólico mundo de hormigas,
consagrado a los peores vicios (esa obsesión por explotar, producir,
acumular…), no desdice la superioridad moral de nuestros hidalgos, filósofos y santos,
dados al ocio, la contemplación y a una saludable pobreza (que no miseria)
material.
Deshágase,
pues, la idea de que procrastinar es un vicio. Lo será para algunos bárbaros.
Aquí lo reconocemos como una virtud. Y de las mayores. El ser humano se realiza
procrastinando, esto es: deseando, proyectando, imaginando y pensando, sin
nunca pasar de ahí… Más que nada porque no hay «a donde pasar». Toda
realización de lo planeado es por fuerza dolorosa, decepcionante, mortal e
inútil. Ya lo decía Oscar Wilde: «cuando los dioses quieren castigar a
los hombres les conceden sus deseos».
Un
viejo cuento pitagórico afirmaba que de los tres tipos de personas que van a un
estadio, solo el espectador hace lo que no puede hacer ningún otro animal:
contemplar ociosa y libremente el mundo. El resto – el comerciante, el atleta –
no hace más que someterse a la ley natural del interés y el músculo (y que
nuestra sociedad idolatre hoy a comerciantes y deportistas ofrece la medida
justa del desastre). Es por ello por lo que grandes artistas y pensadores se
han dedicado «solo» a idear y teorizar con mayúsculas. ¿Para qué más? (ya
vendrían discípulos y escolásticos a hacer lo más minúsculo y degradante).
Incluso el protestante Kant reconoció que la libertad y perfección de los
humanos solo podían darse en el ámbito etéreo de los fines, y no en el de las
acciones mundanas, fatalmente determinado por las leyes físicas.
Así
que ya saben: no se dejen tentar por la conformista y mortal tentación del hacer.
No hay caricias, versos, amores ni mundos que puedan superar a los que
albergamos en nuestra calenturienta sesera. Ni placer más excelso que compartir
delirios. Recuerden cuántos castillos en el aire (negocios, viajes, proyectos,
teorías salvadoras del mundo…) hemos edificado con amigos y amantes, gozando de
cada pieza, y sin necesidad de exponerse al fracaso, contraer deudas, pagar
comisiones morales o dejar muertos en las cunetas.
No hay peor pecado que lo que los pobres de espíritu llaman «acción» (y que
no es más que triste pasión del alma sometida a lo que ni le va ni le viene).
Tenemos el mundo podrido de tanto botarate hiperactivo no dejando infinitamente
para mañana lo que se siente torpemente impelido a hacer cuanto antes, sin
realmente hacer ni aprender nada. El verdadero sabio aprende de la reflexión,
no de la acción (solo el más burro tiene que dejarse caer para descubrir la
fuerza de la gravedad). Mientras que el paladín del hacer cosas pierde el
tiempo, el que procrastina lo hace. «Hacer tiempo», y no ocuparlo vana y
angustiosamente; esa es la clave de una vida buena y feliz.
Dicho
todo lo cual, y frente a la legión de bandarras que ofrecen cursos para no
procrastinar, propongo hacer de la procrastinación (palabra horrible cuya
pronunciación dan ganas de aplazar sine die) una suerte de nuevo culto.
Lo llamaría «dejadismo» (o algo así), y sería un término medio entre el «hacer
todo lo que deseas» del protestantismo triunfante, y el «hacer por no desear
nada» del budismo alternativo; su principal y único mandamiento sería este: «limítate
a desear». ¿Os parece esto poco? Pues es lo mejor que tenemos. Así que, ya
saben: a soñar los mejores planes para este 2024. Con el firme propósito de no
cumplirlos.
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