Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hablemos brevemente de ese enigmático concepto
que enarbolan los políticos de cualquier signo, sea con los aullidos de los
caudillos ultras (¡viva la libertad, carajo!), los ecuménicos himnos de la
izquierda, o los sutiles debates con que escurren el bulto los liberales de
toda laya: el concepto de libertad.
¿Qué tendrá que ver este concepto con lo que pasa en el mundo, y especialmente
con el viraje general, cada vez más claro, hacia posiciones descaradamente
oligárquico-autoritarias?
El problema de la libertad es una cuestión antropológica y metafísica que, como toda otra cuestión filosófica, resulta imposible tanto de resolver como de disolver. Por situarnos en nuestro tiempo, la modernidad ha entendido la libertad de múltiples maneras, negándola o confundiéndola casi siempre con algún tipo de determinismo, ya fuera el de las leyes naturales, el de la dialéctica histórica, el de los entramados del inconsciente o el de la propia geometría de la razón. Tan solo algún filósofo como Kant se atrevió a postular una cierta idea de autonomía ilustrada; pero una idea según la cual, si queríamos salvar nuestra libertad del mecanismo de la naturaleza, habíamos de someternos igualmente a la pura ley de la razón.
Dado este «impasse» filosófico, no es raro que nuestra época haya asociado la libertad a un voluntarismo de oscura raíz fideista y de exuberante y romántica copa nietzscheana, hasta el punto de que el sentido común confunda completamente la compleja idea de libre albedrío con su interpretación más superficialmente liberal: aquella que lo reduce a satisfacer nuestros sacrosantos y caprichosos deseos sin topar con demasiados obstáculos, reglas o razones que los limiten.
Ahora reparen en cómo esta noción de libertad fundada en el carácter irrestricto e irracional de los deseos puede proliferar tanto en regímenes oligárquicos de tradición totalitaria (como China o Rusia), como con otros de tradición más democrática (como los que prefiguran los EE. UU de Trump o la Argentina de Milei). Los primeros logran la conformidad de la gente asegurándoles las condiciones (seguridad, recursos, posibilidades de consumo) para la consecución, real o soñada, de sus caprichos materiales. Y los segundos, a los que el imaginario democrático y cultural no les permite legitimarse únicamente con el paraíso de «libertad» y baratijas de Aliexpress o Amazon, sustituyendo el ideal de autonomía ilustrada de la ciudadanía por su remedo voluntarista: el de la invención a capricho de la información y la realidad.
Así, lo que los viejos defensores de la ilustración llaman bulos o visiones «conspiranoicas», los nuevos evangelistas (como Elon Musk) lo llaman comunicación directa con la verdad. Se trata de un triunfo más del luteranismo. ¿Qué es eso de erigir a periodistas o científicos para mediar con la Información, si cada persona es su propio medio y accede directamente a Ella? Con la ventaja de que esta «autonomía», a diferencia de la kantiana, no exige educación ni esfuerzo dialéctico alguno, sino solo la voluntad de poder opinar y la incitación al empacho y el onanismo desesperado que provoca la máquina de producir beneficios, deseos y, desde hace tiempo, «realidades» y deliciosa información-basura.