Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Según las últimas bobadas para solaz de
medio ricos ociosos y terapeutas en busca de clientes, sufrimos bastante de «FOMO», una nueva patología cuyo siglas (por supuesto
en inglés; quién iba a pagar si no por tratarse de algo así) significan «temor
a perderse algo». El presunto síndrome estaría relacionado con la angustia que
experimentamos al ver por las redes sociales todo lo que nos perdemos en la
farra, concierto, bautizo u evento vario al que uno dejo intencionadamente de
acudir. Nada del otro jueves, con la diferencia de que antes te lo imaginabas
(que no sé si es peor) y ahora lo ves por Facebook.
El temible «FOMO» estaría relacionado,
además, con la se supone que malsana tendencia a compararnos con otros,
amplificada hoy por la posibilidad de ver a todas horas lo que la gente exhibe
en las dichosas redes, y que, como todos sabemos, no suele ser exactamente la
vida real, sino una superproducción teatralizada para que esta parezca todo lo
intensa, exitosa y bella que no es.
Pues bien: la alarma que, sin duda, ha
despertado esta nueva enfermedad psicológica (novedad que durará poco, porque
cada día amanecemos con catorce o quince trastornos psicológicos más), nos
obliga a ocuparnos aquí de ella, con objeto de comprenderla o, al menos, de
reírnos un poco, terapias estas – la de la comprensión y la risa –
infinitamente más eficaces que la que puedan ofrecerles todos los coaches,
gurúes y psicotrainers juntos. Veamos; que igual la cosa tiene miga.
La inclinación a sentir dolor y tristeza
por lo no vivido es, como decíamos, muy vieja, y fue tratada con profusión por
los filósofos existencialistas. En su raíz se encuentra el angustioso problema
de la libertad. El ser humano, decía Sartre, está condenado a ser libre y, por
tanto, a tener que decidir cada paso que da. Ahora bien, dado que nuestra existencia
es finita en tiempo y fuerzas, cada decisión nos obliga a renunciar a
innumerables posibilidades, tan inmaculadamente hermosas como la hierba que
brilla a lo lejos y tan platónicamente idealizables como los besos que nunca
dimos.
En cierto modo, elegir es renunciar a la
plenitud de tenerlo o serlo todo. Tal vez por ello nos gusta tanto permanecer
en ese estado de procrastinación ensoñadora en el que imaginamos hacer esto y
lo otro sin decidir ni hacer realmente nada. Pero esta experiencia imaginaria
de totalidad se acaba cuando uno tiene inevitablemente que actuar; esto es,
pasar del estado estético al ético. Toca entonces delimitar el campo de lo
posible y definir nuestro camino, tarea que es siempre compleja y angustiosa;
por la infinitud de lo que perdemos y por el miedo al error: ¿no nos estaremos
equivocando fatalmente, subiéndonos el «tren» equivocado y dejando pasar aquel
que realmente nos convendría tomar?
En esta agónica situación es donde
interviene decisivamente la comparación con los otros. Compararse con los demás
no solo es necesario, sino bueno y virtuoso. Las decisiones y modelos de
existencia que representan otras personas son la fuente de inspiración y el
espejo donde buscamos contrastar y corroborar lo acertado o no de nuestras
propias elecciones. Por ello nos interesa tantísimo contemplar la vida de la
gente (en las novelas, la tele, las plazas, las revistas o las redes). Nadie se
«hace a sí mismo», y hasta los más individualistas lo son por imitación y
aprendizaje de otros. Medirnos con esos otros, imitarlos, juzgarlos y juzgarnos
en relación con ellos son las herramientas fundamentales para aprender a ser
humanos, para orientar nuestras decisiones, para conocernos, para afirmarnos y,
por supuesto, para corregirnos y perfeccionarnos.
Decía el sabio Protágoras que el ser
humano es la medida de todas las cosas. En lo que esto tenga de cierto, el
mensaje es claro, sobre todo si eliminamos el antropocentrismo y el relativismo
que la máxima encierra: para evaluar con la máxima objetividad y certeza lo que
queremos y debemos ser, no hay otra que comparar nuestro juicio con el de los demás.
Esta comparación es el diálogo, el externo y el interno (al que llamamos
pensar). Se miente a sí mismo quien crea que no está continuamente comparándose
y dialogando con otros, con lo otro, con lo que le reta y aún no comprende como
parte suya…
El «tratamiento» contra el FOMO no es, en
fin, el llamado «JOMO», otra memez en inglés cuya siglas significan «la alegría
de perderte cosas». Nadie quiere perderse las cosas realmente interesantes, que
suelen ser muy pocas. Lo que hay que hacer es aprender a reconocerlas, evitando
espejismos y angustias injustificadas. Y para ello, nada mejor que aprender de
los demás (¿de quién si no?), contrastar tus ideas y andarte con los mejores.
Afinar el juicio de valor, evitar el narcisismo infantiloide (fruto de esta sociedad
cada vez más psicologizada) y sobrellevar con buen ánimo esa cadena atroz que
es la libertad precisan, pues, de la comparación constante con los otros. Y si
las redes promueven tal cosa, benditas sean.
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