miércoles, 30 de abril de 2025

Eclipses

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Los antiguos consideraban a los eclipses como a una señal funesta que preludiaba mil desgracias y especialmente el fin de los tiempos. Había quienes, dotados con la luz del conocimiento, sabían predecirlos, pero callaban por temor a ser acusados de brujos y condenados a proporcionar luz desde la hoguera.

La luz – o, si quieren, la energía – lo es todo. Tanto en los cielos como en la tierra. La luz refiere a la divinidad en todas las religiones. Y en filosofía encarna imaginariamente al Ser mismo y a sus atributos principales: la Verdad, la Bondad y la Belleza. La luz nimba la cabeza de los sabios y de los santos, y es aura de alegría y belleza; gobierna la inteligencia y las emociones. Reparen, si no, cómo nos cambia el estado de ánimo cuando se acumulan los días sin sol, o incluso cuando entramos en un edificio o calle mal iluminados.

Pero la luz no es solo signo de lo más alto o modélico, sino también objeto-símbolo principal en la caverna del mundo, en la que adopta la figura del fuego, fuente y representación del poder técnico que el titan Prometeo robara para nosotros a los dioses. El fuego gobierna en la caverna como análogamente hace el sol en el cielo. En el símil platónico sirve para fabricar el teatro de imágenes en el que vivimos. Hoy equivaldría a la luz eléctrica, incluyendo esa luz oscura que recorre los circuitos de nuestro tecnológico mundo alimentando constantemente el espectáculo que llamamos «realidad».

Pero fíjense que, pese a todos los gigavatios que llevamos de ventaja, basta un chispazo imprevisto y enigmático para desequilibrarlo todo y volver casi de golpe al paleolítico. Hoy, como provocaban antaño los eclipses, los apagones generan conductas de pánico, proliferación de profetas y grupos de compadres compartiendo las ideas conspiranoicas más estrambóticas. Falta el elemento capital del chivo expiatorio, que para unos – cómo no – será el malvado Sánchez, para otros serán los rusos, y para otros Trump, o el feroz capitalismo, encarnado en las pérfidas compañías eléctricas, o incluso, como en los viejos tiempos (bulos ha habido al respecto), los infieles, sean terroristas musulmanes o pérfidos judíos. Nada nuevo bajo la luz del sol. 

Eso sí, a falta de más datos, hay que subrayar y celebrar dos cosas. La primera es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares (recuerden los saqueos y crímenes que se producen durante los apagones en ciertas urbes de los Estados Unidos), aquí no ha pasado nada espacialmente malo — ¡y miren que se ha ido la luz en todo el país! – ; todo lo contrario, la gente ha demostrado un espíritu cívico y solidario dignos de admiración. La segunda es que, por suerte, la tan cacareada transición digital sigue siendo de momento reversible, y la gente aún guarda -- además de una radio a pilas y algo de calderilla -- la sana costumbre de salir a la calle, hacer corro con extraños de carne y hueso, organizarse, preocuparse de los vecinos y echar una mano en lo que haga falta. Benditas sean la luz del sol, lo analógico y las analogías.

 

miércoles, 23 de abril de 2025

¡Qué nos gobierne el papa!

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

La Iglesia católica en general, y el Estado vaticano en particular, representan instituciones y estructuras de poder dogmáticas, antidemocráticas y patriarcales. Cuando han tenido más poder de la cuenta han resultado siniestras y peligrosas. Y en ellas han proliferado la soberbia, la avaricia, la envidia, la lujuria y el resto de los pecados capitales. No es nada que no ocurra en muchas otras organizaciones, pero en el caso de la Iglesia (de casi cualquier iglesia), en la que el poder se justifica por la virtud de quien lo detenta, los vicios resultan especialmente graves.

Dicho esto, la Iglesia católica es quizás una de las instituciones que más cerca ha estado (retóricamente al menos) de plasmar el viejo sueño filosófico de un gobierno del mundo fundado en la virtud y el conocimiento – del conocimiento revelado por Dios, claro, más o menos compatible con el de la razón –. Es por ello por lo que la sociedad medieval cristiana se organizó idealmente como una especie de república platónica en la que el estamento de los más sabios y virtuosos teólogos y religiosos aspiraba a una cierta prevalencia no solo espiritual, sino también política sobre la nobleza guerrera y el estado llano. De hecho, durante gran parte de la Edad Media occidental se debatió intensamente sobre si el poder supremo del mundo debía pertenecer al emperador o al Papa. Si las leyes políticas debían ser la continuación, como se pensaba entonces, de las emanadas de Dios, la respuesta estaba clara (aunque, en la práctica, la espada pudo siempre mucho más que la cruz).

Hoy las cosas parecen muy distintas. «Muerto Dios» (o más bien su concepción más humanista y razonable), según Nietzsche, y enterrado el ideal de una razón sustantiva en que fundar el orden social, diríase que el derecho solo puede apoyarse en la fuerza (incluyendo la fuerza de las mayoría que rige las democracias), en imaginarios y valores bastante más irracionales que los religiosos (como los que alimentan el nacionalismo o el transhumanismo), o en un vago compromiso cívico con pactos y procedimientos  adelgazados de casi todo sentido moral y trascendente.

Ante esta debilidad congénita del derecho moderno, no es raro que florezcan caudillos populistas dispuestos a anteponer su voluntad – y la de las masas que seducen – sobre cualquier consideración normativa. Estos nuevos reyes del mundo no lo son, ni siquiera simbólica o retóricamente, por sus capacidades espirituales, ni pretenden encarnar otros valores que los del estado de naturaleza (egoísmo, ambición, violencia, oportunismo…). Son productos grotescos de una civilización en plena decadencia, en la que ya ni siquiera se guardan los ritos ni las formas – esas últimas salvaguardas de la ley –. Piensen en estos nuevos y desvergonzados emperadores: Donald Trump, Elon Musk, Vladimir Putin, Xi Jinping… Puede parecer de locos decir esto pero, puestos a elegir, preferiría que, en vez de ellos, gobernase el mundo un papa como Francisco. Tal vez acabara corrompiéndose, como todo lo que es humano y mortal, pero creo que, con tipos como él, el diablo lo tendría mucho más difícil para intentar demostrar que existe.

miércoles, 16 de abril de 2025

Teoría urgente de la conciencia

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Para alertarnos de cómo nos engañan a través de la tecnología, el filósofo y editor Andrea Colamedici ha publicado un libro en el que engaña a sus lectores usando la tecnología. El libro se llama
«Hipnocracia», está firmado por un autor de pega (un tal Jianwei Xun, que no existe más que virtualmente) y ha sido escrito con ayuda de dos sistemas de inteligencia artificial.

¿Se puede educar contra el engaño engañando? Por supuesto. Cuando la forma de la fábula «dice» lo mismo que sus personajes (o lo contrario, de forma irónica), la moraleja es doblemente efectiva. El engaño esclarecedor de Colamedici contribuye además a despertarnos a esa forma superior de consciencia por la que, más allá de darnos cuenta de lo que nos cuentan, nos percatamos de la entidad fabuladora e igualmente manipulable del propio contar. Es aquello de que «el medio es (también) el mensaje», como diría McLuhan.

Pero es que además: ¿nos engañan realmente cuando nos venden el libro de un autor ficticio o escrito con inteligencia artificial? ¿Por qué? ¿Cuándo no es un autor (o cualquiera de nosotros) una ficción auto inventada? ¿O en qué se diferencian realmente una creación humana de la de una inteligencia artificial? Se me dirá que en el caso del autor «real» (por muy «personaje» que sea) y de la creación humana (por mecánicamente que se haga) interviene una consciencia, esto es, un sujeto con intenciones, cosa que no ocurre con las ficciones puras o con la inteligencia artificial. ¿Pero es esto cierto?

Sobre la conciencia hay muchas teorías – la mayoría filosóficas, claro, pues fenómenos como la subjetividad o la intencionalidad no son observables –, pero hay algunas que resultan incompatibles con la ingenua distinción que solemos hacer entre humanos, máquinas y seres de ficción. Así, para algunos, la conciencia y la identidad humana son un producto virtual del lenguaje y del proceso de socialización por el que nos acostumbramos a replicar interiormente el diálogo social que mantenemos, desde pequeños, con quienes nos enseñan – o «programan» –. Ahora bien, ¿qué impide qué sistemas de IA puestos a dialogar entre sí o con personas sean capaces de replicar ese diálogo por sí mismos, generando virtualmente un centro de gravedad narrativa al que llamar «yo» o «tú» y a los que el propio sistema adscriba intencionalidad o agencia?

Otros filósofos y teóricos de la mente objetarían que la subjetividad consciente, además de un producto virtual del lenguaje, es un modo peculiar de «sentirse» el organismo a sí mismo, pero esto topa con el problema, no menor, de saber en qué consiste toda esa complicada fenomenología mental que llamamos «sensaciones» y «emociones». Si la reducimos a fenómeno neuroquímico, no se ve qué es lo que impide que un proceso físico (tal como lo es una máquina) se vuelva lo suficientemente complejo como para generar procesos químicos. Y si introducimos factores no físicos (psicológicos, culturales…), volvemos al lenguaje y a las identidades narrativas, dominio en el que las máquinas de IA parecen ser cada vez más competentes. ¿Lo serán hasta el punto de pasar de «parecer» a «serlo»? Seguiremos discutiéndolo. Tal vez con ellas, como parece que ha hecho ejemplarmente este supuesto Colamedici.

 


miércoles, 9 de abril de 2025

Trump como héroe de la democracia

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Una de las cosas que no deja de llamar la atención a quienes hemos sido siempre escépticos con la presunta independencia de los políticos, es la forma de gobernar que exhibe Trump. No hay poder fáctico que parezca toserle. Ni los gigantes tecnológicos del «Big Tech», ni su amigo Elon Musk, ni Wall Street parecen poder parar al presidente democráticamente electo pese a los miles de millones que está haciéndoles perder. Y al electorado de Trump – para el que la apariencia lo es todo – esto solo puede parecerle un triunfo rotundo de la democracia y una prueba del cumplimiento de los compromisos electorales que asumió el candidato por el que votaron.

Al fin, lo que Trump ha vendido siempre es el sueño de la reindustrialización de América a través de la derogación de tratados comerciales y la adopción de agresivas políticas proteccionistas. Y es eso exactamente lo que está haciendo, por más que pese a los «poderosos» (los lobbies económicos que pululan por Washington o los ejecutivos de Wall Street) frente a los que la retórica trumpista ha antepuesto siempre los intereses de las clases medias (fíjense que en su anterior legislatura llegó a rescatar impuestos contra la especulación y a proponer leyes contra la conversión de la banca tradicional en banca de inversiones). Con su infalible estilo de telepredicador o tertuliano televisivo, lo que Trump encarna, en suma, es la vieja pero efectiva figura del justiciero que se enfrenta a los ricos para beneficiar a la gente sencilla y trabajadora (la única que entiende su lenguaje llano y franco frente a la hipocresía y el esnobismo «woke» de la izquierda elitista y corrupta). El relato, en boca de un «Robin Hood» millonario que encarna al héroe y al sueño americano, no puede ser más efectivo, por tramposo que realmente sea.

Por otra parte, no está en absoluto claro – como sueñan algunos ingenuos – que una hipotética recesión económica en el propio seno de los EE. UU. vaya a erosionar el apoyo popular a Trump. Por caótica que le parezca a los mercados, la imagen de contundencia y eficacia que transmite el presidente (tan distinta de la ambigüedad y la retórica inane de los políticos tradicionales), y el orgullo nacionalista que despierta con su forma de dirigirse al mundo (humillando, amenazando y obligando a todos a negociar y resarcir a América de lo que – según el discurso oficial – se le ha robado previamente), vale para compensar todas las dificultades económicas que puedan sobrevenir a corto plazo.

Alguien podrá objetar – y también con razón – que Trump no solo parece estar haciendo caso omiso de los poderes financieros, sino también de los jueces y las leyes. Es cierto. Pero esto no hace sino legitimar aún más esa concepción ultrapopulista de la democracia por la que la voluntad popular y la moral (la moral trumpista, cocinada con los viejos ingredientes de la ética puritana: el trabajo, el esfuerzo individual, la familia…) valen más que los aparatos de control, los equilibrios de poder y, si me apuran, hasta los preceptos constitucionales. ¿Qué esto puede desembocar en una suerte de tiranía o presidencialismo autoritario? Desde luego. Pero, de nuevo, será con el aval democrático que exhiben legítimamente los demagogos cuando – en olor de multitudes – se perpetúan en el poder. Si esto es o no es «verdadera» democracia habrá que discutirlo filosóficamente – ¡que no votarlo, por favor! –.

 

miércoles, 2 de abril de 2025

Europa y los nuevos bárbaros

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Siempre he pensado en Europa como en un archipiélago cultural, o como una capa más de la atmósfera, de la que respirara ideológicamente todo el globo. No diría, en este último caso, que Europa haya proporcionado siempre el aire más puro, ni que no haya sido en muchas ocasiones un huracán destructor, pero no ha habido otra cultura en los últimos quinientos años que haya esparcido su simiente – sus valores, su filosofía, su ciencia, su arte, sus instituciones, sus bancos… — como lo ha hecho Europa.

Hoy, sin embargo, Europa empieza a parecer un islote perdido, un volcán extinto, una brisa que hubiera cruzado media docena de siglos para, al cabo, detenerse y cambiar de dirección. Europa comienza a ser algo pequeño y venerable, como ese clásico que se cita sin hacerle demasiado caso o incluso sin haberlo leído. Todavía un oasis de libertad y bienestar, Europa corre el riesgo de convertirse, de forma irreversible, en una pieza de museo.  

Pero fíjense que incluso así, como pequeño oasis o pieza de museo, el ideal de mundanidad gozosa, riqueza, justicia y racionalidad crítica que, desde los antiguos griegos, inspira nuestra cultura, sigue siendo enormemente influyente y, por ello, peligroso. Y las pruebas son las amenazas de Putin o la hostilidad abierta del gobierno de Trump. Al fin: ¿Qué autócrata u oligarca no teme la existencia de un ecosistema político en el que la seguridad y la riqueza privada logran convivir con un estado de bienestar y unas cotas de libertad como jamás ha visto el mundo?  

Es cierto que buena parte de esos logros se han conseguido saqueando otros países. ¿Pero qué otro imperio expoliador ha dado tan buena cuenta del botín? ¿O qué otro reino de ladrones – como lo son todos – se ha permitido el lujo de criar una estirpe de críticos – filósofos, literatos, activistas… – dispuestos a descubrir y denunciar las tropelías del poder? Yo no conozco ninguna otra cultura en la que – por ejemplo – se pague a tipos como yo – profesor de filosofía en la educación básica – para cuestionar críticamente, hasta su misma raíz, las ideas, valores y acciones de aquellos que le mantienen.

Pues bien, mientras el bárbaro de aquella maravillosa «Historia del guerrero y la cautiva» de Borges cambiaba de bando al quedar prendado de la belleza de la Rávena que pretendía arrasar, aquí, una cantidad no despreciable de europeos se ha sumado a la barbarie ciega de aquellos para los que los derechos laborales, las pensiones, las prestaciones sociales, la sanidad y la educación públicas, la libertad de expresión, la posibilidad de elegir y deponer a los gobernantes, la pluralidad moral, la tolerancia religiosa, o el pensamiento crítico, resultan una amenaza existencial intolerable. 

Estos bárbaros quintacolumnistas son la ultraderecha europea, o casi toda ella, tontos útiles y serviles de Trump o Putin y negacionistas del proyecto europeo. A esos bárbaros y a sus jóvenes cachorros – sobre todo a estos –, les debemos un buen rearme educativo en valores y ciudadanía europea; una educación que abunde en todo lo que nos define: el diálogo crítico, la argumentación racional, la reflexión sobre nuestros propios valores, y los conocimientos científicamente objetivos. Dudo que nadie que pase de verdad (y no de manera retórica e impostada) por una educación así pueda no ver a Europa como a la Ravena que sedujo al bárbaro del cuento de Borges.

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