miércoles, 4 de enero de 2023

Contra lo concreto.

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Existe una tendencia general al enaltecimiento de «lo concreto» frente a «lo general» o abstracto. Impera la filosofía del «dejarse de filosofías e ir al grano». Y se extiende la teoría de que «lo que importa no es la teoría sino la práctica».

¿A qué viene tanta incongruencia? ¿Qué es «lo concreto» sino una abstracción más? ¿Cómo podríamos saber cuál es el grano (ese al que «hay que ir») sin una filosofía que nos lo aclare? ¿Y habrá precisamente algo más práctico que una buena teoría?

No es sencillo delimitar las causas de este dislate. Algunas son de raíz religiosa. En la versión más ultraortodoxa del cristianismo la salvación se lograba con una mezcla de fe ciega y trabajo duro («Ora et labora»). Para la ideología moderna, igualmente imbuida de fideísmo luterano, la felicidad se logra con voluntarismo ciego y emprendimiento entusiasta. En ambos casos el pensamiento no es más que un vicio pecaminoso o (en lenguaje secular) una obsesión patológica.

Si a este pragmatismo anti-intelectualista, tan yanqui y evangelista él, le unimos el capitalismo de consumo, con su culto a las emociones y su moralina de carpe diem (no dejes para mañana lo que puedes comprar hoy), y añadimos el culto la tecnociencia y sus soluciones mágicas, tendremos el caldo de cultivo perfecto para que prolifere el espíritu anti-espiritualista de nuestro tiempo, es decir, la falsa idea de que la vida es algo radicalmente distinto de las ideas (¡la de románticos vitalistas que habrán dado su vida por esta idea!).

Al «concretismo» actual tampoco le es ajeno el descrédito de los viejos ideales (políticos, religiosos, estéticos, filosóficos…) ni la correspondiente banalización de la existencia. Esto se deja ver en la estética minimalista vigente, en la jerga fragmentaria de las redes, en el hedonismo sensualista al uso, y en esa suerte de ética de lo efímero, cotidiano, diverso, abierto, líquido y otras denominaciones de la más emperifollada nadería, con la que comulgamos hoy todos. Reina así el politeísmo más republicano y ramplón, y el Dios (muerto) de Nietzsche se transfigura en el dios de las pequeñas cosas infinitamente infinitas, es decir, de las cosas que, en el límite, no se dejan concretar (más que) en nada.

Toda esta fe en la minucia irrelevante se deja ver también en el mundo educativo. Una buena facción de las tendencias pedagógicas institucionalizadas (y ojo que digo tendencias, y no pedagogías, que son cosa más seria) insisten en que a la hora de educar hay que dejarse de abstracciones y enseñar en y para lo concreto, reducir el peso de lo teórico y abundar en lo práctico, cambiar las cosas y no andar dando vueltas a entelequias intelectuales.

¡Error garrafal! Pues si se piensa un poco se comprenderá que la educación consiste justamente en lo contrario: en liberar a la gente de su entorno concreto para lograr que dejen de atender (durante un rato siquiera) a lo inmediatamente práctico. La escuela no es (como) la «vida», sino aquello que permite entenderla, y justo por eso ha de distanciarse y extrañarse de ella.

Para entender es, además, imprescindible la inteligencia, y esta consiste en abstraerse, es decir: en tomar distancia con respecto al mundo concreto para, en ese espacio abstracto, delimitar, relacionar y comprender de forma unitaria y estable lo que en su contexto parece diverso y cambiante. Por eso, no hay mejor «situación de aprendizaje» (término opresivamente de moda) que la que te permite entender las cosas fuera de toda situación, condición esta sine qua non para poder pensar esas cosas en todo contexto y momento posible.

Lo mismo podríamos decir con respecto a lo teórico y lo práctico. No hay forma de enseñar cosas prácticas sin un profundo conocimiento teórico. Para cambiar las cosas (que es el objeto de toda praxis) hay que saber antes qué y cómo deberían ser esas cosas. Además: nadie aprende simplemente haciendo, sino a través de ese tipo sutil de acción que, antes o después del hacer, llamamos reflexión (y el más sabio solo con ella). Solo el lerdo aprende a base de ensayo y error.

Y ojo que estas tendencias educativas son, además, enormemente peligrosas. Si el espacio abstracto de las ideas promueve por su propia naturaleza la reflexión, el diálogo y la apropiación crítica de las ideas, el lenguaje más concreto del juego, la imagen, el ejemplo práctico o las emociones (todo con lo que se tiende hoy a educar al alumnado, incluso al de más edad) fomenta, si se abusa de él, la asunción dogmática y acrítica de ideas y valores; ideas y valores de los que ni siquiera es consciente a veces el educador.

Así que ya saben: déjense de menudencias y vayamos a lo que de verdad son las cosas, es decir, a aquello en lo que trabajosa, pero también gozosamente se dejan comprender. Al fin, no hay una forma más concreta de poseer algo que comprenderlo en su más profunda y abstracta esencia.

4 comentarios:

  1. De sumo interés, invita a la reflexión

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  2. Víctor, gracias por tus palabras. Por desgracia parece que reflexionar se ve como un peligro sistémico. Cuando pensamos por nosotros mismos es difícil manipularnos y someternos.

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    1. Cierto. Además, si pensamos dejamos de actuar de modo pasivo (por ejemplo, consumiendo productos, entretenimiento, etc.), lo que resulta, quizás, poco rentable u operativo en términos económicos. Gracias por la reflexión.

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