A finales de siglo la
población de este país se habrá reducido en un 50%. España será un solar casi
vacío, pobre y lleno de viejos. Lo dice la prestigiosa revista The Lancet.
Y lo corrobora el INE: la tasa de natalidad sigue en caída libre, con 7,6
nacimientos (7,1 en Extremadura) por cada 1.000 habitantes, el dato más bajo
desde 1941.
¿Qué se puede hacer? Las
ayudas económicas no sirven de mucho. Nadie tiene un hijo porque le premies con
un cheque-bebe. Es cierto que disponer de empleos estables, facilidades para la
conciliación laboral, viviendas asequibles o ventajas fiscales ayudan, pero no
son la panacea. En circunstancias mucho peores la gente tiene hijos a mansalva;
y en otras mucho mejores (piénsese en países con mayor cobertura social que el
nuestro) se siguen teniendo los mismos (pocos) hijos que aquí
Del resto de las opciones,
algunas (restringir el acceso a los servicios de salud reproductiva, elevar la
edad de jubilación) son inaceptables, y otras (la robotización del trabajo)
fantasiosas. La única salida, según el estudio de The Lancet, es
facilitar la inmigración. Lejos del mensaje enloquecido de la ultraderecha, los
migrantes no solo no son una amenaza, sino que son, en varios sentidos
(demográfico, laboral, económico), nuestra única esperanza de salvación. De ahí
el interés (y no solo la obligación moral) de abrirles vías seguras de acceso,
regularizar a los que ya hay e invertir en la integración de los que vengan.
Ahora bien, la solución
migratoria esconde un problema. Si los migrantes se asimilan, como es
esperable, a algunos de nuestros estándares socioeconómicos y culturales
(mayores ingresos, acceso de la mujer a la educación y el trabajo,
participación del modo de vida europeo), estaremos de nuevo en las mismas.
Porque la baja natalidad no es – hay que decirlo ya – un asunto anecdótico o
pasajero, sino un elemento estructural (esto es: moral e ideológico) de
nuestra cultura.
Nuestra forma de vivir depende
de modelos morales, esto es, de creencias, valores, arquetipos y fines considerados
fetén. Tales valores y fines apuntan, en general, a un tipo de plenitud humana
fundada en la realización y el éxito profesional de un lado, y en el consumo de
experiencias gratificantes (sin más coste que el económico), del otro. Son dos
objetivos netamente individuales (el individuo – y no ya la familia – es
el verdadero sujeto social) y difícilmente compatibles con tener hijos: por
regla general (y a no ser que “subcontratemos” la crianza, como ha hecho
siempre la gente de postín), los niños lastran el desarrollo profesional y
limitan un estilo de vida basado en el placer y el consumo.
Si los hijos ya no son un
simple proceso natural (ni los manda Dios ni responden a un “instinto”
irrefrenable), ni una fuente de beneficios materiales (ni vienen con un pan
bajo el brazo, ni son el sostén de nuestra vejez, ni la perpetuación de nuestro
patrimonio), ni una “marca” de prestigio (ni hacen “verdadera mujer” a la
mujer, ni “reconocido padre de familia” al varón), solo pueden ser el fruto de
una compleja elección moral. Ahora bien, insistimos, ¿por qué habríamos de
sacrificar, aun parcialmente, nuestra carrera, o lo que entendemos por “buena
vida”, para tener hijos? Vale que dejemos esto (tal como los trabajos que ya no
queremos hacer) a los migrantes. Pero ¿y cuándo ellos sean como nosotros y
prefieran, también, triunfar y pasarlo bien en lugar de esclavizarse
criando niños?
A un problema moral solo cabe
darle una respuesta moral. A mí se me ocurren, por lo pronto, dos: la primera
sería reconocer el valor incalculable que supone la tarea de educar a los
hijos; al lado de esto, triunfar en casi cualquier otra profesión resulta una
zarandaja insignificante. La otra sería deshacer la confusión entre darse una
“buena vida” y malgastarla en simulacros más o menos gozosos (comprar, viajar,
entretenerse…), cuya consecuencia, tarde o temprano, es la de una creciente
sensación de vacío. Si logramos hacer ver esto, podríamos empezar a
convencernos de que tener hijos no es un “sacrificio” ni una elección
irracional, sino una de las maneras más bellas, generosas y consistentes de dar
sentido a la vida.
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