jueves, 21 de diciembre de 2017

Los niños malos.


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

 

Es frecuente que maestros y profesores clasifiquen a los niños en una de estas tres categorias: disruptivos, desinteresados y voluntariosos (en el lenguaje de la pedagogía castiza: “gamberros”, “vagos” y “trabajadores”). Dejando aparte el caso de los chicos que por algún tipo de discapacidad evidente necesitan apoyos (o los que, en la pedagogía de andar por casa, son “cortitos”), la estrategia antes los tres grupos de alumnos citados es, a veces, esta: amenazar con castigos y expedientes varios a “disruptivos” y “desinteresados”, y prometer todo el apoyo y atención a los más voluntariosos.   

¿Es esto correcto? A mi me parece que no. Más que informes científicos realizados por pedagogos y profesores, algunos documentos educativos parecen autos judiciales decorados, eso sí, con algún que otro término técnico (como “disrupción”, “hiperactividad”, “déficit de atención”...), aunque ya saben, igual que el hábito no hace al monje, cambiar las palabras no significa que cambien en absoluto las cosas. 

Ustedes imaginen que un equipo de médicos (a muchos profesores les gusta compararse con ellos) se reuniera para decidir qué se hace con los pacientes que no responden al tratamiento de costumbre. Al primero que dijera que el problema es que “no se quieren curar” se le recordaría que sus pacientes son menores de edad y que – de momento – no se les permite el suicidio. A los que añadieran que “arman alboroto y molestan a los demás”, o que “no se les ve mucho interés”, se les replicaría que las personas, cuando no ven sentido a lo que hacen (o a lo que se les hace hacer), se rebelan, arman jaleo, o se muestran apáticos. Es lógico. Lo hacen los adultos. ¿Por qué no iban a hacerlo también los niños? 

Pero sigamos. Imaginen que a este equipo médico se le ocurriese que la mejor solución para los pacientes que no respondan al tratamiento habitual fuera expulsarlos y mandarlos a casa (en el mejor de los casos, para que “aprendieran” lo que es estar enfermo – en el peor, para perderlos de vista – ) ¿Y qué me dicen si dijeran, además, que van a prestar “toda su atención y ayuda” a los pacientes que responden perfectamente al tratamiento, es decir, a los que ya se están curando? ¿Harían ustedes con este “equipo médico” lo mismo que estoy pensando yo?

 ¿Y entonces? ¿Qué se ha de hacer con los “enfermos que rechazan el tratamiento habitual”? Solo hay una respuesta deontológicamente aceptable: se busca un nuevo tratamiento, en ese mismo hospital o en otro, sea como sea... Podría pasar, desde luego, que no hubiera medios (demasiados pacientes por planta, presupuesto mínimo, falta de preparación del personal...), pero en ese caso lo que habría es que reclamar recursos al gobierno, trabajo a los investigadores, impuestos y hábitos de salud a los ciudadanos... Todo menos echar la culpa a... ¡los propios pacientes!  

Pues bien, ahora cambien “hospital” por “centro educativo”, “paciente” por “alumno de la ESO”, y “médico” por “profesor”, y vuelvan a leer lo leído. Entenderán entonces lo increíble que resulta que cuando hay problemas educativos en un centro los profesionales de la educación descarguen toda la responsabilidad en... ¡los propios niños! (Y he dicho “toda” a propósito; a lo sumo se reparte, a veces, con padres o Administración).

 Siempre se puede aducir, desde luego, que los alumnos – pese a ser menores de edad y estar obligados a ir a la escuela –  son personas libres y que en el aprendizaje la voluntad es mucho más importante que en la curación de una enfermedad. Tal vez. Pero lo que sorprende entonces es que se les exija un esfuerzo de voluntad y libre albedrío a aquellos mismos alumnos a los que hemos acostumbrado durante años (mediante premios y castigos) a someterse a horarios, materias, y actividades diarias, una tras otra, que en ningún caso han elegido ellos (y a los que, para colmo, colmamos de “deberes” con objeto de que tampoco tengan que ejercitar su autonomía durante el tiempo “libre”). ¿Cómo vamos a pedirles, entonces, lo que no les damos? Habría que proclamar, a lo sumo, aquello de Sor Juana Inés: hacedlos cuan los queréis, o queredlos cuan los hacéis. Es lo justo.

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