Es frecuente que maestros y profesores clasifiquen a los niños en una de estas tres categorias: disruptivos, desinteresados y voluntariosos (en el lenguaje de la pedagogía castiza: “gamberros”, “vagos” y “trabajadores”). Dejando aparte el caso de los chicos que por algún tipo de discapacidad evidente necesitan apoyos (o los que, en la pedagogía de andar por casa, son “cortitos”), la estrategia antes los tres grupos de alumnos citados es, a veces, esta: amenazar con castigos y expedientes varios a “disruptivos” y “desinteresados”, y prometer todo el apoyo y atención a los más voluntariosos.
¿Es esto correcto? A mi me parece que no. Más que informes científicos realizados por pedagogos y profesores, algunos documentos educativos parecen autos judiciales decorados, eso sí, con algún que otro término técnico (como “disrupción”, “hiperactividad”, “déficit de atención”...), aunque ya saben, igual que el hábito no hace al monje, cambiar las palabras no significa que cambien en absoluto las cosas.
Ustedes imaginen que un equipo de médicos (a muchos profesores les gusta compararse con ellos) se reuniera para decidir qué se hace con los pacientes que no responden al tratamiento de costumbre. Al primero que dijera que el problema es que “no se quieren curar” se le recordaría que sus pacientes son menores de edad y que – de momento – no se les permite el suicidio. A los que añadieran que “arman alboroto y molestan a los demás”, o que “no se les ve mucho interés”, se les replicaría que las personas, cuando no ven sentido a lo que hacen (o a lo que se les hace hacer), se rebelan, arman jaleo, o se muestran apáticos. Es lógico. Lo hacen los adultos. ¿Por qué no iban a hacerlo también los niños?
Pero sigamos. Imaginen
que a este equipo médico se le ocurriese que la mejor solución para los
pacientes que no respondan al tratamiento habitual fuera expulsarlos y
mandarlos a casa (en el mejor de los casos, para que “aprendieran” lo que es
estar enfermo – en el peor, para perderlos de vista – ) ¿Y qué me dicen si
dijeran, además, que van a prestar “toda su atención y ayuda” a los pacientes
que responden perfectamente al tratamiento, es decir, a los que ya se están
curando? ¿Harían ustedes con este “equipo médico” lo mismo que estoy pensando
yo?
Pues bien, ahora cambien
“hospital” por “centro educativo”, “paciente” por “alumno de la ESO”, y
“médico” por “profesor”, y vuelvan a leer lo leído. Entenderán entonces lo
increíble que resulta que cuando hay problemas educativos en un centro los
profesionales de la educación descarguen toda la responsabilidad en...
¡los propios niños! (Y he dicho “toda” a propósito; a lo sumo se reparte, a
veces, con padres o Administración).
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