Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Que el principal motivo de la manifestación contra el gobierno del pasado sábado fuera el “plan oculto de mutación constitucional” (sic) del “golpista” Sánchez, y que incluyera, entre otros, a grupos antivacunas, da idea del grado de desesperación de la derecha, incapaz de romper las encuestas, y dispuesta a agarrarse al clavo ardiendo del trumpismo a la española que se gastan VOX y sus organizaciones satélites.
Se ve que algunos tienen un sentido esotérico del
espectáculo. Por eso el sábado había gente invocando al Caudillo, o un
fantasmal ejército de 400.000 manifestantes con los que completar los que contó
la delegación del gobierno. Debían de ser como el retablo cervantino de las
maravillas, invisibles a todo aquel que no fuera cristiano viejo o buen
español. Entre ellos, visibles o invisibles, pululaban patriotas de los de
antes, políticos descatalogados, populistas clamando contra el populismo,
negacionistas de todo lo progre, defensores de la mili obligatoria y, por
haber, hasta filósofos a la luna de Valencia. Todos unidos por un odio feroz e
innegociable a Sánchez.
Pero que a esta tropa se le unan cargos y políticos en
activo del PP o hasta de Ciudadanos (un partido antaño liberal) da un poco más
de pavor. Hay que recordar que el propio Feijóo, candidato a convertirse en el
próximo presidente del país, recomendó la asistencia a esta especie de rave
satánico-político donde solo faltaban Berlusconi, la secta de QAnon, los
evangelistas de Bolsonaro y los asaltantes del capitolio disfrazados de
búfalos.
Da pavor la cosa porque como el odiado Sánchez logre afrontar con solvencia el último tramo de su mandato (presidencia europea incluida) las
encuestas podrían dar un giro inesperado. Al fin y al cabo la gente, que no es tonta, sabe que, pese al discurso histérico y catastrofista de la derecha, el gobierno ha logrado contener la
inflación, mantener a flote el estado de bienestar, sacar adelante una importante reforma laboral, apaciguar el conflicto con Cataluña, y afrontar con éxito una
pandemia, una suma de catástrofes naturales (volcán incluido) y los efectos
económicamente devastadores de una guerra. Y todo ello sin romperse ni
desgastarse más de lo normal.
Por esto, y porque no lo tienen tan fácil como suponían, es de
esperar que los estrategas del PP y sus aliados mediáticos lo apuesten todo a
la crispación, la desestabilización institucional y el intento de deslegitimar al gobierno en las calles. Todo ello bajo acusaciones que andan
entre la retórica guerra-civilista y la alucinación colectiva: que Sánchez, como un Lenin madrileño, va a imponer una dictadura
comunista, acabar con la Constitución, aliarse con los etarras (ETA se
extinguió hace diez años), o pactar la venta de España a los nacionalistas
vascos y catalanes (como si el PP no hubiera gobernado con CiU o PNV en el
pasado o Ciudadanos no hubiera obligado indirectamente al pacto con el
nacionalismo).
Y todo esto, después de lo ocurrido en Brasilia o Washington, da
miedo. Da cada vez más miedo que la derecha pierda. Más miedo aún a que gane. Y
esta, la del miedo, podría ser su última y terrible baza.
Porque además, y frente a los exaltados del sábado, están
los del jueves anterior en Barcelona. Otros miles de manifestantes, no menos
patriotas que los de Madrid, y clamando, con parecida desesperación, por el
renacimiento del procés, el linchamiento popular de los traidores y la
resistencia, todavía y siempre, al invasor galo-español.
Sobra decir que estas dos tribus se retroalimentan de la misma tensión política que les permite sobrevivir y
crecer. Al nacionalismo supremacista catalán le vendría de miedo un nuevo
gobierno de derechas que le obligara a “retomar las calles”. Y al nacionalismo
español de VOX y el PP les vendría también de perlas hacer rebrotar el volcán
catalán para justificar el relato de salvadores de la unidad de la patria con
el que pretenden lograr el poder.
Entre lunáticos anda, pues, el juego. O eso quieren hacernos creer
a la inmensa mayoría, en la idea de que, propensos como somos a la emoción y el
ritmo vertiginoso del espectáculo, cedamos a la tentación de verlos como algo
más que histriones y acabemos por votarlos, a
ver qué pasa. Esperemos que prevalezca la cordura (por aburrida que sea)
sobre el siniestro teatro del pánico.
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