¿Hay derecho a saltarse el derecho? ¿Es legítima, en algún caso, y en el marco de un régimen democrático, la ilegalidad? Continuo con el siguiente extracto del capítulo que escribí para el libro colectivo Reflexiones sobre el #25S (Ed. Manuscritos. Madrid, 2013).
En la Democracia han de existir
vías de comunicación efectiva entre el soberano (el pueblo) y sus ministros o
representantes (el gobierno), estas vías son parte sustancial de la
organización del Estado y se consideran independientes e inmunes con respecto a
las acciones particulares del gobierno (son competencia directa del pueblo,
solo él podría cambiarlas o reformarlas). Una parte importantísima de estas
vías tienen como objeto servir de cauce a las disensiones que los ciudadanos
mantienen con el gobierno y han de ser útiles para expresarlas y para darles
respuesta. Pues bien, a nuestro juicio, estas vías de disensión pueden y deben
ser, en toda democracia, de dos tipos: cauces
estrictamente legales (pero de insuficiente
legitimidad), y cauces
insuficientemente legales (pero estrictamente
legítimos). Veamos esto con más detalle.
Los cauces estrictamente legales (y su insuficiente legitimidad).
En todo democracia hay cauces
estrictamente legales o democráticos
(pero cuestionablemente legítimos –y legítimamente cuestionables-- en un
sentido Democrático) de manifestar el
disenso y la crítica. Dichos canales son de carácter sustantivamente
procedimental, y son, por tanto, sustantivamente insuficientes cuando lo que se
cuestiona son los propios procedimientos (Por ello no tiene validez la común
objeción a acontecimientos como los del 25S, según la cual hay cauces legales suficientes para formalizar las “quejas”.
Obviamente esto no es válido cuando de lo que la gente se queja es de la propia
validez o legitimidad de dichos cauces). Pues bien, ¿cuáles son estos cauces
legales o democráticos? A saber:
Votar cada cuatro años; participar en un partido político o crearlo; hacer
llegar tus reclamaciones al grupo parlamentario que más te representa para que
actúe en consecuencia; recoger firmas con que autorizar una “iniciativa
legislativa popular”; acudir al defensor del pueblo; recurrir a los tribunales;
remitir artículos a los periódicos (o solicitar ser invitado a un debate televisivo);
convocar y participar en manifestaciones, huelgas y otros actos
reivindicativos, previamente supervisados y autorizados por el gobierno, etc.,
etc. Ahora bien, ¿son suficientes o suficientemente legítimos tales cauces
legales? En un sentido Democrático, no, ni lo son de hecho (como todo el mundo sabe, incluso los que hipócritamente
los defienden como el sancta sanctorum
de la legitimidad democrática), ni lo son por
principio, pues por principio (o definición) toda democracia es imperfecta,
y todo en democracia es cuestionable (menos las condiciones de esa misma
permanente cuestionabilidad). Así, es fácil dudar de la validez democrática de
todo lo anterior: El voto ocasional no supone
un compromiso o contrato serio entre gobernante y gobernados (el voto parece
ser una carta blanca, por la que es lícito saltarse la ya de por sí ambigua
letra del “contrato” electoral); ni
la estructura de los partidos –ni la
de la partitocracia que rige sus
intervalos de gobierno- permite que ciudadanos anónimos participen, por más
indirectamente que sea, del juego parlamentario; no existen procedimientos racionales y transparentes (es decir, Democráticos) para que los mismos
anónimos ciudadanos accedan con normalidad (no de manera anecdótica) a los
medios de comunicación de masas; la mayoría
de la gente no tiene recursos para
fundar un partido político o una emporio mediático que pueda competir con los
que los ya establecidos y financiados por minoritarios grupos de presión; las
denuncias al defensor del pueblo o los tribunales (solo parcialmente
independientes del ejecutivo) o las
recogidas de firmas pocas veces (o
más bien ninguna) han modificado sustancialmente la política del país; ni las manifestaciones o huelgas, por
muy masivas o generales que hayan sido, han hecho siempre o necesariamente
mella en la política del gobierno (el caso de la guerra de Irak, con casi el
90% de la población manifiestamente en contra, es solo un ejemplo reciente de
esto último).
Los cauces insuficientemente legales (y su estricta legitimidad).
Justo porque la democracia no es (no puede ser) perfecta es por lo que
resulta legítimo en sentido Democrático (aunque cuestionablemente legal, en un sentido democrático) plantear otro tipo de
cauces para el disenso. Estos no son de carácter “sustantivamente
procedimental”, como los anteriores, sino, al revés, de carácter
procedimentalmente sustantivo, en cuanto que lo que ponen en cuestión es,
directamente, la legitimidad de los procedimientos de disensión y
cuestionamiento de las normas (y, por tanto, indirectamente, la legitimidad
misma del régimen, es decir, de la democracia
–no de la Democracia—). Pretender que
estos procedimientos reivindicativos sean estrictamente legales es, como
dijimos, un absurdo, pues suponen pretender que la gente actúe conforme a las
formas de actuar que justamente rechazan (esto lo sabe todo el mundo, aunque
hipócritamente simulen no saberlo los que acuden a la argucia demagógica,
mencionada antes, de afirmar que en democracia siempre hay medios suficientes para formalizar legalmente la disensión).
Este otro cauce reivindicativo comprende un sinfín de actividades. Por ejemplo:
La movilización o la huelga no autorizada (convocadas por medios no controlados
aún por el gobierno o sus medios de comunicación, como es el caso de las redes
sociales); ciertas acciones puntuales de valor simbólico (interrumpir un acto
institucional televisado, por ejemplo, esgrimiendo una pancarta, o rodear el
congreso); otras, simbólicas pero menos puntuales, como las que protagonizó el
movimiento 15M (tomar las plazas públicas y reivindicarlas como el símbolo
–originario, además— que son de la Democracia,
es decir, del lugar del debate público, del intercambio de ideas, etc.);
medidas menos simbólicas pero con efectos más tangibles, como la ocupación de
viviendas abandonadas, la obstaculización de desahucios, la objeción fiscal, la
creación de plataformas de información y educación “alternativas” (es decir, no
sujetas a estrictos criterios gubernativos ni a los monopolios mediáticos), el
establecimiento de redes productivas o comerciales no regladas o legalizadas,
el boicot a entidades bancarias o empresas, etc., etc. ¿En qué sentido y hasta
qué punto son legítimas todas estas actividades? ¿Por qué defendemos que todas
ellas suponen un cauce legítimo
(aunque no estrictamente legal) para
las disensiones en una sociedad democrática (y por lo cual nadie debería
descalificarlas ni temerlas a priori como –según el gobierno y otros muchos las
definen— una exaltación de anarquismo
lúdico por parte de unos cuantos bárbaros incívicos, o como la rabieta descontrolada de una minoría de
radicales desinformados que, justamente, no se ven representados en las
instituciones –porque no han sido votados ni, incluso, creen en ellas—)? A
nuestro juicio (que quizás no es nuevo ni original, pero que conviene repetir
aquí y ahora), la legitimidad Democrática
(de un acto reivindicativo o de cualquier otra actividad de cariz político)
tiene dos componentes, que venían ya predefinidos en la noción de Democracia
enunciada al principio. (1) Su respaldo
popular, que es un criterio obviamente cuantitativo; según este, tiene
mayor legitimidad la acción, medida, etc., que cuenta con mayor apoyo explícito
por parte de la ciudadanía (una vez objetivamente informada, con suficiente capacidad
de criterio, etc.). Y (2) su valor,
cabe decir, ideológico, en cuanto fomenta o promueve aquello que es condición
sustancial del procedimiento democrático (y, por tanto, consustancial a
toda democracia). Y esto último también en dos sentidos (uno más procedimental
y otro más sustantivo). (2.1.) En el sentido de promover la racionalidad, la autonomía de criterio, la responsabilidad
individual y, en suma, la capacidad
de diálogo, con todos los valores que le van aparejados a dicha capacidad
(la honestidad intelectual, el respeto al otro,
etc.), y también con toda la controversia que le es inherente (hasta dónde ha
de llegar nuestro respeto al otro, sea ese otro la mayoría de la que disiento o
la minoría que disiente)tr. Y
(2.2.) en el sentido de promover la
circulación, libre, crítica y argumentada, de información y de ideas; esto
es, en cuanto promueve el debate y la creación de opinión. Estos dos
componentes (el segundo a su vez doble) de legitimidad de cualquier acción
política Democrática (el respaldo masivo y el valor ideológico) se implican
mutuamente: no hay respaldo masivo legítimo ni posible sin la formación
dialógica ni la información ideológica necesarias (es decir, sin debate ni sin
ideas que formen y muevan la voluntad popular), y no hay ideas políticas
legítimas sin que la voluntad popular decida aceptarlas. Ahora bien, esta
implicación no es totalmente “simétrica”, como insinuábamos al principio. La
voluntad popular legitima ciertas ideas, pero no legitima a todas las que
tienen legitimidad democrática; en concreto, no a aquellas que sustentan o
justifican la validez del propio procedimiento democrático y del principio de
la soberanía popular. Estas últimas tienen valor
(Democrático) en sí. Pues bien, ¿qué tiene que ver esto con la legitimidad o
ilegitimidad de esos otros cauces de
disensión, el que representa el 25S y otros?
No hay comentarios:
Publicar un comentario