En la misma línea, leía al editor Andreu Jaume recordándonos
cómo el culto contemporáneo al cuerpo (esa cosa idealizada por el cuñadismo
metafísico), esto es, a la salud, al deporte, al sexo, al despelote sin
complejos (¡Ah, el horror! ¡El horror!) y a la gastronomía, están relegando al
espíritu y al lógos a una posición marginal. Los cocineros – decía Jaume – son
ahora nuestros filósofos – una reducción gaseosa de los más líquidos y
posmodernos –.
Por esto admiro la defensa desenfadada y sin esperanzas
(¿habrá otra más digna?) que hace la Palop del espíritu sobre la carne, de la
figura erguida, en vigilia perpetua, del conversador de barra – vino en ristre
y escudo de tapa contra la gula – frente a la sanchopancesca del que busca
apoltronarse junto a un plato. Fíjense que la afición desmedida a sentarse a
comer es siempre un síntoma de decadencia moral y cultural (y, políticamente,
de que hay principios que cocer al hedor de apetitos más crudos). Por ello,
cuando uno cree no creer ya nada (y le faltan criadillas para darse a drogas más
potentes) se tira a la manduca como animal de granja o bellota (según la
renta). Y que, por lo mismo, una civilización comienza su declive cuando del
frugal avituallamiento en campaña – y el culto al vino – pasa al boato de los
banquetes – y a otras y más apolíneas flatulencias –. Recrearse en la comida es
depresivo, terminal, la más vana huida hacia el barro y la tumba – o, cuando
menos, hacia el sopor y la siesta –.
Pero lo peor es que el imperio de esa figura tontorrona,
sentimental, frívola y tolerante con todo (lo que no amenace su interés) del
gordo Sancho Panza (hoy encarnado – o empanado – en parte en el “amante de la
gastronomía”), no solo representa, sublimado, el orbe burgués (es su arquetipo
moral, tan distinto al del guerrero, el sabio o el santo, todos ellos
humanamente en forma, esto es: bélica o espiritualmente activos), sino que ha
colonizado (de “colon” y no de “colonus”) el espacio popular – el de las
tabernas, por ejemplo, sustituidas por franquicias de mesa obligada y engorde
por turno – y empapado lo que hoy se nos
quiere hacer tragar como cultura. Comprueben, si no, el desenfrenado festín de
menudillos en torno a lo gastronómico con el que se anda empachando a la gente
(programas y concursos de cocina, secciones sobre el “arte de comer” en los
periódicos, cocineros opinando en los platós, gastro-bares, rutas
gastronómicas…), si bien no todos comen aquí en la misma olla. Así, mientras el neoproletariado saca
barriga, y hasta obesidad mórbida, cenando frente al masterchef de la
tele, la neoburguesía – incluyendo la progre y descreída ya de toda
resistencia al consumo – luce la forma del viejo proletario famélico adoptando
“posiciones ético-filosóficas” no menos ligadas al condumio: el vegetarianismo,
el slow food, los alimentos orgánicos, el sibaritismo erudito, el
cosmopolitismo culinario, la religión hortelana… Se ve que la democratización
de las proteínas obliga a una versión más distinguida del culto al estómago.
Sin embargo, y de milagro, junto a este guiso cultural soso
e insípido (la excepción pantagruélica se vuelve hastío cuando se convierte en
norma), aún sobrevive la figura asténica y quijotesca, raciocinante o mística –
según el vino – del conversador de barra, siempre con el hambre justa que
requiere el ingenio. Por esta figuración tan griega del espíritu trasiegan aún
nuestra raíz y nuestro sino. Cultívenla y abandonen esa obsesión pueril por amamonarse
comiendo, hablar de comida, fotografiar platos, buscar mesa… No lo olviden:
aunque se deje usted timar (cuestión de imagen) en los locales más cool
del universo, la verdad no se cocina, y comer seguirá siendo cosa de pobres. No
de solemnidad, sino de espíritu.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo en prensa pulsar aquí.
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