Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Cuando era adolescente me sobrevenían
unas pájaras espirituales de
padre y muy señor mío. Hasta llegué a consultar a una psicóloga que,
sabiamente, me recomendó leer a Hegel (¡qué psicólogos aquellos que aún
estudiaban filosofía!). A las pájaras les llamaba Tormentas Mentales
Inenarrables (TMI, les puse hasta siglas). Las TMI eran de temer. Te dejaban
varios días (a veces semanas) fuera de combate, con el castillo de naipes de
tus convicciones tirado por los suelos y hecho un lío absoluto. Esto, para un
adolescente en busca de sí mismo que, entre otras cosas, tenía que exhibir
opiniones y actitudes firmes para simular ser alguien, era una auténtica
tragedia. Tragedia que intentaba soportar escribiendo – es decir, intentando
que la cosa fuera un poco menos inenarrable de lo que era –.
Sentarse a escribir no es un lujo
superfluo, ni una simple manera de producir textos, sino una condición para
categorizar y organizar el mundo con la complejidad necesaria para prever
mínimamente (y curarse de) sus asaltos y sobresaltos. Escribir es comprender.
Al fin, la realidad es lo que interpretamos como tal, no a partir de los
datos, sino incluyendo a los datos, que no son más que la interpretación
de lo que vemos. Y toda esta
interpretación está mediada por el lenguaje. De hecho, filósofos hay que afirman
– como el Evangelio de Juan – que el mundo entero es verbo, lenguaje, habla… Y
a ver con qué palabras les dice uno que no…
¿Quiero esto decir que los analfabetos,
la gente que es incapaz de articular un párrafo, comprende peor las cosas?
Depende. Es posible que en culturas en las que oralidad está sumamente
desarrollada, el habla (íntima o compartida) pueda generar un espacio de
trabajo mental similar en extensión y posibilidades a la escritura (aunque la
interpretación del mundo que muestran algunas culturas ágrafas parece, en
general, bastante estereotipada y conservadora). Pero en entornos como el
nuestro – sin asomo ya de tradición oral – no saber expresarse por escrito, o
no tener el hábito de hacerlo, equivale a afrontar desarmado y a pelo la
complejidad de la cosas y de la vida.
Una de las consecuencias más obvias del
uso de la IA es la de incrementar este analfabetismo funcional. Subcontratar el
alma y dejar que las máquinas (más allá de los libros, que se limitan a
prestarnos pensamientos de otros) escriban y articulen la información por
nosotros, nos vuelve inevitablemente más bobos, en cuanto perdemos el hábito de
interpretar y organizar interiormente lo que pasa y lo que nos pasa. La única
esperanza que tengo es que llegue el momento en que no seamos capaces ya de
comprender ni el resumen adaptado que nos prepare la IA, entremos en fase de
TMI aguda, y necesitemos volver a escribirlo todo de nuevo. Tal vez no llegue
nunca a ocurrir, nos volvamos imbéciles del todo, y las máquinas, como hijas
nuestras que son, tomen justa y definitivamente el mando. Pero en ese caso lo
tendremos bien merecido.