Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Córdoba.
Hay dos condiciones necesarias y casi
suficientes para que alguien aprenda algo mínimamente complejo, tanto en la
escuela como fuera de ella: (1) que tenga necesidad o ganas de hacerlo, y (2)
que comprenda e integre en su propio hacer y pensar aquello que se le enseña,
generando así una experiencia más lúcida y gratificante de la realidad. No hay
más (los premios o la obsesión por las calificaciones escolares no dan necesariamente
para aprender sino, a lo sumo, para «aprobar», que es otra cosa, a menudo bien
distinta).
Suelto este discurso a propósito de las
medidas anunciadas por el gobierno para mejorar la puntuación de los
alumnos y alumnas españoles en el informe PISA, un indicador muy relativo (y
discutible) de la eficacia del sistema educativo, pero que gracias a la bola
que le dan los medios (y su efecto en los votantes), condiciona cada vez más
las decisiones gubernamentales en este y otros países.
Una de las múltiples razones para
relativizar el valor del informe PISA es que en él apenas se miden más que dos
competencias: la lingüística y la matemática, olvidando a todas las demás y,
por ello, la relación íntima que hay entre ellas, y sin la cual ni el
aprendizaje de la lengua ni el de las matemáticas tienen sentido alguno, al
menos en un contexto escolar (y dudo que en ningún otro).
Es por esto por lo que, si se quiere realmente mejorar los resultados en matemáticas y lengua, las medidas no deben limitarse a esas dos competencias, olvidando que para
aprender (lo que sea) es imprescindible comprender la necesidad de lo que uno
aprende, tanto en el orden práctico como en el teórico, integrándolo con el
resto de competencias y saberes.
¿Quieren de verdad que los niños y niñas
no se espanten de las matemáticas? Pues déjense de sumar horas y desdoblar
aulas. Somos ya el país con más horas lectivas de Europa, gran parte de ellas
dedicadas en exclusiva a las matemáticas. Y el rechazo y la ansiedad que
provoca esta disciplina es bastante común, por lo que no se precisa de una
atención a la diversidad mayor que en otras materias. El problema de las
matemáticas no es de «cantidad» (mayor o menor de horas o de alumnos) sino de «calidad».
Yo al menos no recuerdo ningún docente de matemáticas que me explicara ni la
necesidad vital ni los fundamentos teóricos de todo ese mundo abstracto y
mecánico que pretendía meterme en la cabeza; ni ninguno que, cuando preguntaba
algo al respecto, no esquivara la cuestión o me enviara diplomáticamente a la
porra. “Eso son cosas de filósofos”, me decían. Y bien que lo eran. Cuando por
fin pude estudiar lógica y filosofía de las matemáticas fue cuando empecé a
verle el sentido (y las limitaciones) a la materia, hasta el punto de que
empecé a estudiarla por mí mismo, sin obligación académica alguna.
Algo parecido cabría decir con respecto a
la comprensión y expresión lingüística, que además de corresponder a materias
troncales (todas las lenguas y literaturas, autóctonas o no), constituyen una
capacidad transversal que se cultiva en todas las asignaturas. No se trata,
pues, de más o menos horas (la lengua es lo que más se trabaja, con diferencia,
en cualquier escuela), ni de limitarse a reducir la ratio (si no se enseña
bien, casi da igual que tengas veinticinco alumnos que dos). Se trata de
demostrar nuestra dependencia del lenguaje (de hecho, todo es lenguaje,
empezando por cada uno de nosotros) y de transmitirlo como una herramienta
indispensable para entender todo lo demás, entenderse a uno mismo y hacerse
entender por los otros. Quien no sabe expresarse, piensa mal y comprende peor.
En el dominio de la lengua (de cualquiera) nos va todo, incluyendo el que no
nos dominen y atonten los que la manejan con aviesas intenciones.
Los problemas de comprensión o expresión
no se deben, pues, como creen muchos, a la cultura digital. Los niños y niñas
se concentran perfectamente en aquello que les interesa y amplifica su mundo
(sea un videojuego o un libro de Harry Potter); y escriben y se comunican de
continuo, hasta el punto de que hasta el más retraído tiene hoy un círculo de
colegas de la misma «tribu» (es falso que los adolescentes vivan más aislados
que antes, a no ser que reduzcamos burdamente la comunicación a la que se da
oliéndole al otro el aliento).
¿Pueden mejorar en esto nuestros alumnos?
Por supuesto. Cuanto más comprendan la utilidad del lenguaje (por todos los
medios y soportes) para dirigir, digerir y ensanchar su vida, más y mejor lo
usarán. ¿Tiene esto algo que ver con prohibir el móvil en los centros? No,
nada. La dirección es justo la contraria: aprovechar esa herramienta, ya
irrenunciable, para desarrollar las competencias comunicativas. Pero ya saben,
ante problemas complejos que cuestionan nuestra forma acostumbrada de entender
y proceder no hay nada como buscar un chivo expiatorio al que echar la culpa de
todo; así nosotros – salvo quejarnos – no tendremos nada que hacer.
100℅ de acuerdo, el conocimiento es único y no divisible en áreas, eso es un invento para organizar la educación reglada, por lo tanto, para que el aprendizaje sea pleno hay que estudiar, comprender y aplicar en nuestra realidad todos los avances y conocimientos adquiridos, sin parcelas separadas por muros tan insalvables como irreales.
ResponderEliminarLo de prohibir los avances tecnológicos no lo comento, casi prefiero solo llorar.
D. Guerrero.
Gracias, Diego. Reconforta saber que hay docentes sensatos.
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