Existe una tendencia general al enaltecimiento de «lo
concreto» frente a «lo general» o abstracto. Impera la filosofía del «dejarse
de filosofías e ir al grano». Y se extiende la teoría de que «lo que importa no
es la teoría sino la práctica».
¿A qué viene tanta incongruencia? ¿Qué es «lo concreto» sino
una abstracción más? ¿Cómo podríamos saber cuál es el grano (ese al que «hay
que ir») sin una filosofía que nos lo aclare? ¿Y habrá precisamente algo más
práctico que una buena teoría?
No es sencillo delimitar las causas de este dislate. Algunas
son de raíz religiosa. En la versión más ultraortodoxa del cristianismo la
salvación se lograba con una mezcla de fe ciega y trabajo duro («Ora et
labora»). Para la ideología moderna, igualmente imbuida de fideísmo
luterano, la felicidad se logra con voluntarismo ciego y emprendimiento
entusiasta. En ambos casos el pensamiento no es más que un vicio pecaminoso o
(en lenguaje secular) una obsesión patológica.
Si a este pragmatismo anti-intelectualista, tan yanqui y
evangelista él, le unimos el capitalismo de consumo, con su culto a las
emociones y su moralina de carpe diem (no dejes para mañana lo que
puedes comprar hoy), y añadimos el culto la tecnociencia y sus soluciones
mágicas, tendremos el caldo de cultivo perfecto para que prolifere el espíritu
anti-espiritualista de nuestro tiempo, es decir, la falsa idea de que la vida
es algo radicalmente distinto de las ideas (¡la de románticos vitalistas que
habrán dado su vida por esta idea!).
Al «concretismo» actual tampoco le es ajeno el descrédito de
los viejos ideales (políticos, religiosos, estéticos, filosóficos…) ni la
correspondiente banalización de la existencia. Esto se deja ver en la estética
minimalista vigente, en la jerga fragmentaria de las redes, en el hedonismo
sensualista al uso, y en esa suerte de ética de lo efímero, cotidiano, diverso,
abierto, líquido y otras denominaciones de la más emperifollada nadería, con la
que comulgamos hoy todos. Reina así el politeísmo más republicano y ramplón, y
el Dios (muerto) de Nietzsche se transfigura en el dios de las pequeñas cosas
infinitamente infinitas, es decir, de las cosas que, en el límite, no se dejan
concretar (más que) en nada.
Toda esta fe en la minucia irrelevante se deja ver también
en el mundo educativo. Una buena facción de las tendencias pedagógicas
institucionalizadas (y ojo que digo tendencias, y no pedagogías, que son cosa
más seria) insisten en que a la hora de educar hay que dejarse de abstracciones
y enseñar en y para lo concreto, reducir el peso de lo teórico y abundar en lo
práctico, cambiar las cosas y no andar dando vueltas a entelequias
intelectuales.
¡Error garrafal! Pues si se piensa un poco se comprenderá
que la educación consiste justamente en lo contrario: en liberar a la gente de
su entorno concreto para lograr que dejen de atender (durante un rato siquiera)
a lo inmediatamente práctico. La escuela no es (como) la «vida», sino aquello
que permite entenderla, y justo por eso ha de distanciarse y extrañarse de
ella.
Para entender es, además, imprescindible la inteligencia, y
esta consiste en abstraerse, es decir: en tomar distancia con respecto
al mundo concreto para, en ese espacio abstracto, delimitar, relacionar y
comprender de forma unitaria y estable lo que en su contexto parece diverso y
cambiante. Por eso, no hay mejor «situación de aprendizaje» (término
opresivamente de moda) que la que te permite entender las cosas fuera de toda
situación, condición esta sine qua non para poder pensar esas cosas en
todo contexto y momento posible.
Lo mismo podríamos decir con respecto a lo teórico y lo
práctico. No hay forma de enseñar cosas prácticas sin un profundo conocimiento
teórico. Para cambiar las cosas (que es el objeto de toda praxis) hay que saber
antes qué y cómo deberían ser esas cosas. Además: nadie aprende simplemente
haciendo, sino a través de ese tipo sutil de acción que, antes o después del
hacer, llamamos reflexión (y el más sabio solo con ella). Solo el lerdo
aprende a base de ensayo y error.
Y ojo que estas tendencias educativas son, además,
enormemente peligrosas. Si el espacio abstracto de las ideas promueve por su
propia naturaleza la reflexión, el diálogo y la apropiación crítica de las
ideas, el lenguaje más concreto del juego, la imagen, el ejemplo práctico o las
emociones (todo con lo que se tiende hoy a educar al alumnado, incluso al de
más edad) fomenta, si se abusa de él, la asunción dogmática y acrítica de ideas
y valores; ideas y valores de los que ni siquiera es consciente a veces el
educador.
Así que ya saben: déjense de menudencias y vayamos a lo que
de verdad son las cosas, es decir, a aquello en lo que trabajosa, pero también
gozosamente se dejan comprender. Al fin, no hay una forma más concreta de
poseer algo que comprenderlo en su más profunda y abstracta esencia.
De sumo interés, invita a la reflexión
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarVíctor, gracias por tus palabras. Por desgracia parece que reflexionar se ve como un peligro sistémico. Cuando pensamos por nosotros mismos es difícil manipularnos y someternos.
ResponderEliminarCierto. Además, si pensamos dejamos de actuar de modo pasivo (por ejemplo, consumiendo productos, entretenimiento, etc.), lo que resulta, quizás, poco rentable u operativo en términos económicos. Gracias por la reflexión.
Eliminar