Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Más vale ser temido
que amado, aconsejaba Maquiavelo
a los que quisieran obtener o conservar su poder. Siempre me ha contrariado
esta idea. ¿No es más eficaz el poder fundado en el amor que en el miedo? El
que tiene miedo obedecerá contra sí mismo; el que ama te obedecerá como a sí
mismo. ¿Entonces? ¿Por qué esta insistencia en la política del miedo y el odio?
¿Será por esa alegría entusiasta que parece liberar el amor? Un poco de
entusiasmo – decía también Maquiavelo – está bien, pero en exceso… ¡Quién sabe
dónde puede llevarnos!
Hago esta digresión a
propósito del espectáculo político y mediático al que asistimos casi a diario desde
hace años. No recuerdo un momento de nuestra reciente historia democrática en
que se haya apostado más por la estrategia del miedo y el odio para disputarse
el poder. Hasta el punto de que cuando alguna fuerza política se ha empeñado en
reivindicarse con alegría, constructivamente y en positivo, como hizo Sumar y,
parcialmente y en sus inicios Podemos (cuando no era el agrio escuadrón suicida
en que se ha convertido hoy), esta ha sido objeto de las burlas más vitriólicas
y quevedescas – porque en otra cosa no, pero en ingenio verbal al servicio de
la mala leche los españoles somos, sin discusión alguna, potencia mundial –.
Así, mientras que la
actual oposición al gobierno se muestra incapaz de enunciar apenas otro mensaje
que no sea el del miedo a la desarticulación de España y la denuncia moral
(cuando no el odio descarnado) al diabólico Sánchez, acusándolo de hacer lo
mismo que cualquier otro líder democrático (negociar para mantener su poder y
lo más sustancial de su proyecto político), la izquierda en el gobierno se ve
forzada a adobar su expediente de logros (que no son pocos) con el miedo y el
odio a la ultraderecha montaraz de VOX. Y así llevamos casi ni me acuerdo.
Esta insistencia en el discurso
del miedo tiene, desde luego, raíces psicológicas y morales muy antiguas, y
proyección en casi todos los ámbitos de la cultura. Los estrategas políticos
saben que el miedo, como muchas otras pasiones, genera un fervor intenso que
puede despertarse en el momento conveniente (el del voto) para dejarlo luego al
ralentí, convertido en apatía cívica. Poco que ver con la acción transformadora
y constante que genera una voluntad amorosamente erigida...
Reparen por otra parte en
cómo nuestro sistema moral, de fuerte impronta religiosa, permanece aún fundado
en el miedo, la culpa y el odio a nosotros mismos (ese ser fatalmente
autosegregado de Dios que, según varios libros santos, somos los humanos). Es
increíble que nos escandalicemos por el acceso de los menores al porno y no
hagamos lo propio cuando los dejamos inertes ante las imágenes y discursos del
miedo y la culpa (no hay más que entrar en cualquier iglesia). Son sintomáticas
a este respecto las críticas al cartel de la Semana Santa sevillana de este
año: para escándalo de muchos, en él se muestra un cristo que no sufre y que,
en lugar de generar culpa o miedo (murió por nuestro mal obrar, nos puede castigar…),
provoca – ¡qué horror! – alegría y deseo.
Más allá, este entramado
moral se transmite a todos los ámbitos de la vida. Por ejemplo, al trabajo, que
poca gente concibe como deseable, sino como algo necesariamente odioso (si lo
deseas y disfrutas «no es trabajo», ni quizá mereces que te paguen por ello), o
a la educación, donde la mayoría todavía concibe que sin coacción y miedo los
niños no son más que una panda de vagos, y que la vieja pedagogía del placer y
el amor al conocimiento no es más que una chaladura buenista e inútil.
La misma estrategia late
también de forma taimada bajo los hábitos de consumo, más fundados en el miedo
(a no tener bastante, a no aprovechar la ocasión, a no poseer lo que se
dictamina como deseable…) que en un deseo positivo; y se impone en la difusión
de los relatos ideológicos de nuestro tiempo, tanto de izquierdas como de
derechas, igualmente sustentados en pasiones negativas: el terror al
apocalipsis climático, el odio y la cancelación del disidente, el apaleamiento
de la víctima propiciatoria, la persecución del inmigrante pobre, la guerra al
hereje, la aversión al oponente (al Estado, al capital, al facha, al nosequéfobo…)…
Y sobre todo esto, me
temo, sobrevuela el miedo atroz a perder el miedo, a edificar una sociedad de
personas tan plenamente activas y libres que necesiten cada vez menos, no solo
de un poder político externo, sino también de la congoja y la autocoacción
interna. El miedo, en fin, a la libertad: tan tremendo que él mismo nos genera
un miedo insuperable a superarlo. ¡Qué vértigo vivir sin órdenes, sin miedo,
sin culpa, y sin tener que odiar a nada ni a nadie para poder ser o parecer
algo!
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